Reflexiones de un arzobispo emérito (Cardenal Antonio Cañizares, La Razón)

Reflexiones de un arzobispo emérito (Cardenal Antonio Cañizares, La Razón)

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El lunes pasado, fi esta de santo Tomás de Villanueva, mi gran maestro como Obispo, después de Jesús, el Buen Pastor, Pastor único y guía de nuestras almas, se hicieron públicos mi renuncia a la Sede levantina y el nombramiento del nuevo Arzobispo de Valencia.

Pasaba a ser Arzobispo Emérito y se me nombraba Administrador Apostólico de la Diócesis, con los derechos, funciones, competencias, y facultades de los Obispos diocesanos.

Una nueva etapa en mi vida ministerial. Hacía ocho años del inicio de mi ministerio en Valencia. Y lo que puedo decir es aquello de San Pablo, que no he corrido en vano, que he librado bien el combate de la fe en Valencia frente a la indiferencia, la apostasía o el increencia, que he llegado hasta la meta; han sido ocho años de trabajo, de ilusiones, de esperanzas. En este tiempo, os lo confieso, he palpado la inmensa bondad de Dios con la que Él nos quiere; esa bondad misericordiosa no me ha dejado nunca abandonado, aunque yo no le haya sido fiel en toda ocasión, y aunque no le haya correspondido, en mi torpeza y pecado, a su amor y su gracia. No olvido, no podemos olvidar sus inmensos beneficios que aquí, en estos años, Él, por su infinita bondad, ha derramado en favor nuestro. Quisiera que esta alabanza, penetrada de alegría por el reconocimiento del inmenso amor con que Dios nos ama y tan generosamente nos muestra, fuera gozo y reposo sosegado en Él, proclamación de su grandeza y de su largueza, sencilla confesión de fe de su gloria y de las maravillas que Él realiza, y adoración humilde por la gracia y la ternura de las que Él colma a sus criaturas.

Agradezco, con toda mi alma, que os unáis en esta acción de gracias. Solo no puedo ni debo hacerlo. Además de que soy muy pobre para dar gracias en solitario y estoy necesitado de la misericordia divina, es que Dios, en su infinita benevolencia, os ha asociado a mí, y no puedo nada sin vosotros: os necesito para dirigirnos juntos a Él en comunión profunda.

Ministerio episcopal que un día Él me confió en la Iglesia y por la Iglesia, por el que se nos hace presente y visible de modo sacramental y misterioso en la fragilidad de quienes Él ha querido elegir quedarse con nosotros, en la Eucaristía, que es Él mismo; y en el sacerdocio de los apóstoles transmitido al Colegio episcopal.

Como os decía antes, han sido años muy intensos, de inmensos dones de Dios, que sólo Él conoce y que no soy capaz de explicar, porque nos sobrepasan y desbordan. Con la Virgen María, llena de gracia y medianera de todas las gracias, quiero cantar un «Magníficat» que no tenga fin, y proclamar con Ella la grandeza del Señor, porque ha mirado mi humillación, mi debilidad, mi bajeza y humildad y porque su misericordia es eterna de generación en generación.

Y cuando, al final de estos años pienso en todo esto, me horrorizo de meditar en el peligro de que alguna vez, por falta de consideración o por estar absorto en cosas vanas, me olvide del amor de Dios y sea para Cristo causa de vergüenza y oprobio. Bien sabe Dios - y lo digo con humildad- que no me he reservado nada, que me he gastado y desgastado sencillamente por la Iglesia, a veces hasta la extenuación.

Y esto no por mérito mío, sino porque Él ha tenido conmigo mucha compasión y misericordia y ha venido en mi auxilio. Todo es gracia suya; todo lo bueno que haya en estos años y sé que ha sido mucho- es suyo. Las torpezas, errores y debilidades, sin embargo, míos.

Soy testigo, como María, o como santo Tomás de Villanueva, de que todo es gracia de Dios, un verdadero derroche de su gracia, de que Él lo obra todo en todos y toda capacidad y suficiencia viene de Él, de que su gracia trabaja siempre y de que la fuerza se realiza en la debilidad. No puedo, en efecto, ni me toca otra cosa sino presumir de mi debilidad. Que Dios mire compasivo mi pecado, que venga en mi ayuda y me salve, ya que sin Él no puedo hacer nada.

Soy testigo de la verdad de las palabras de san Pedro: «Dios ha tenido y tiene mucha paciencia conmigo, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos, yo el primero, se conviertan».

Eso es lo que me pide: que me convierta, que vuelva, con el auxilio de su gracia, sin cesar a Él, y que desaparezca de mi vida lo que es realidad caduca y muerta, para que se torne santa y piadosa. Como he dicho en estos días, el tiempo pasado entre vosotros y con vosotros lo pongo en manos de Dios y lo dejo a su juicio, que siempre, espero, será un juicio verdadero y justo, y en ningún momento dejará de ser misericordioso.

Acudo a Él rico en clemencia y perdón para los pecadores para que se compadezca de mí y de mis infidelidades ante tanto amor suyo en estos años. Confieso que, más allá de las sombras, infidelidades, torpezas y pecados propios, abunda más la gracia del Señor, a través de caminos insospechados y sólo conocidos por Él. Así Él ha podido lucirse en mi persona y en mis obras. De Él me he fiado, y con la fuerza de su Espíritu Santo, confío en fi arme siempre para no hacer otra cosa que su voluntad, como reza mi lema episcopal, o mejor aún, como responde la Virgen María a la petición de Dios: «¡Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra!» Asociados a mi acción de gracias y a mi súplica de perdón, permítanme ahora que con todo mi corazón exprese mi más hondo agradecimiento.

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