¿Contradicciones en la imagen ganadora del World Press Photo? (Carola Minguet, Las Provincias)
Noticia publicada el
miércoles, 24 de abril de 2024
La foto adjunta es la ganadora del World Press Photo 2024. Aparecen Inas Abu Maamar y su sobrina Saly, de cinco años, quien murió, junto con otros cuatro miembros de la familia, cuando un misil israelí alcanzó su casa en la localidad gazatí de Jan Yunis el pasado 17 de octubre. El autor es Mohammed Salem, un palestino que acudió a la morgue del Hospital Nasser tras el ataque y que ha descrito la toma como un “momento poderoso y triste que resume el sentido más amplio de lo que estaba ocurriendo”. “La gente estaba confusa, corriendo de un sitio a otro, ansiosa por conocer el destino de sus seres queridos, y esta mujer me llamó la atención porque sostenía el cuerpo de la niña y se negaba a soltarlo”.
El jurado ha valorado el cuidado y respeto de la composición que ofrece, a la vez, “una mirada metafórica y literal sobre una pérdida inimaginable”. No obstante, quizás alguien quiera hacer una lectura política del fallo, lo cual resulta pobre, aunque este tipo de certámenes origine, con motivos, posturas encontradas. No significa ser antisemita reconocer sin paliativos que lo que sucede en Palestina es una tragedia. Podría haberse tomado una imagen de los ataques atroces de Hamás a Israel y sería igualmente un clamor ante la calamidad que vive Tierra Santa. Por eso esta fotografía es una denuncia justa, como lo fue el año pasado la que se tomó en la maternidad ucraniana de Mariupol o la del pequeño Alan, que nos despertó de la indiferencia ante el conflicto sirio cuando se le encontró ahogado en una playa en 2015. Es un icono, como otros habidos en la historia, que evidencia el fracaso de las justificaciones, en este caso, de una represalia brutal.
A lo mejor hay quien piensa también que estaba cantado que el premio de esta edición sería propalestino, jugando a las previsiones como si se tratara de las películas que van a los Óscar, lo cual es de una frivolidad lamentable. Y es que culturalmente nos movemos en esta categoría cutre, a la que no escapan el arte y el periodismo, maltrechos no sólo por el dinero, la ideología y las sombras de la conveniencia, sino por la superficialidad. Ahora bien, precisamente esta instantánea es valiosa, entre otras razones, porque escapa a dichas variables.
Así, el retrato evidencia la destreza técnica de su autor, pero, sobre todo, suscita preguntas cruciales en quien la contempla, como ha hecho tradicionalmente el arte. Por otra parte, lo dice todo eliminando lo anecdótico, lo que no aporta. Su enfoque es tan potente -una sábana envolviendo el cuerpo inerte de la niña; una mujer velada, capaz de sostenerse sin apoyar las rodillas en el suelo, que la abraza acariciando su cara sin vida- que nada despista, sobra o falta. Su narrativa, con apenas dos elementos, es absoluta. El autor ha conseguido rescatar lo auténtico del arte (su mirada trascendente) y del periodismo (comunicar la autenticidad de los hechos sin envoltorios ni negociaciones).
Al encontrarse con la imagen viene a la cabeza la Mater Dolorosa, tantas veces representada. Sin embargo, a diferencia de otras “piedades”, llaman la atención los cuerpos y los rostros tapados, una indefinición que abre a distintas lecturas, aparentemente contradictorias.
Una es que la falta de identidad puede entenderse como una deshumanización (la de la guerra, la de que es víctima el pueblo palestino, la de aquellos que están velados ante la iniquidad y la ignominia) o, al contrario, desde la humanización, esto es, como una invitación a empatizar con las víctimas -sean quienes sean- y, por otro lado, a abrirnos a la probabilidad de que cualquiera podemos vernos envueltos por el sufrimiento mayúsculo de la injusticia y del luto. Esta tesitura no es una exhortación a la neurosis, sino, más bien, a no vivir enajenados.
Resulta igualmente paradójica la reacción que despierta porque, al enfrentarte a la imagen (frágil y arrebatadoramente fuerte, llena de armonía, pero con una angustia desgarradora), brota un grito interior a la vez que te obliga a enmudecer. Frente a todo el ruido ambiental y mediático que ha despertado esta guerra (“palabras, palabras, palabras”, repetía Hamlet con desprecio) esta instantánea introduce en el silencio.
Hay un ensayista e historiador del arte francés, Didi-Huberman, que ha publicado trabajos sobre el Holocausto y opina que es una ofensa intentar representar la realidad del mal. Lanzmann, director del documental Shoah, tras diez horas de entrevistas a supervivientes afirmó que si un día se encontrará un metraje sobre los hornos crematorios él mismo lo destruiría. Tiene peso lo que sostienen, pero, a pesar de eso, las imágenes nos ayudan a pensar y a decir el mal. Esta foto se puede banalizar, pero también se puede llorar y rezar en la intimidad de la celda, de la casa, de la comunidad.
Finalmente, puede parecer incoherente que en su crudeza haya una belleza misteriosa, pero cuando el arte va más allá de la provocación, en la medida en que es un revulsivo que penetra la conciencia y el corazón, la belleza no sólo está en la imagen, sino en lo que mueve en quien la contempla; en este caso, le saca del hastío y le recuerda qué cosa tan difícil es ser un hombre. Puede pensarse incluso en el antagonismo de la obra -lo que aparece oculto y descubierto- pero la verdad es así: del mismo modo que el sufrimiento, resulta tantas veces inexpresable, irrepresentable, necesitada, a su vez, de las preguntas de quien se enfrenta a ella.
Por tanto, si hay oposiciones en la imagen ganadora del World Press Photo 2024, tienen sentido. La única contradicción que no se sostiene, ni se explica, que resulta insoportable, es que esta foto no cambie absolutamente nada.