La inutilidad de las enseñanzas artísticas (Carola Minguet, Religión Confidencial)
Noticia publicada el
martes, 18 de abril de 2023
El Consejo de Ministros ha aprobado el proyecto de ley de las Enseñanzas Artísticas Superiores (conservatorios de danza y música, y centros de arte, diseño y conservación), que plantea un marco normativo básico para equipararlas a las universitarias. No voy a entrar en el texto ni en el tira y afloja entre el Consejo de Universidades y la Conferencia de Decanos de Bellas Artes. Tampoco quiero recelar de los sistemas de calidad universitarios. Estas líneas son, sencillamente, para añorar la presencia (real) de estas disciplinas en cualquier etapa formativa. Para defender su inutilidad.
Kakuzō Okakura, en El libro del té, propone imaginar al primer varón que cortó una flor y se la ofreció a su amada. En ese acto, dice, el hombre primitivo se eleva sobre la bestia. Saltando sobre las necesidades burdas de la naturaleza, se hace humano. Percibiendo la utilidad de lo inútil, entra en el reino del arte. Se ha discutido mucho acerca de qué es lo esencialmente humano. Indudablemente, un rasgo es este aprecio por lo inútil, por lo que no nos procura sustento, refugio o beneficio, sino que nace de una pulsión por lo bello y se traduce en un gesto gratuito. Es decir, una acción tan sencilla como la que señala el autor japonés nos revela como humanos porque, de alguna forma, transparenta el alma. Un alma que nos distingue de los animales (asumo el charco en el que me meto) y que se recrea en la gratuidad y en la belleza.
El problema es que todo esto no parece dar ninguna ventaja competitiva. De hecho, si un egresado en Derecho llegara a una entrevista de trabajo en un bufete de abogados y, al ser preguntado sobre sus aptitudes (soft skills se dicen ahora), adujera ser especialmente sensible al alma, así como a sus movimientos, seguramente lo mirarían alucinados. Más aún, si afirmara con rotundidad que lo que verdaderamente merece la pena en la vida es irremediablemente inútil, igual le vetaban la entrada. Sin embargo, es la pura verdad. Además, da un valor curricular a quien está convencido de ello. Aludo a un argumento que escuché recientemente a José María Contreras en una conferencia para tratar de explicarlo…
Si bien hay unanimidad en que, en pocos años, casi todo se va a hacer con inteligencia artificial, los trabajos que queden reservados para los hombres serán los que precisen de aptitudes incondicionalmente humanas. Y nada prepara más en humanidad que el arte, la literatura o el pensamiento. En su opinión, cuanto más humano sea alguien (esto es, cuanto menos maquinal) más posibilidades laborales tendrá. Igualmente, el joven profesor sevillano alertó de la trampa de aquellos estudios focalizados en técnicas y competencias. El mundo es turbulento, incierto. Si te preparas de una manera constreñida para un desempeño muy concreto, ¿quién te dice que en unos años seguirás siendo necesario? Si te conviertes en un instrumento, puedes quedar obsoleto. Y los objetos trasnochados van al vertedero o se reciclan en el mejor de los casos. Por otro lado, ¿cómo prepararse para un oficio del mañana, si no sabemos qué va a deparar el futuro?
Por eso lo artístico, como lo humanístico, siempre da una ventaja educativa fundamental, precisamente porque parte de la inutilidad. Además, no está reservado a determinadas titulaciones; una ingeniería puede incluirlo, como también Medicina, Magisterio, Arquitectura. Cualquier grado.Tampoco es exclusivo del universitario pues, quien esté dispuesto a perder (o ganar, según se mire) el tiempo, puede acceder a un conocimiento gratuito que trasciende los libros y los museos. De hecho, tanto los primeros como los segundos son plataformas, vías de acceso, que incluso pueden resultar inoperantes si sólo llevan a engordar la razón y no conmueven el corazón. Si no te abren a la belleza resultarán en vano. Porque la belleza activa la trascendencia. Nos lleva a reconocer que no somos de aquí.
Les dejo, al respecto, uno de los fragmentos más veraces de El despertar de la señorita Prim:
«Me han dicho que valora usted la delicadeza y que añora la belleza -continuó el anciano-. Busque entonces la belleza, señorita Prim. Búsquela en el silencio, búsquela en la calma, búsquela en medio de la noche y búsquela también en la aurora. Deténgase a cerrar las puertas mientras la busca, y no se sorprenda si descubre que ella no vive en los museos ni se esconde en los palacios. No se sorprenda si descubre finalmente que la belleza no es un qué, sino un quién».