La banalidad del mal en la digitalización extrema (José Manuel Pagán, Las Provincias)
Noticia publicada el
martes, 30 de abril de 2024
“¡Qué locura tan grande, pobres ciudadanos! ¡No os fieis del caballo!”. Esta fue la advertencia que Laocoonte hizo a sus conciudadanos de Troya cuando recibieron, como un regalo, el gran caballo de madera que los griegos habían dejado, supuestamente como ofrenda, a las puertas de la ciudad, y que relata Virgilio en La Eneida. Lo que sucede a continuación ya lo conocemos, Laocoonte demuestra que el gran caballo estaba hueco y advierte del engaño, pero de nada sirvió, el pueblo no solo creyó que, en efecto, se trataba de una ofrenda, sino que justificó la muerte violenta de los dos hijos de Laocoonte por el ataque de dos grandes serpientes marinas, y del propio Laocoonte -muerto al intentar socorrer a sus hijos- como un castigo de los dioses por haber dudado éste de la bondad del caballo.
Así las cosas, introdujeron el caballo en la ciudad y lo consagraron a la diosa Atenea. Al introducir el caballo en la ciudad, condenaron a su pueblo a la destrucción. Llegada la noche, los soldados aqueos, que estaban escondidos en el interior del caballo, salieron y abrieron las puertas de la ciudad, permitiendo así que los soldados que estaban escondidos a las afueras, invadieran y destruyeran la ciudad de Troya.
Dicho lo cual, ¿vamos a abrir -o a mantener abierta- la puerta de la ciudad de nuestros niños y jóvenes al “caballo de Troya” de una digitalización invasiva y descontrolada que acabe por digitalizar toda su vida?
Debemos responder frente a la estrategia de quienes, a través de una multitud de atractivos servicios y aplicaciones, buscan el acceso directo y permanente a los hábitos y la personalidad de nuestros niños y jóvenes, con la finalidad de digitalizar sus vidas, conscientes de que su modelo de negocio y con ello una gran parte de sus ingresos, dependen de su capacidad para predecir y modificar los comportamientos humanos, especialmente de quienes son más vulnerables -niños y jóvenes-. Esto explica, entre otras cuestiones, que fomenten que los libros electrónicos se vendan por la mitad de lo que cuestan sus ediciones impresas, más allá de la reducción de costes, o que se facilite el acceso por parte de los colegios a dispositivos electrónicos para utilizar en el proceso de aprendizaje.
Urge desarrollar un humanismo tecnológico que nos ayude a establecer límites al proceso de digitalidad en el que estamos inmersos y que busca reducir la realidad a lo digital. Conviene preservar de la digitalización distintos ámbitos de la vida humana que es bueno mantener en el mundo analógico. De especial protección debe considerarse la educación, en sus distintos niveles, también la Universidad. No tengamos miedo a generar en nuestras universidades, espacios libres de interrupciones tecnológicas, conscientes de que debemos aspirar a que nuestros estudiantes alcancen la capacidad para pensar profunda y creativamente -algo que difícilmente se consigue cuando estamos en permanente modo multitarea- que les permita desarrollar el pensamiento crítico, el análisis inductivo, la imaginación y la reflexión. Todo este proceso requiere de atención, esa atención que para Simone Weil consistía en “suspender el pensamiento, en dejarlo disponible, vacío y penetrable al objeto”, algo casi sagrado, que la economía de la atención, que hay detrás del fenómeno de la digitalidad, quiere arrebatar a nuestros jóvenes, generando en ellos un estado de alerta, mantenido mediante notificaciones, que aspira a ser permanente.
Si nos mostramos impasibles frente a esta estrategia que busca generar en los jóvenes dependencia, como un producto de laboratorio, a través de numerosos interfaces y servicios que condicionan su comportamiento digital, estamos banalizando el mal, siendo cómplices del mismo. En definitiva, llegamos a hacer el mal pensando objetivamente que hacemos un bien, esto es, facilitamos el acceso de niños y jóvenes a un medio como la Red, programado para dispersar su atención de manera exhaustiva e insistente; potenciamos la digitalización de sus vidas, creyendo que es una oportunidad para su desarrollo y obviando las consecuencias nefastas que la digitalidad lleva consigo; nos dejamos llevar por una corriente dominante que busca implantar un ecosistema de tecnologías de la interrupción.
Esta actitud sumisa, complaciente con el mal y que tiene su origen en una falta de reflexión, de pensamiento nos lleva a banalizar el mal, en los términos que desarrolla Hanna Arendt en su libro Eichman en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal. Recordemos, Eichman es un burócrata del régimen nazi, una persona “normal” que nunca se sintió responsable ni culpable de las atrocidades cometidas durante el régimen nazi; al contrario, siempre se mostró orgulloso por haber cumplido con lo que se esperaba de él. En definitiva, su falta de reflexión, su falta de pensamiento la convirtió en una persona fácilmente manipulable y con tendencia a una peligrosa locura moral.
Es tiempo de despertar del letargo, no para rechazar la digitalización sino para transformarla en su naturaleza y reclamar un humanismo digital que respete nuestra condición humana.
“¿Qué es una batalla perdida? Una batalla que uno cree haber perdido” (Isaiah Berlin, El erizo y el zorro).