Distorsión y silencio en Navidad (Carola Minguet, Religión Confidencial)
Noticia publicada el
martes, 26 de diciembre de 2023
La misión fundamental del periodismo es contar la realidad tal cual es y tan pronto acontece, de modo que, si a este oficio le corresponde reconocer los hechos como son e informar sobre ellos, resulta pertinente referirse al suceso más relevante que sobreviene estos días, que es la Navidad.
Es verdad que la Navidad es una realidad que se nos ha robado al haber hecho de ella un comercio a todo nivel, generando una confusión absoluta. Un ejemplo es que le precede el Adviento y ya no hay Adviento, pues durante las semanas que lo conforman los centros comerciales están saturados de luces, adornos, dulces, ofertas por el Black Friday (que dura un mes) ... y es precisamente por la razón enunciada: cuanto antes se adelante, más caja se hace. El dinero ha sepultado el misterio.
Así pues, no es que la sociedad haya silenciado la Navidad, sino que se trata de algo peor: la ha distorsionado por completo. Porque cuando algo se silencia está latente; muchas realidades, aunque sean mudas, son patentes y evidentes porque se expresan de otro modo. El silencio también es una palabra y una comunicación. Hay verdad en el silencio. Sin embargo, la Navidad se ha transformado en una fiesta externa (anclada en lo exterior), superficial, surrealista incluso. Y ahí no haces pie.
Esto explica que haya gente que no la soporte, pues se ha reducido a estereotipos frágiles y autorreferenciales, sin solidez. Y es que subrayar expresiones de estima, cariño, unión, jolgorio… que evidentemente están muy bien, si se proponen con una base solamente humana, hunden en la miseria a tantas personas que nos las reciben o no saben percibirlas. De hecho, en estas fechas se disparan las depresiones y hasta los suicidios. Es decir, además de por el negocio, la Navidad también se ha adulterado porque se ha disfrazado de una realidad que no salva: una pretendida felicidad que comienza con el hombre y con el hombre termina.
Sin embargo, esta desfiguración no cambia la verdad, que es la que es; no anula un acontecimiento tan sencillo como profundo y es que Dios ha visitado la Tierra para posibilitar que el hombre pueda llegar al Cielo. Ha entrado en la historia para poder redimir la historia. Por eso la Navidad apunta a la Pascua y la Encarnación a la Resurrección. Ahora bien, ¿reconocemos que necesitamos ser salvados?
Si uno se para a mirar, objetivamente estamos en una situación que clama salvación. El mundo está hecho un guiñapo: hay guerra, soledad, injusticia, maltrato, angustia, abandono, caos, división incluso dentro de la Iglesia. Enajenación. Sólo nos faltaba que la inteligencia artificial se dedique a predecir cuándo nos vamos a morir, como escuchaba el otro día en la radio. Para decirnos lo que ya sabemos no necesitamos la inteligencia artificial, y para dotar de sentido a la muerte, que es donde se explica la vida, ni ahora ni nunca llegarán los algoritmos.
Lo que pasa es que aceptar que necesitamos ser salvados pasa por asumir que no somos autosuficientes y tenemos una gran dificultad para ello, no sólo por la soberbia, sino por razón de una sedación generalizada: una sociedad en la que se comercializa con todo ha narcotizado la conciencia, ha anestesiado el corazón y ha omitido las grandes preguntas existenciales porque no interesa plantearlas, pues son dinamizadoras (ponen en camino), sacan de uno mismo (en la medida en que uno solo no encuentra las respuestas) y liberan de la manipulación.
Ahora bien, que estén acalladas estas preguntas no significa que no puedan aflorar en el hombre y que, cuando así ocurre, lo despierten.
Así ocurrió en un pueblo enclavado en los montes de Judea hace dos mil años. Algunos de sus habitantes, entre ellos pobres, desahuciados, proscritos, marginados, se vieron interpelados por un ángel y se pusieron en marcha, aunque fuera de noche. Llegaron a una cueva donde una doncella acunaba en sus brazos a un recién nacido. El Niño les respondió en silencio. Y su Madre les consoló, también en silencio.