La Navidad es tiempo de paradojas (Carola Minguet, Religión Confidencial)

La Navidad es tiempo de paradojas (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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La Navidad es tiempo de paradojas. Cada vez empieza antes en el Corte Inglés y desde noviembre se invaden las calles y locales de perifollos decorativos, pero casi nadie sabe ya qué es el Adviento ni qué se celebra en Nochebuena. No hace tanto, cualquier agnóstico o ateo conocía la historia de la familia de Nazaret, los pastores, los sabios de Oriente y el rey Herodes. Pero hoy los niños se visten de ángeles y piensan que son hadas, cantan villancicos en los festivales del colegio ignorando quién es esa virgen que peina sus cabellos y tiende en el romero.  

«No hay rastro de la inmensa debilidad de la modernidad que sea más sorprendente que esta disposición general para mantener las viejas formas, pero informal y débilmente», decía Chesterton a este propósito. «¿Por qué tomar algo que solo tenía la intención de ser respetuoso y preservarlo irrespetuosamente? ¿Por adoptar como propio algo que fácilmente se podría abolir tachándolo de superstición y en cambio perpetuarlo cuidadosamente como aburrido?». Una de las razones es la compulsión consumista que nos gobierna en cualquier época y que ha llevado a convertir el Black Friday en una suerte de epifanía.  Pero que sea el centro de las fiestas, como señaló este autor, «devora el corazón de algo, dejando al mismo tiempo el cascarón pintado».  

Otra contradicción es el esfuerzo social por procurarnos sentimientos dichosos en estas fechas, cuando precisamente suscitan lo contrario en tantas personas que están deseando que pasen. No me refiero a la angustia natural de quienes se sienten enfermos, solos o añoran a sus fallecidos; tampoco al rebote ante la obligación de impostar felicidad (el postureo desmorona anímicamente a cualquiera). Se trata de la fragilidad de los lazos afectivos que se evidencian a veces en las reuniones de estos días, en las que en lugar del encuentro se da el conflicto debido a la soberbia de unos, la indiferencia de otros, a las vendettas personales que intimidan torpemente en torno a la mesa. No tiene sentido preparar la casa y no disponerla para una acogida real. Es como poner luces en el árbol y que estén fundidas.  

Los niños son quienes más sufren ambas paradojas. Atiborrados de anuncios y de películas infumables, se sorprenderían si les dijeran que el espíritu de la Navidad no es un elfo, sino que tiene que ver, más bien, con el martirio de los inocentes. Porque la humildad, la alegría, la gratitud, la ternura, el temor reverencial que provoca contemplar al recién nacido en brazos de su madre no excluye la vigilancia y el drama que encierra que Dios se haya hecho hombre. Les encantaría saber que se puede santificar la costumbre del regalo que los anuncios de televisión y los catálogos de juguetes han dinamitado. También descansarían al ver relacionarse a sus mayores pasando por alto roces que no llevan a nada (permítanme un inciso: antes de que existiese la Nintendo Switch, con la que se les confina antes de sacar los postres, la mesa era un medio tradicional para educar a los pequeños en lo que conviene decir, pero, sobre todo, en el arte de saber escuchar). Mejor aún. Si se diera la reconciliación justamente cuando menos la esperan, quién sabe, podría abrirse el cielo para ellos. Y es que si algo puede llenarles de esperanza no es la lotería, sino saber que hay una vida sobrenatural. Y el perdón habla de esa vida que inauguró una doncella de Nazaret en las montañas de Judea hace dos mil años.  

Por eso la Navidad no nos hace volver la cabeza hacia los escaparates ni los alumbrados. O al revés: los escaparates y los alumbrados nos desvían del acontecimiento. Es más bien algo que nos sorprende en la cueva que hay escondida en nuestro ser, como lo que algunas veces hace inclinar nuestra mirada a lo pequeño y a los pobres. La Navidad es tiempo de paradojas. Está en la noche que irradia la luz. En el portal donde la breve ternura que hay en nosotros se hace eterna. 

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