¿Redimir el mal con el mal? (Julio Tudela, Valencia Plaza)

¿Redimir el mal con el mal? (Julio Tudela, Valencia Plaza)

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¿Redimir el mal con el mal? (Julio Tudela, Valencia Plaza)

Una de las acepciones que el diccionario de la RAE da al verbo “redimir” es la de “poner término a algún vejamen, dolor, penuria u otra adversidad o molestia.”

El sufrimiento que acompaña a la existencia y que puede causar dolor, vejamen, penuria u otra adversidad o molestia, mueve al que lo sufre a tratar de librarse de él de una u otra manera. Esta necesidad de redención que le libere de las consecuencias del mal que ha sufrido, conlleva la búsqueda tanto del remedio que le alivie, como de las causas que lo provocaron, en el legítimo intento de, corrigiéndolas, evitar su repetición.

Muchos de los males que asolan la existencia tienen remedio: podemos calmar el dolor, curar enfermedades, reconstruir casas, ciudades, reparar lo que no funciona… Otros no: no podemos curarlo todo, ni aliviarlo todo, ni evitar la muerte, ni las catástrofes naturales…

Así que se espera del ser humano, inteligente y libre, que sea capaz de adaptarse a las situaciones de vulnerabilidad que le limitan y le hacen sufrir. Y en este proceso adaptativo deben incluirse también los intentos por curar, corregir, prevenir, reconstruir o aliviar que le permitan sobrevivir de la mejor manera posible.

Esta respuesta al mal, que busca atenuar sus efectos y abrir nuevas esperanzas y posibilidades aún en medio de la vulnerabilidad, es, por lo tanto, legítima y exigible. Es propio de la naturaleza humana que busca incesantemente el bien.

Un segundo recurso en el intento de redención del mal sufrido es identificar las causas que originan el mal que provoca mi sufrimiento, con la intención de aplicar medidas correctivas que eviten su repetición.

Así, investigamos el origen de las enfermedades para diseñar remedios, o el de los terremotos, los volcanes, los ciclones o las DANAS, para tratar de prevenir sus efectos y, cuando sea posible, evitarlos o paliarlos.

La ciencia ha permitido al ser humano realizar grandes avances en el conocimiento de la naturaleza y sus fuerzas que originan situaciones en la que se muestra vulnerable, impotente, frágil y expuesto. Pero la sensación de autosuficiencia que estos avances proporcionan se esfuma cuando el mal se impone inevitablemente, nos asolan pandemias, o inundaciones destructivas, catástrofes ante las que queda patente nuestra naturaleza limitada, de creaturas, expuesta, vulnerable.

No tenemos los recursos suficientes para identificar claramente las causas que se sitúan en el origen de estas catástrofes, de modo que nos sea posible prevenirlas o neutralizarlas.

Aunque sí debemos aliviar sus efectos elaborando procedimientos preventivos, de coordinación, de análisis y de respuesta que, en la medida de las posibilidades reales, minimicen los efectos destructivos del mal inevitable.

Pero es ante el mal inevitable cuando aparece una profunda tentación en nuestro interior: lejos de aceptar nuestra limitación tratamos de identificar a los culpables sobre los que recaería la responsabilidad de los males sufridos, en un intento tan desesperado como inútil de escapar de ellos.

Y es cierto que pueden cometerse errores, negligencias, comportamientos censurables o inaceptables, que contribuyan a agrandar las consecuencias de los males sufridos. Deben ser identificados para promover acciones correctoras de todo tipo que traten de minimizar que tales actitudes puedan repetirse.

El problema surge cuando, en el legítimo intento de redimirse del mal que le asola, el ser humano renuncia a aceptar su condición de creatura vulnerable y asume que la causa de este mal radica en la culpa de alguien que, por negligencia, incompetencia o mala fe se sitúa en el origen de sus sufrimientos.

En muchas ocasiones existe tal culpa, que debe ser justamente identificada y expiada. En otras la negligencia o incompetencia de algunos es parte del problema, pero no la causa última que permita pensar que eliminando al negligente o haciéndole pagar, erradicamos toda posibilidad de que el mal pueda repetirse.

Y en otras, no es posible hacer descansar sobre los presuntos culpables la responsabilidad del mal sufrido. Porque no lo han causado ni lo han magnificado. No ha podido evitarse.

No es fácil discernir en todos los casos el alcance de la responsabilidad humana en los males que padecemos.

La actitud negligente que no trate de identificar conductas reprensibles debe condenarse.  Como también debe condenarse la venganza, la culpabilización indiscriminada, los dedos acusadores, escraches, difamaciones o calumnias vertidos ciegamente en un intento de señalar al culpable, para que, quitándolo del medio y haciéndole pagar, evitemos que el mal que pone a prueba nuestra vulnerabilidad siga haciéndonos sufrir.

Exigir responsabilidades a aquellos que pueden estar en el origen de situaciones que nos dañan es aplicar la justicia para preservar el bien. Pero pensar que tras cada mal que nos hiere existe un culpable sobre el que podemos hacer caer el peso de su total redención es un error grave.

Porque somos vulnerables y sufrimos. Y no somos capaces de evitar todo sufrimiento. Encontrar su sentido, que nos empuja a la solidaridad, la compasión y la entrega a los otros, nos permite levantarnos tras las caídas, comenzar la reconstrucción, recuperar la esperanza, y hacernos mejores personas; quizá más pobres, más vulnerables, pero más sensibles al sufrimiento de los otros, más entregados a la búsqueda del bien, de la verdad, más libres. El mal se redime con el bien.

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