Genealogía sostenible (Carola Minguet, Religión Confidencial)

Genealogía sostenible (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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Escribir sobre la maternidad subrogada es un problema porque está todo dicho. Llueve sobre mojado. De hecho, el papa, en el tradicional discurso de comienzos de año ante el cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, ha pedido a la comunidad internacional su prohibición universal alegando que se trata de una práctica “deplorable”, que “ofende gravemente la dignidad de la mujer y del niño”, basada “en la explotación de la situación de necesidad material de la madre”. 

Sin embargo, nunca está de más recordar lo que es verdadero, porque la verdad siempre ayuda, porque la verdad siempre alimenta. Así, lo primero en lo que vale la pena insistir, aunque sea obvio, es que se viene al mundo en el contexto de un abrazo íntimo entre un hombre y una mujer, que es un escenario no sólo natural, sino amoroso. Lo demás es artificial, y con los seres humanos no caben los artificios.

En este sentido, la maternidad subrogada es un experimento que afecta nada más y nada menos que a la génesis, a la genealogía de las personas, y sus consecuencias no las podremos comprobar hasta que pasen cuarenta o cincuenta años. Hay medicamentos con más margen de supervisión y verificación.

No obstante, más allá de los efectos (a los que se alude no por utilitarismo, sino porque quien no ve, ya verá) resulta claro que jamás deberíamos habernos embarcado en esta práctica ni seguir en ella, que además de peligrosa resulta incoherente. Es un contrasentido que se apueste en nuestros días por lo sostenible y se aparque la defensa de la sostenibilidad humana. 

Así, siguiendo este nuevo lenguaje -que no me convence, por estar de moda- cabría abogar por una genealogía sostenible. Eso es lo que necesitamos. Desde el principio hasta el final. Quizás desde dicho concepto en boga puedan ponerse entre paréntesis éste y otros ensayos, que tienen que ver, además, con deseos mal enfocados, a veces infantilizados. Y es que los adultos sabemos que no todos los deseos hay que secundarlos. Nos hemos arrepentido de la satisfacción de muchos de ellos.

Comprendemos que hay empeños que, de hecho, es preciso combatir. Así, aunque favorecer o desechar anhelos pide un ejercicio de discernimiento, y mucha gente no sabe lo que significa porque el bien y el mal son categorías que han pasado a mejor vida, es de cajón considerar que, si un afán conlleva experimentar con la vida humana, no es de recibo. Que, si contraviene la naturaleza y la historia, no merece ser satisfecho. Blanco y en botella.

Por otro lado, muchas veces este deseo de tener un hijo nace de una idea de paternidad o maternidad edulcorada, idealizada, centrada, por ejemplo, en el cortoplacismo de la crianza (que, por cierto, pasa volando). Cada hijo es un don y un sacrificio. Un regalo y una cruz. Y su educación una misión apasionante, pero sufriente. El bebé que embelesa y cautiva, que se ansía y tanto necesita de sus padres, no sólo caerá enfermo, tendrá problemas, dará disgustos… sino que crecerá y les dejará claro que no les pertenece, como hemos hecho todos. 

Esto nos lleva a otra cuestión, también más que trillada, pero absolutamente certera: los hijos no son un derecho. Es una mentira que se nos ha colado. Las personas no tenemos derecho a tener personas. Tenemos la gracia de recibirlas, amarlas, custodiarlas… y de dejarlas libres.  

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