¿Existe la educación neutral? II (Carola Minguet, Religión Confidencial)
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martes, 27 de febrero de 2024
La semana pasada, una sentencia del Tribunal Constitucional que concluye escolarizar a una niña en un colegio público (ante la disparidad de sus padres, se ha optado por este centro para procurar a la menor un “entorno de neutralidad”), fue el pretexto para detenerse en la división entre escuela pública y concertada. La idea era tratar de mostrar que la educación no es ni puede ser neutral. Si se lleva la reflexión a un plano antropológico, aún resulta más evidente la argucia. Ciertamente, el planteamiento requeriría un análisis amplio y profundo, pero la premisa que muestra que este sofisma se cae a trozos es clara: la educación es personal, la persona no es neutral, de modo que la neutralidad educativa es imposible.
Así, es verdad que la instrucción es muy importante (no hace falta acudir al Informe PISA para comprobar lo desastroso que ha resultado minimizarla) y no precisa del encuentro personal. ¿Podemos instruirnos viendo un tutorial de Youtube o leyendo un libro? Sí, claro; y no tenemos presente a la persona, aunque, obviamente, lo ha grabado o escrito alguien. ¿Y si lo hiciese una inteligencia artificial, podríamos instruirnos? Si el contenido es correcto, sí; y no hay ninguna persona detrás. Sin embargo, a los seres humanos no nos basta con adquirir saberes, ni siquiera nos es suficiente con vivir: necesitamos saber manejarnos con el conocimiento y queremos vivir bien, a diferencia de una planta o de un rinoceronte. No tendemos, por tanto, a algo neutro, sino a aquello que se ajusta a lo que nos completa y perfecciona.
Es decir, somos seres insuficientes, indigentes tal y como venimos al mundo. Además, nuestra naturaleza no se desarrolla por el mero hecho de inclinarnos hacia un bien, pues no cualquier bien al que propendemos nos completa. O, dicho de otra manera, hay bienes aparentes y bienes reales. Esto se ve, por ejemplo, con el sustento: tendemos a comer y a beber, pero no nos hace bien cualquier alimento, ni en cualquier cantidad, ni en cualquier momento. Si nos ponemos a valorar una meta existencial, la cosa se complica: si es la diversión o ganar dinero, cuando llega la enfermedad y la muerte ¿qué hacemos? Por tanto, aquello que nos completa o mejora hay que discernirlo. Urge acertar. Y aquí entra la educación.
Asimismo, desde esta perspectiva se hace necesario el docente, que ha de conocer y haber experimentado cuáles son los bienes reales para poder proponerlos a sus alumnos. Por eso no debe ser sólo un transmisor de conocimientos, sino un maestro; además de tener las destrezas propias de su área de conocimiento, ha de participar también de la sabiduría, en alguna medida.
Habrá quien alegue que este argumento es una suerte de idealismo, incluso con barniz confesional, pero lo que no se puede negar es que un profesor, aunque quiera limitarse a transferir conocimientos, transmite también una manera de ser. De hecho, creo que a esto se le llama currículum oculto en el argot pedagógico actual: su modo de comportarse, de mirar, de hablar, de sonreír… educa, o no. Igualmente, aunque ahora no hay plan de estudios en un colegio público, privado o concertado que no trabaje la formación en valores, es difícil disentir de que al alumno le llegan, fundamentalmente, aquellos que percibe en su profesor.
Pongo un ejemplo. En el top ten de estos valores está la tolerancia (aunque me provoca cierto recelo; cuando alguien alardea de tolerante me pongo a temblar, pues, so pretexto de tolerancia, se suele ser inquisitorial o muy políticamente correcto). Está bien educar en el respeto, evidentemente y demagogos aparte. Ahora bien, ¿qué le llega al alumno, que el profesor le dé la chapa con definiciones recogidas en un manual o su manera de afrontar la diversidad en el aula?
Por cierto, un amigo me dijo el otro día que los italianos se refieren a la intolerancia con otro sustantivo y con otro sentido. En castellano tiene una acepción intelectual: no aceptar o no comulgar con determinadas ideas. Sin embargo, en el país vecino emplean el término insofferenza con una connotación mucho más vital: “me cuesta aguantarte”, “me molesta sufrir que seas de determinada manera”, “no te soporto”. Visto así, un profesor que atiende a un niño o a un joven difícil, tiene tolerancia con él. Eso no quiere decir que le admita todo, obviamente; lo corregirá, pero lo acogerá. Y esa acogida le calará, a diferencia de los decálogos de ciudadanía que se meten con calzador en las escuelas.