La LOSU, el debate y las temáticas de especial trascendencia (Carola Minguet, Religión Confidencial)

La LOSU, el debate y las temáticas de especial trascendencia (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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Horas después de que un numeroso grupo de profesores y catedráticos firmara una carta en contra de la LOSU, ante la enmienda que PSOE y Unidas Podemos han aceptado transaccionar con ERC, Junts y Bildu para proponer como “nueva función fundamental” del claustro “analizar y debatir temáticas de especial trascendencia”, el Ministerio de Universidades ha justificado que la decisión recaerá en el Senado. No sabemos cómo acabará el asunto, pero, dejando al margen tejemanejes partidistas, invita a la reflexión sobre la naturaleza universitaria. La polémica suscita, al menos, dos preguntas: ¿Es lícito debatir en el aula contenidos políticos? ¿Caben en la Universidad posturas colectivas ante los mismos?  

Respecto a lo primero, la historia certifica que debatir ha sido el modus operandi de la Universidad desde sus inicios en el siglo XII. Ahora bien, consistía en la correcta argumentación, mediante la defensa persuasiva de cada aspecto de un problema (de cualquier índole), para buscar una solución al mismo. De hecho, aquí se encuentra el origen del razonamiento escolástico, pero también de la división que hoy realizamos entre estudios superiores y no superiores, pues sólo obtenía su licenciatura el alumno capaz de dirimir un conflicto satisfactoriamente ante un tribunal. Previamente, asistía a conferencias y era instruido en la disertación sobre textos clásicos. Progresivamente, los maestros fueron incluyendo una serie de cuestiones que el joven debía resolver con ayuda del pensamiento lógico y, con el paso del tiempo, estas preguntas desplazaron en lo esencial a los comentarios. “Nada que no haya sido masticado por los dientes del debate, puede llegar a conocerse perfectamente”, dice Robert de Sorbon. Con este sentido se sometía cualquier caso a este proceso de masticación, que no sólo avivaba el ingenio y la precisión del pensamiento, sino que desarrollaba ese espíritu crítico y esa duda metódica a la que tanto deben la ciencia y la cultura occidentales. Además, a los docentes los avalaba su competencia en el canon de grandes obras de la civilización occidental, lo que da cuenta tanto de la amplitud de conocimientos como del compromiso con ciertos principios de la vida universitaria.    

De este modo, las universidades, antes si quiera de establecerse en campus determinados (las de París y Bolonia se conformaron como escuelas catedralicias, las de Oxford y Cambridge lo hicieron como reuniones informales entre maestros y alumnos) eran sobre todo un encuentro entre el cuerpo docente y los estudiantes donde unos y otros se invitaban a apasionarse por el conocimiento que respalda las propias ideas (sin lo primero, no pueden darse las segundas) y a defenderlas desde el respeto al contrario (faltar al mismo no tenía cabida en la Academia).    

Atendiendo a lo segundo, la cuestión no es si las universidades están o no legitimadas para tener pronunciamientos políticos conjuntos, sino sobre qué asuntos. Evidentemente, puede haber criterios morales compartidos que afecten a la esfera política; de hecho, la Ex Corde Ecclesiae advierte de que, en temas que afectan a la dignidad de la persona, los universitarios deben pronunciarse a nivel comunitario. ¿No deberían haberse unido en Alemania contra las maniobras racistas de Hitler? ¿No estaría bien que se manifiesten ahora frente a las barbaridades del transhumanismo o de los infanticidios? Son consultas que atañen a la conciencia y, confinarlas al ámbito individual, es un engaño liberal que reduce la moral a una suerte de elección personal. Otra cuestión es qué tesis se quieren exponer en determinados centros o comunidades autónomas, si son contingentes, si merecen contestación institucional. Pero, precisamente porque no está todo en el mismo orden de certidumbres, conviene desmarcarse de planteamientos que simplifican.   

“Lo que uno ha descuidado en lo referente a sus músculos aún puede recuperarlo algún día, mientras que el impulso intelectual, la capacidad de captar el espíritu, tan sólo se adquiere en los decisivos años de la formación”, escribe Stefan Zweig en El Mundo de ayer, un libro donde este judío nacido en Viena narra cómo Europa se desgarró en dos guerras fratricidas, el enfervorizado triunfo de la brutalidad de las ideologías del que fue testigo y víctima. Justamente la vida universitaria consiste, entre otras cosas, en aprender a expandir el alma a los cuatro vientos para poder ser capaz de resistirse a la hecatombe moral que vivió su generación y que amenaza cíclicamente a los pueblos.    

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