Alumnos de Veterinaria en Etiopía

Escuela de Voluntariado

Alumnos de Veterinaria en Etiopía

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Alumnos de Veterinaria en Etiopía

Le sucede a muchas personas que realizan un viaje a algunos de los países en vías de desarrollo; también a quienes se van a vivir a estas naciones por motivos laborales, humanitarios o misionales. Despegando en el avión desde el llamado primer mundo, la expectativa sobre lo que se va a encontrar en una nación pobre se resume muchas veces en el encuentro con una tierra poblada por gentes entristecidas, aplastadas por la situación económica que les rodea.

La sorpresa que se llevan la mayoría de viajeros después de aterrizar es la misma que se llevaron cuatro estudiantes del grado en Veterinaria de la Universidad Católica de Valencia al llegar a Etiopía, como explica la alumna Elena Peyró, de cuarto curso: “Esperaba hincharme a llorar de pena. No fue así, para nada. Yo no podría vivir en sus condiciones, estaría todo el día quejándome, pero allí son felices. Desde su punto de vista, viven como reyes”.

De la misma manera se expresa la mallorquina Lorena González de Esteban: “Los niños iban sin ropa y estaban tan contentos”. En Nyangatom -zona en la que Lorena realizó una misión internacional organizada por la Escuela de Voluntariado, junto a sus tres compañeros y al profesor Joel Bueso- “no buscan ni quieren que cambies su existencia, les gusta su manera de vivir. Al revés de lo esperado, allí descubres qué felices son en sus circunstancias".

“Me impactó no ver necesidad en los poblados que visitábamos. Además, tienen una jerarquía muy marcada, cada uno hace su trabajo sin esfuerzos inhumanos y tienen al alcance de su mano alimentos de cierta variedad. El entorno les ofrece muchos recursos y son gente feliz que vive, de algún modo, al margen de la ley estatal. Les rigen sus propias normas y leyes tradicionales”, afirma en la misma línea el cordobés Alfonso Carmona, compañero de curso de Elena y Lorena.

La alumna Lucía Reig, que formó también parte del equipo desplazado a África, opina que en Etiopía aprendieron a vivir “de una forma mucho más sencilla, diferente a lo acostumbrado, comiendo casi todos los días lo mismo, con luz y agua muy limitada, sin aire acondicionado en medio de altas temperaturas o sin poder estar todo el día conectados al móvil, entre otras cosas. Allí no tienen casi nada y no viven lamentándose como nosotros hacemos aquí continuamente”.

Magos con jeringuillas que quieren hervir la leche

Los cuatro estudiantes de la UCV han desarrollado durante doce días un voluntariado internacional con la Misión Católica Príncipe de la Paz como base de operaciones. Han llevado a cabo campañas de saneamiento animal y desparasitaciones, además de trabajos de mejora de las instalaciones de la Misión, refuerzo escolar con niños, talleres sobre higiene y gestión de la economía familiar, entre otras actividades. 

Dada la alta dependencia de la ganadería como fuente de alimentación de las tribus de Nyangatom, mejorar la salud de los animales aumenta sus rendimientos. Es decir, hay más leche y más carne, y ambas, en mejores condiciones sanitarias para la población. La carga parasitaria de los animales y la tasa de enfermedades transmisibles a las personas es muy elevada en Etiopía, con lo que la labor del equipo de voluntarios de la UCV se ha traducido en una mejora significativa de la salud pública de estas comunidades tribales.

“Vacunábamos a cabras y ovejas, y las desparasitábamos con un fármaco; a la vez que tomábamos todas las muestras de sangre que nos dejaban. Había que pedirles permiso, obviamente, y a veces no llevaban demasiado bien que trataras a su ganado”, relata Alfonso.

Lorena señala, por su parte, que intentaban “concienciar” a los etíopes sobre el problema de los parásitos, insistiéndoles, por ejemplo, en que debían “hervir bien” la leche: “Vimos a un niño mamar directamente de la teta de una cabra, un crío que quizás mañana tendrá una enfermedad por esa razón”.

“A veces resultaba difícil entenderse porque tienen ideas un poco mágicas. Algunos nos comentaban que las cabras iban a dejar de producir leche si la hervían. Tenías que jugar un poco, proponérselo como un experimento: «Vamos a probarlo, mañana vuelvo y me cuentas qué tal le ha ido al animal”, añade Elena.

Lucía da una perspectiva ligeramente diferente acerca de esta cuestión: “Los etíopes son personas muy curiosas y observadoras, y hay que tener en cuenta que, al final, éramos gente muy diferente a ellos que aparecía de repente en su poblado y se ponía a tocar a sus animales y a darles charlas”.

Con treinta niños por banda

Se produjo incluso algún incidente a causa de la mentalidad de las tribus de Nyangatom, como indica Lorena: “Una vez estaba sacando una muestra de sangre de una cabra, y de repente alguien me dio un manotazo. Era la dueña del animal: pensaba que estaba desangrando a su cabra”.

“En ese momento, Joel, paró en seco la toma, cogió a Lorena y nos fuimos de allí”, apunta Elena. “Hasta ese día había ido todo muy bien. Se trataba de un poblado conflictivo donde nos agobiamos un poco. Se notaba que estaba a bastante distancia de la Misión; conforme te ibas alejando de ella, el entorno más civilizado quedaba a mayor distancia. No tenían tantos conocimientos, no te entendían y te exigían con un poco de rudeza”, remarca.

Al llegar a los poblados, además, aparecían decenas de niños que tiraban a los estudiantes "de las pulseras, los collares, las gomas del pelo y las gafas de sol", relata Lorena: “Querían que se los regalases. Y algunos se enfadaban cuando no les dabas cosas”. Alfonso, con una media sonrisa, cuenta que uno de los niños le dio un “mordisco”, porque no le dio los guantes sanitarios que llevaba puestos.

“Se notaba mucho qué nenes iban y cuáles no acudían al colegio. Los niños que vivían cerca de la Misión eran más tranquilos, querían jugar y te podías comunicar un poquito más en inglés. Pero una cosa es cierta, en Nyangatom todos los niños van con una sonrisa en la cara”, aduce Elena.

A Lucía, sin embargo, le gustan “mucho” los niños y estar "rodeada" por una treintena de ellos no le resultaba tan molesto: “Éramos algo muy raro para ellos, el acontecimiento del día”.

Varias peticiones de matrimonio

Los niños de la zona, además, tenían una condición física “fantástica”, afirma Lorena: “En el coche, coincidíamos con críos que iban andando y, cuando llegábamos al poblado, te los encontrabas ya allí. Hablamos, por ejemplo, de niñas que caminaban llevando garrafas con no sé cuántos litros de agua en la cabeza. Era alucinante; pensabas: «¿Cómo han llegado antes que nosotros?»”.

“Voy a Mercadona y me canso trayendo las bolsas a casa, pero estas niñas eran increíbles. De hecho, en las tribus de Nyangatom casi todo lo hacen las mujeres, aunque estén preñadísimas, las pobres. Construir chozas, buscar agua, educar a los niños… Los hombres sólo se ocupan de los animales y se pasan buena parte del día a la fresca, debajo de un árbol”, expone Elena.

Por lo que respecta a los hombres, Lucía vivió varios momentos tan cómicos como inesperados: “En algunas tribus venían chicos a decirme que me casara con ellos; a Elena y a Lorena también les pasaba. Unos se querían casar con nosotras para poder irse a España, y otros, todo lo contrario, querían que nos quedáramos allí con ellos. A cambio de pedirnos matrimonio, le ofrecían a Joel un número bastante alto de cabras o vacas. Nos lo tomábamos a risa porque no eran maleducados y, al fin y al cabo, es lo que han hecho siempre”.

“La que tenía más pretendientes era Lucía, porque es muy alta y allí son todos súper altos; es rubia y con los ojos azules. Como todos se querían casar con ella, Joel les decía que era su mujer y así no insistían más”, matiza Elena, que también vivió momentos curiosos a causa de su cabello rubio: “En un poblado, mientras me hablaban y yo no entendía ni papa, el traductor dijo que me preguntaban si había metido el pelo en oro. De hecho, cuando me quitaba los típicos pelos de la cabeza que se quedan en la ropa ellos se pegaban por cogerlos, sobre todo en los poblados más alejados”.

El ritmo africano y los sermones de pacificación

Ir a misa en la misión es una de las cosas que más disfrutó Lucía, por la original forma en que la celebraban: “Son muy amenas, con canciones y bailes para cada oración. Desde el punto de vista de la fe, en Etiopía me ha quedado claro que la base de un cristiano es darse a los demás, como he visto hacer allí a los que dirigían la Misión, el padre Ángel y el padre David”.

De estas eucaristías, Elena recuerda especialmente que no se daban “sermones al uso”, sino que se hablaba “de la paz”, y el sacerdote celebrante explicaba a la gente que, “si alguien les robaba una cabra, no debían pegarle un tiro”. “Asuntos como un robo los solucionan de esa manera y los curas intentan enseñarles moralidad a través de la palabra de Dios”, indica.

Otra característica de la zona que llamó poderosamente la atención de la expedición universitaria es el elevado volumen de las conversaciones etíopes: “Veías a un hombre que empezaba a gritar al traductor y, cuando éste se giraba, nos decía: «Está muy contento». Te quedabas a cuadros. Se ponían a chillar, le preguntabas al traductor si les habías ofendido en algo y él decía que no, que estaban encantados”.

Alfonso destaca otros dos signos distintivos del carácter de la zona: “Parece que les dé todo igual, sobre todo a los hombres, viven a un ritmo muy tranquilo; allí hasta los perros se pasean a un ritmo lento. La ausencia del espacio personal, por otro lado, también era muy llamativa”. En este sentido, Lorena asevera que “la gente iba pegada” incluso en las colas del aeropuerto. “Te respiraban en la nuca, no había distancia personal”, indica.

12 días que pueden cambiar tu vida

La distancia entre personas no es lo único sorprendente de la zona en cuanto a la interacción con otras personas, según apunta Elena. En Nyangatom es “muy normal” cogerse de la mano: “Aquí no iría de la mano de un hombre que acabo de conocer, pero ellos te la cogen y vas todo el rato así, aunque te suden las manos del calor que hace”.

Puede resultar extraño, pero el hábito de cogerse de la mano ha sido una de las razones que empujaron a Elena a vivir un cambio profundo en Etiopía: “Siempre he rehuido un poco el contacto físico y eso lo superé allí a la fuerza. Tenía muy poca seguridad en sí misma antes de este voluntariado, muchos problemas para hablar en público y relacionarme con la gente. Mis amigos te dirán que no es verdad, porque no doy la impresión; pero es que me había currado mucho una fachada. En realidad, soy súper tímida”.

“Antes, si no encontraba algo en el supermercado no era capaz de preguntarle a un dependiente, por ejemplo, y, cuando el profesor pedía voluntarios para hacer algo en las prácticas de clase, yo siempre era de las que me escondía. En Nyangatom, sin embargo, me vi capaz de hacer más cosas de las que pensaba. Allí, si venía una persona diciéndome que le regalase ropa le contestaba: «Un momentito, relájate. Si te quiero dar ropa, te la daré yo». Ponía límites, algo de que nunca había sido posible para mí. Mi vida ha cambiado: hay una Elena antes y otra Elena después de este viaje. No podría estar más agradecida de lo que estoy a Etiopía”, subraya.

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