Escaleras que conectan con el mundo a los últimos de entre los últimos

Misión Internacional 2022

Escaleras que conectan con el mundo a los últimos de entre los últimos

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Escaleras que conectan con el mundo a los últimos de entre los últimos

Dada la latitud de su ubicación, el clima de la ciudad resulta extraño sobre el mapa. En lugar de una imponente masa de vegetación alimentada por constantes lluvias ecuatoriales, los ojos perplejos del visitante descubren que la rodea un paisaje desnudo en el que apenas crece nada. Una tierra yerma de tono grisáceo se extiende hasta transformar su aridez en duna en un área de más de 180.000 kilómetros cuadrados. Así, la anciana urbe vive entre un océano que le impide avanzar al oeste y un desierto que le hace trampas al trópico.

Además de reírse de cartógrafos y recién llegados, la capital del país parece también hacer chanza de sus propios habitantes. La ausencia casi absoluta de precipitaciones a lo largo de todo el año no significa buena luz y buen tiempo para sus diez millones de almas, pues una manta de nubes estériles insiste cada día en permanecer sobre sus cabezas, robándoles también el sol. Esta peculiaridad, combinada con la cercanía del Pacífico y una orografía salpicada de colinas que los locales llaman cerros, hace que su nivel de humedad atmosférica sea siempre altísimo. Amén de su ubicación, dos factores causan este microclima atípico: la corriente oceánica de Humboldt, procedente de la Antártida, y la proximidad de la cordillera andina.

Desértica y húmeda, su enorme extensión geográfica convierte a Lima en una metrópoli de extremos, con altitudes que van desde el mismo nivel del mar hasta los 2240 metros. Los ricos y las clases medias viven abajo, donde hay más agua; los pobres residen arriba, donde esta escasea, produciéndose así la cruel contradicción de que los necesitados pagan más que los adinerados por este bien de primera necesidad.

La población que habita las alturas de la capital, millones de personas de mayoría indígena cuyo origen se encuentra en el éxodo rural peruano de la segunda mitad del siglo XX, ha sido abandonada a su suerte por el Estado. Al tiempo que descienden las posibilidades económicas y los termómetros, el ascenso por las empinadas cuestas de estos masificados asentamientos irregulares supone el aumento del precio del agua y de la edad de los residentes. De este modo y, como también hay últimos entre los últimos, muchas de las infraviviendas ubicadas a mayor altura son para los menos capaces, personas mayores que viven casi aisladas a causa de su incapacidad para bajar por las laderas de los cerros.

Los que se llevan la peor parte

Con el objetivo de ayudar a quienes se llevan la peor parte de la vida en los cerros, la Escuela de Voluntariado de la Universidad Católica de Valencia (UCV) escoge cada curso desde hace años a un grupo de voluntarios que se desplaza en época estival a Lima para desarrollar distintas labores educativas, de formación sanitaria y obra social.

Coordinado por la profesora Ana Risco, el equipo de voluntarios de la UCV realizó su misión de dos semanas en Lima Este, específicamente en el cerro del Agostino, en los barrios de Lomas de Nocheto y Yerbateros. Allí viajaron los alumnos de Medicina Diogo Teixeira, Álvaro Osta, Isabel Cuéllar y Ana Jordá; Esther Durá, Lucía Medina, Lara Ochoa y María Seguí (doble grado de Magisterio en Educación Infantil y en Educación Primaria); Marta Carroza, del Máster Universitario en Abogacía; Anna Guadalajara, egresada de Psicología; y otras dos estudiantes provenientes de una universidad madrileña y otra francesa.

Una de las principales tareas de la obra social llevada a cabo por los voluntarios suele ser la creación y remodelación de edificios y pequeñas infraestructuras urbanas que faciliten de manera notable la vida de sus habitantes más vulnerables y que este verano consistió, entre otras cosas, en la construcción artesana de escaleras de hormigón, según explican Diogo (Oporto, 22 años) y Álvaro Osta (Valencia, 20 años). “Fueron muchas horas de trabajo, porque teníamos que llevar los sacos de hormigón y de arena a mano hasta los lugares donde se iban a construir las escaleras”, relata el alumno valenciano. Como era necesario dedicar “mañanas y tardes” a esta actividad, los voluntarios destinados a ella lo hicieron de manera “casi exclusiva” -aduce Diogo- durante la segunda semana de estancia en Perú.

Lo más duro de esta misión internacional no fue, sin embargo, transportar voluminosas cargas sobre los hombros por las rampas del Agostino. Lo que realmente pesó a Isabel (Valencia, 20 años) fue la “soledad” de los ancianos atrapados en lo alto del cerro: “Como no pueden bajar, no hablan con nadie, así que cuando les visitábamos lloraban de la emoción. Les regalábamos una estampita y nos lo agradecían enormemente”.

“Los mayores te contaban verdaderos dramas humanos. Sus hijos los abandonaban y solo esperaban que se muriesen para quedarse con sus casas, por llamarlas de alguna manera”, añade Diogo, que remarca que su cometido en las visitas de las tardes casa por casa consistía en “dar conversación”, escuchar “todo lo que les tuvieran que decir”, porque “muchas familias tenían mucho de lo que hablar, para desahogarse contándole a alguien los problemas que tenían”.

Madrina desde el otro lado del océano

Ana (Alcoy, 20 años) asiente a las palabras de su compañero de voluntariado y recuerda una de las visitas casa por casa: “La familia estaba compuesta por un señor mayor y su nieta de nueve años, Mariana. La niña había acabado viviendo con su abuelo porque tenía al padre en la cárcel y su madre la había abandonado. Vinieron los dos con nosotros al cole donde residíamos y les preparamos la comida”. Durante los días siguientes Ana ayudó a Mariana a ducharse, le elegía la ropa, y como acabaron pasando mucho tiempo juntas la pequeña pidió a la voluntaria alcoyana que fuera su madrina de bautismo. Y así fue. Ahora Ana tiene a una ahijada en Perú.

 “Allí conocimos a muchas personas con vidas tremendas. Recuerdo que en una actividad artística dentro del refuerzo escolar que realizamos en el Colegio San Pedro uno de los niños le enseñó a una compañera lo que había hecho. Ella se quedó muy impactada, porque el chaval había dibujado a su padre pegándole un tiro a su madre”, expone Álvaro.

Este joven valenciano se he traído a España “lecciones” de todo lo que ha vivido, pero “en especial de los niños”. En las visitas casa por casa los adultos explicaban la situación familiar a los voluntarios, pero “siempre eran los chavales los que acababan contándolo todo”. En sus “miradas” se podía ver “el sufrimiento que arrastraban”. En opinión de Álvaro, “la manera que tenían de afrontar problemas de gran magnitud era impresionante, con una madurez impropia de su edad”.

Los niños del cerro es también uno de los tesoros que se encontró Diogo en Perú: “Me gustan mucho los chavales y me encantó estar en clase con ellos. Como soy portugués me preguntaban todos si Cristiano era mi primo, si lo conocía y me daban abrazos; me regalaron sus trabajos de clase y sus dibujos, y me los llevé todos a mi casa en Oporto”.

Problemitas “tontorrones”

Lo que más impactó a los jóvenes estudiantes es que los habitantes del cerro “no se quejan”, consideran que ya tienen “mucha suerte” con lo poco que tienen. “Te hablan de personas que no tienen ni cuatro paredes y un techo de metal, absolutamente nada”, remarca Diogo. Del mismo modo, “te das cuenta de la suerte de haber nacido en España”, subraya Ana: “Aquí no somos capaces de darle gracias a Dios, a nuestros padres, de cuidar lo que tenemos. Allí, a pesar de todo lo que te cuentan -porque hemos conocido historias de verdad muy trágicas- son felices y poseen la capacidad de sacar fuerzas ante la adversidad y seguir adelante”.

“Me pregunté varias veces por qué yo no podía hacer lo mismo, por qué un problemita tontorrón hacía que mi ánimo cayese tan bajo; y ahora que ya ha pasado un tiempo me he percatado de cuánto me ha ayudado el paso por Perú para enfrentarme a las dificultades de otra manera. En ese sentido, la misión internacional es una paradoja, porque vas allí a ayudar, pero eres tú el que sale ayudado. Quizás lo que haces por ellos les da una alegría, pero ¿cuánto tiempo les va a durar? Sin embargo, ellos te dan una lección de vida que te dura para siempre, y eso tiene un valor incalculable”, asevera Ana.

Por su parte, Isabel pone énfasis también en el contraste entre “lo difícil que es la vida en los cerros” y su confianza inquebrantable en un mañana mejor: “No dejan de luchar, tiene una fe en Dios genial; todo lo depositan en él y de él sacan las fuerzas. Como dice Ana, te hacen ver que todo pasa, que tus problemas no son problemas, que puedes con todo y que tienes que ser agradecido”.

Las dos alumnas de Medicina sonríen al contar una anécdota que se repitió varias veces en el cerro con ambas como protagonistas. La tez rosada, el pelo rubio y los ojos claros de Ana e Isabel contrastaban mucho con los rasgos indígenas de los habitantes del Agostino, que les preguntaban de dónde eran y las llamaban “gringas”. Familias enteras les pidieron hacerse fotos uno a uno con ellas, como si fueran parte de una atracción ferial, pues las jóvenes valencianas eran “muy distintas” a los rostros a los que estaban acostumbrados y “algunos no habían salido nunca del cerro”, aduce Ana.

Cabezas a punto de explotar

Isabel recomienda, “sin lugar a dudas”, el voluntariado en el extranjero al resto de alumnos de la UCV: “Es una experiencia que te hace crecer como ser humano y en la que también vas a disfrutar, a ver a Dios en cada persona”. En comunión con ella está Diogo, que prescribe como futuro médico al menos una dosis de este tipo de aventuras “que cambian a la persona por dentro”, aunque la jornada comience a las seis de la mañana al son de “una alarma como la de los militares”.

También Álvaro anima a participar en la misión internacional en Lima: “La recomiendo al cien por cien, aunque, eso sí, hay que tener claro antes de ir qué vas a hacer allí y para qué vas a ayudar”. Al principio al alumno de la UCV se le atragantaron un poco los rezos diarios: “Aunque soy cristiano y voy a misa nunca he sido tan fiel a la oración. En Perú teníamos capilla por las mañanas, leíamos un poco el evangelio, reflexionábamos acerca de él y luego llegaba la eucaristía; por la tarde y por la noche también teníamos capilla. En un primer momento pensé que me iba a explotar la cabeza de tanto rezar y reflexionar sobre mis problemas, que me iba a quedar sin temas de los que hablar. Al final apreciaba esos momentos, en especial la capilla de la noche, donde pude reflexionar tranquilamente y en paz sobre mi vida”.

De que el aterrizaje y la respuesta del equipo de voluntarios fuese buena tiene gran culpa la preparación previa al viaje que recibieron por parte de los técnicos de la Escuela de Voluntariado, según Ana. La formación recibida les ayudó a “saber afrontar” la realidad que se iban a encontrar, y les llenó la maleta de “valores sociales, humanos y cristianos”. Además, la estancia en Perú contó con una etapa de cuatro días en la zona urbana de Lima, previa al retorno a la realidad de los estudiantes en España.

“Para mí fue clave ese detalle, porque si no la vuelta me hubiera trastocado aún más. Cuando volví a mi casa no me cuadraba nada. Tenía una cama, cuando hacía solo unos días estaba durmiendo en el suelo, y una habitación para mí sola, limpia, en un espacio que en el cerro ocuparían seis personas en unas condiciones nefastas, entre suciedad y olor a heces”, relata la estudiante de Medicina, que eligió este verano entre la misión en Perú y un viaje con sus amigas: “Cuando me contaban todo lo que habían hecho, yo recordaba los días en el cerro y me alegraba un montón de haber elegido esa opción, porque estaba súper feliz y sentía también que había crecido como persona”.

La vuelta a la realidad

La que sí se fue de turismo con unas amigas fue Isabel, al poco de regresar a España: “Aunque amo a mis amigas sentía que no encajaba del todo en el viaje. Había estado tanto tiempo centrada y hablando de otros temas que el hecho de volver a los mismos de siempre, en las mismas situaciones de siempre y con las mismas fiestas de siempre, hacía que me faltase algo. Poco a poco me fui adaptando a mi realidad, pero fue lo que más me costó al volver de Perú”.

“En tan poco tiempo no puede cambiar todo tu mundo, pero es cierto que estas vivencias te tocan mucho. Desde que regresé hay una vocecita dentro de mí que me hace replantear muchas situaciones desde el punto de vista peruano. Por ejemplo, salgo a tomar algo o de cena y hago mentalmente el cambio de euros a soles, la moneda de allí, sobre lo que me voy a pedir. Eso hace que te des cuenta de la vida de lujo que realmente llevamos aquí, gastando demasiado dinero en tonterías, dinero con el que podrían comer muchas personas en el cerro”, afirma Álvaro.

No es el único al que le ha ocurrido algo así. De vuelta a su casa Diogo se confiesa “muy concienciado” sobre el desperdicio de alimentos: “Me ha ayudado mucho ver que en el cerro desperdiciar es un crimen, y es algo que hasta ahora no he vuelto a hacer. Cuando llegué a casa no me gustaba nada ver a gente tirando su comida, pero la verdad es que yo también me comportaba así antes de ir a Perú, solo que no lo sabía”.

“Necesité pasar por esa experiencia, como también la necesité para discernir entre problemas reales y problemas del primer mundo. Si lo pienso bien, lo que más me ha costado de la vuelta ha sido ser consciente de que las cosas en Perú siguen igual, que la corrupción está en todos lados. Da mucha pena darse cuenta de que, en un país con tantos recursos, tantísima gente continúe en la miseria. ¿Cómo es posible?”, se pregunta.

 

Junto a las tareas de refuerzo educativo en el Colegio San Pedro y en el propio cerro, los voluntarios de la UCV impartieron charlas de promoción de la salud para familias, que incluían formación en el cuidado de recién nacidos, en alimentación o en el cuidado de la casa.

Parte de la misión del equipo de la UCV, que también llevó al Agostino algunos medicamentos y material sanitario, fue también la evangelización. Así, algunos de los estudiantes impartieron catequesis de bautizo y de matrimonio junto a fieles católicos peruanos. La misión finalizó, de hecho, con una eucaristía en la que se celebraron los bautizos de aquellos que solicitaron acceder a este sacramento de la Iglesia.

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