Guerreras contra la soledad en una isla del Pacífico

Misión internacional en Quehui (Chile)

Guerreras contra la soledad en una isla del Pacífico

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Guerreras contra la soledad en una isla del Pacífico

El éxodo de población del campo a la ciudad es un fenómeno casi universal, ciertamente irrefutable en el Occidente posterior a la industrialización del siglo XIX. La enorme expansión económica de Europa y Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial dio un nuevo impulso a la desbandada demográfica, que se aceleró en España a partir de los años sesenta. En los albores de la posmodernidad, familias enteras dejaron su vida en el medio rural para trasladarse a urbes que ofrecían mayores oportunidades laborales y mejor remuneradas.

Tras el boom inicial, el protagonismo del proceso fue para los jóvenes, cuya nueva vida en las ciudades envejeció de manera aún más acentuada la geografía interior del país, causando lo que ha venido en llamarse la «España vaciada». El fenómeno, por supuesto, no es una exclusiva nacional, ni se circunscribe únicamente a las fronteras del Primer mundo. Es cierto que en algunas áreas de África, Asia o América -amén de Oceanía-, su impacto ha sido considerablemente más reducido, pero la realidad muestra que en muchas otras zonas ha sido incluso mayor. De hecho, en algunas de ellas el resultado podría calificarse de verdadero drama humano.

Uno de esos lugares se encuentra a muchos miles de kilómetros de España, en la costa sur de Chile. Frente a su orilla continental y rodeada por las aguas del Pacífico se halla la pequeña isla de Quehui, una de las tantas que conforman el archipiélago de Chiloé. Ubicada a dos horas en barco de la ínsula principal, isla Grande, Quehui es uno de los incontables parajes recónditos del mundo de los que casi nadie ha oído hablar. Su situación geográfica deja muy poco espacio al desarrollo económico, y la emigración de jóvenes y familias Castro (capital de la isla Grande) o al propio continente ha sido, por tanto, masiva.

Atrás se han quedado los mayores -muchos de ellos viviendo en una gran soledad, cuando no completamente abandonados-, que pasan días, semanas, a veces meses, esperando en Quehui la visita de hijos y nietos. En permanente justa contra la melancolía, el transcurrir de los años hace mella en sus cuerpos e intelectos, tiempo atrás más capaces y cuidados. La peor parte se la lleva el corazón, pero no el de la parte central del tórax, sino ese órgano incorpóreo que existe a medio camino entre mente y alma.

Cuando la misión más importante consiste en “estar”

Testigo de esa situación es la viguesa María Louro, una de las diez estudiantes de la Universidad Católica de Valencia (UCV) que ha realizado este verano una misión internacional en Quehui, junto a alumnos de otras universidades españolas y chilenas: “En la isla hay mucha soledad. Te das cuenta de eso en las visitas casa por casa a las personas mayores y, aunque algún ‘finde’ hay gente más joven, el domingo se van. A partir de los trece años todos emigran porque allí no hay futuro”.

“Doña Blanca, una señora a la que llamaban la Fiscala porque mandaba mucho, nos pidió un día que le ayudásemos a limpiar la casa. Cuando llegamos allí dijo que hacía mucho frío y que mejor antes tomábamos algo. Pasamos toda la tarde hablando con ella y luego nos dijo que no hacía falta limpiar”, indica María. “Muchos ancianos utilizaban excusas como esa para que estuviésemos un rato con ellos. De hecho, cuando volvíamos ya para España, doña Blanca se puso a llorar y la pobre nos decía que nos quedásemos, que estaba sola”, relata.

La valenciana Noemí Gil, alumna de tercer curso de Enfermería, hace hincapié en la misma cuestión: “Llegué a Quehui con la idea de que vería muchas carencias materiales y descubrí que allí la gente es feliz viviendo con lo justo y necesario. Lo que realmente necesitaban de nosotros era que les dedicáramos nuestro tiempo”.

“Aló, buenas tardes”

Una cuestión inseparable de esas visitas domiciliarias es la culinaria, pues la forma de recibir que dispensaban a los voluntarios al recibirlos era llenarles el estómago, según indica Noemí. “Nada más entrar con un «Aló, buenas tardes» ya te traían un «pancito», un «tecito» o un «cafecito». No podíamos negarnos porque hubiera sido una falta de respeto hacia ellos, así que decíamos a todo que sí, y no parábamos de comer”, explica con una sonrisa. “Llegaba la hora de cenar y ya no teníamos hambre”, añade María riendo.

La experiencia de acogida del resto de alumnas desplazadas a Chile -Ángela Pérez (Medicina); Natalia Sánchez, Marina Andrada, Mar Aranda y Belén Orero (Enfermería); y María Varea (Biotecnología)- es la misma, como remarca Ángela: “La gente era muy agradecida y nos abría las puertas de su casa. Aunque al principio no fue tan fácil”.

“Los habitantes de Quehui no estaban muy acostumbrados a la atención médica y que llegaran a sus casas médicos o enfermeros que no conocían a presentarles la misión que hacíamos era algo un poco brusco para ellos. Por eso, íbamos siempre con un médico o enfermero chileno, que ayudaba en esa primera impresión. Luego ya iba todo bien, una vez nos habían conocido”, aclara Ángela.

“La forma de relacionarse allí es distinta a la de España”, incide Noemí. Ángela, que asiente a sus palabras, subraya que “la gente de Quehui es muy educada” y habla “en un tono bajo”. Por ejemplo, descolgar el teléfono y responder con un «dime» les resulta “muy agresivo”, apunta: “Los españoles hablamos súper alto, somos más brutos y decimos más tacos que los chilenos”.

De cualquier modo, las alumnas de la UCV ya llegaron un poco entrenadas a Quehui. La adaptación a las costumbres sociales locales había comenzado ya en la isla Grande, lo que en absoluto estaba previsto inicialmente. Porque antes de Quehui, estuvo Castro y antes de Castro, una odisea.

Aviones, autobuses, temporales y una huelga

Pronto aparecieron indicios de que, como reza el dicho, el hombre propone y Dios dispone. Tras el vuelo de Valencia a Madrid y el aterrizaje en Santiago (trece horas y media de confinamiento aéreo), dos de las PCR aleatorias practicadas a pasajeros en el aeropuerto de la capital chilena recayeron en sendos miembros de la expedición española, y tocaba esperar un día en la capital andina hasta recibir los resultados. Por si fuera poco, María se topó con inconveniente extra, pues la compañía aérea había extraviado su maleta y tuvo que comprarse una buena cantidad de ropa, dadas las bajas temperaturas del invierno austral. “Ahora la mitad de mis prendas de abrigo son chilenas”, asegura.

Con la garantía de los test los negativos y el nuevo vestuario de María subido en el autobús, el grupo de voluntarios partió desde Santiago hacia la costa. Las quince horas de viaje ininterrumpido, mientras recogían a estudiantes y profesionales chilenos que también formaban parte de la aventura, los dejaron cansados y con parte del jet lag aún sin procesar. Después, en ferry hasta la isla Grande, donde les esperaba otro cambio de autobús, de maletas y de equipo.

Con la miel de Quehui rozándoles los labios, las estudiantes de la UCV se enteraron en Castro de que un temporal y una huelga de conductores de barcos les iban a impedir llegar a su destino. Allí tuvieron que permanecer, sin saber hasta cuándo duraría la situación, recuerda Noemí: “Fueron días de mucha incertidumbre y un poco de decepción. Habíamos ido a Chile para hacer nuestra misión en Quehui y teníamos eso en la cabeza”.

Con el objetivo de aprovechar el tiempo de espera, los organizadores del proyecto decidieron que iban a hacer la misma misión planeada para Quehui en un pueblo cercano a Castro, Llaullao. Presentándose en cada casa, las voluntarias de la UCV les explicaban q estarían unos días allí y les ofrecían la posibilidad de hacerles un chequeo médico gratuito. “En Quehui estaban informados de que iríamos, pero en Llaullao no, por lo que al principio no querían saber mucho del asunto. Nosotras no nos dábamos cuenta de eso porque allí tienen una forma muy liviana de expresarse, no son tan directos como en España”, afirma Noemí.

“Recuerdo el primer día. Los españoles salimos contentos de una casa porque creíamos que habían aceptado nuestra invitación de venir a misa y entonces la estudiante chilena que estaba con nosotras nos miró extrañada: «Nos han dicho que no». Le dije riéndome que la respuesta que nos habían dado en España era un sí. Aquí alguien llama a una casa y, en primer lugar, la gente no te abre si no te conoce y, si abre, en cuanto escucha lo de «somos misioneras católicas» te dice que no le interesa y cierra la puerta”, expone Noemí. “En Chiloé sí que te reciben, escuchan con educación lo que tengas que decirles y luego te dicen que no de una manera que casi parece un sí”, apostilla entre risas Ángela.

“Después descubrimos, sin embargo, que las dificultades que habíamos tenido fueron providencia de Dios: al llegar a Quehui nos dijeron que el temporal había dejado a la isla sin electricidad ni agua corriente durante los cuatro días de espera en Castro. Es decir, aunque hubiésemos estado allí no podríamos haber hecho nada”, señala Noemí.

“Antes, me callaba. Ahora ya no”

Los primeros exploradores y conquistadores españoles llegados a Chiloé en 1567 pusieron por nombre al archipiélago «Nueva Galicia», debido a la similitud de su paisaje y en honor a la procedencia del por entonces gobernador de Chile, Rodrigo de Quiroga. Se desconoce si los marinos arribaron a su destino con la alegría suficiente como para entonar algún himno, pero los que sí desembarcaron en Quehui vaciando pulmón fueron las estudiantes de la UCV, cuenta María, la gallega de la expedición: “No dejó de llover durante las dos horas de viaje por mar y hacía mucho frío, pero todos nosotros llegamos cantando, muy contentos. Por fin podíamos empezar la misión que habíamos planeado durante tanto tiempo”.

Pero lo que les esperaba no era pan comido. Formaban parte de la primera misión internacional de la UCV en la isla y, por tanto, les tocó “abrir terreno”, “ir a la aventura”, aduce Noemí. El carácter novel del proyecto obligaba a “organizarlo todo”, declara Ángela: “La dificultad de ser los primeros de la Universidad allí aumentó nuestra creatividad y ayudó al desarrollo del liderazgo mientras preparábamos lo que teníamos que hacer cada día. En concreto, yo he ganado en confianza en mí misma, sobre todo a la hora de proponer ideas. He aprendido que a veces te dicen que sí y otras que no, y no pasa nada”.

Lo mismo le sucedió a Noemí: “Cuando estoy con gente organizando algo muchas veces me callo cosas que se me han ocurrido porque pienso que no va a aportar nada. Allí la necesidad me empujaba a salir completamente de mí misma y las decía todas por si servían”.

De igual modo, María menciona que al inicio de su estancia en la isla le rondaba la idea de haberse “equivocado” en su elección de voluntariado internacional. “Con la dificultad de ser los primeros en Quehui y lo que había pasado en Castro pensaba que me tenía que haber decantado por el voluntariado de Perú. La UCV llevaba muchos años haciendo esa misión y estaba todo bastante controlado. Sin embargo, con el paso de los días me di cuenta de cuánto me estaban enriqueciendo las dificultades que atravesamos”, narra.

“Los inconvenientes fueron mi mayor ayuda en Chiloé, porque me obligaron a sacar todo lo que llevaba dentro. Todos éramos conscientes de que teníamos que hacerlo o aquello no iba a funcionar y eso nos hizo crecer un montón. Además, propició que las de la UCV nos uniésemos más entre nosotras y también con los compañeros chilenos”, relata.

Las palabras de Noemí muestran que la experiencia de María es compartida: “Hacia el final, María Ángeles me preguntó si el próximo verano estaría dispuesta a repetir una misión así. En aquel momento le contesté que no: quería un voluntariado en el que ya estuviera todo preparado. Ahora, sin embargo, mi respuesta es «por supuesto que sí». He descubierto al volver a España que la misión en Quehui me ha ayudado muchísimo precisamente por cómo fue”.

Exploradores con ‘fonens’ y termómetros

En Quehui todo era “muy intenso”, remarca Ángela. Cada momento del día se vivía “en comunidad”, incluso el sueño. Los miembros de la expedición hispanochilena se alojaban en la sede social de la isla, “que consistía básicamente en una sala grande y un cuartito para los chicos”. Mientras, las 17 féminas del grupo dormían pegadas unas a otras en colchonetas dejadas sobre el suelo, separadas “por una cortina de quirófano” del resto de la sala, donde se cocinaba, comía y atendía a pacientes. “Si querías ir al servicio por la noche te tocaba coger la linterna, saltar entre mucha gente durmiendo a la vez que intentabas no pisarles y salir fuera, donde hacía un frío que pelaba. Creo que nunca voy a pasar tanto como el que pasé allí”, comparte esta estudiante valenciana.

Tras despertarse y prepararse, la mañana estaba marcada por dos actividades principales, dejando las visitas casa por casa para las tardes. Un grupo dedicaba la sesión matutina al voluntariado sanitario y el otro, al educativo, en la escuela de San Miguel. La primera misión consistía fundamentalmente en la realización de un EMPAM (Examen Médico Preventivo del Adulto Mayor) a cada paciente, que los estudiantes llevaban a cabo coordinados por dos médicos españolas y en colaboración con un dispensario sanitario local. 

“Al principio dejabas que los médicos hicieran todo el examen porque te daba respeto, pero luego los acabamos haciendo entre todos. Aprendimos mucho; el otro día, de hecho, en clase se enseñaba la anamnesis, una práctica médica muy básica, y le dije a Ángela: «Eso ya lo aprendimos en Chile»”, indica María con una sonrisa.

Las voluntarias de la UCV iban a la escuela de San Miguel el primer día “con muchas ideas sobre juegos y manualidades preparadas”. Al llegar, se percataron de que los diez alumnos que allí había “no tenían tiempo que perder con eso”, pues cada uno era de una edad distinta e iban “muy retrasados” respecto de los conocimientos que debían tener en sus respectivos niveles, explica María: “Algunos de los niños más mayores ni siquiera sabían leer. Por eso nos centramos en ayudar al profesor que tenían todos, que no daba abasto, para que pudiesen progresar”.

En la otra escuela de la isla, la de Nuestra Señora de los Ángeles, viendo lo que se estaba haciendo en San Miguel, solicitaron también la ayuda de las estudiantes de la UCV, apunta Noemí: “Era un colegio más grande y en cada curso solo había alumnos de dos edades seguidas. Tenían más profesores y nuestra tarea allí estuvo enfocada a animar a los niños durante el recreo, conversar con ellos, si alguno necesitaba contarnos algo que lo hiciera… También echábamos una mano en las clases de Religión y les hablábamos de Dios”.

Quedarse con el trozo “chamuscado” de carne

La presencia de lo divino no se ceñía a la escuela. Además de internacional, la misión en Quehui también era católica, como lo atestigua la labor que allí realizó el sacerdote valenciano Óscar Díaz, capellán del grupo. El carácter evangelizador de este voluntariado no dejó indiferente a ninguno de sus miembros. “Soy creyente, voy los domingos a misa, pero no estaba acostumbrada ni a ese nivel de oración ni a vivir la fe en comunidad. Respecto de lo primero, me gustaba mucho rezar por la noche, hacer el examen de conciencia. Me ayudó a aclarar ideas, porque en España no buscaba tiempo para estar en silencio e interiorizar. En cuanto a la oración comunitaria, me encantó vivir así la fe”, subraya Ángela.

“Servías de pilar a los demás, y los demás hacían lo mismo contigo. Si estabas mal otros se acercaban a animarte y apoyarte; cuando estabas bien, eras tú la que ayudaba a otros. Además, vivir en comunidad suponía cosas como compartir las tareas o servirte el último al repartir la comida, quedarte tú con el trozo chamuscado de carne”, añade.

En la misma línea, Noemí asegura que en Quehui entendió lo que decían las “pulseritas” que vendieron durante el curso en España con el objetivo de recaudar dinero para el proyecto: «Haz de tu vida una misión». “Eso es lo que me he traído de Chile, ponerme al servicio del otro”, afirma.

“Los voluntarios éramos como una familia y por eso resultaba tan impactante la soledad de muchas personas en la isla. Por eso, la misión ha hecho me dé cuenta especialmente de lo importante que es la compañía de los demás. Recuerdo un día que llamé a mi familia y le expliqué a mi padre la situación de abandono en Quehui, lo gratificante que era ver felices a los mayores solo con ir a charrar con ellos o que pudieran comer acompañados. Me contestó que esa constatación debía aplicarla al regresar a España. Inmediatamente pensé en lo importante que debía ser para mi abuela que yo pasase un rato en su casa. Con muy poco la podía hacer feliz”, incide María.

La soledad de la isla no solo era cuestión de compañía, matiza Noemí: “También lo era de carácter espiritual. En España, si me quiero confesar tengo una parroquia a dos minutos de mi casa, puedo tener director espiritual o ir a una Adoración. Allí es muchísimo más difícil todo eso, muchas veces imposible. Cuando volví a España fui consciente de que aquí hay acceso a todo y de nuestra necesidad de tener un montón de cosas. Me di cuenta de nuestra ansia de poseer, yo incluida, de comprar, comprar y comprar, cambiar el móvil cada poco… Allí con lo mínimo eran muy felices”.

“Si se va un día entero la luz en mi casa, estamos ante ¡el drama! En la isla, sin embargo, nos acostumbramos a vivir días enteros sin electricidad, o sin agua corriente, con lo que aprendí a darle la importancia justa a ciertas cosas, sobre todo a las materiales”, asevera María.

Volver sin haber vuelto del todo

Aunque parezca “raro”, en los primeros días tras su regreso a Valencia, Ángela encontraba “realmente extraño” tener una cama para ella, una habitación y un cuarto baño al lado: “Al volver aquí juzgas un poco a los demás sin darte cuenta. Vienes de un sitio donde hay gente que vive a oscuras en su casa y te parece una tontería que alguien se lamente de que se le ha roto la pantalla del móvil”.

Cuando llegó a España María recuerda, por su parte, que sus amigas “llevaban ya un mes con el ritmo de las vacaciones de verano, haciendo planes, saliendo de fiesta”… y todo ese “ruido” le chocó. Sin la misión en Chile habría sido “una más en todo ese barullo”, pero al volver de Quehui sentía “que no encajaba”. Había vivido una experiencia “muy intensa y profunda” que le había dejado “en shock”. Se la contaba a sus amigas y al principio le miraban “como diciendo «¿quién eres? ¿qué te han hecho?»”; poco a poco le fueron entendiendo. “Recomendaría al cien por cien a todo universitario que hiciera una experiencia de voluntariado internacional. Esto hay que vivirlo salga como salga”, finaliza.  

“Una de las cosas que me quedaron claras en Chile es que los planes de Dios no son nuestros planes”, expone Noemí, que pasó por algo parecido a lo de María en su vuelta a la normalidad: “Al llegar al sitio donde veraneo la gente me contaba las fiestas que se habían pegado y los ligues; y yo les hablaba de Quehui. Todas esas historias me resultaban vacías, no porque sea una flipada, sino porque en la misión me había estado alimentando de otras cosas. Por eso, desde que volví hay una pregunta que me ronda mucho en la cabeza: ¿De qué quiero nutrir mi vida?”.

Diseñada y coordinada por la Escuela de Voluntariado de la UCV, junto a la Universidad Católica de Ávila (UCAV), la misión en Quehui fue una de las ganadoras en 2019 del Fondo ICUSTA para Proyectos de Solidaridad “que no había podido llevarse a cabo todavía a causa de la pandemia”, explica la coordinadora de la misión por parte de la UCV, María Ángeles Benito, técnico de la Escuela.

En este proyecto de voluntariado internacional universitario, organizado en colaboración con la ONG Berit, participaron también cuatro alumnos de la UCAV, otros tres procedentes de las universidades de Valencia, Politécnica de Madrid y Autónoma de Madrid; y diez más de la Universidad Santo Tomás, de Chile.

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