La nueva Notre Dame: un valor espiritual sustituido por la relevancia patrimonial (Catalina Martín, Artículo 14)
Noticia publicada el
sábado, 7 de diciembre de 2024
Cuando en 1163 se empezó a construir la Catedral de París, Notre Dame, las invasiones de los pueblos del norte y el feudalismo habían ido desapareciendo. Tampoco la incertidumbre ante un posible fin del mundo -conocido como Terror Milenario- estaba ya presente. Había resurgido el comercio y las ciudades. Ya no dominaba, por consiguiente, la estética de iglesias militantes de décadas precedentes. Cuarenta años antes el Abad Suger había impulsado en Saint Denis un nuevo modelo de construcción -que hoy conocemos como Gótico- y que se fundamentaba en la luz como nueva forma estética que debía regir los proyectos arquitectónicos.
La estética de la luz se basaba en la concepción de las iglesias como nuevas Jerusalenes Celestes, como espacios donde Cristo se hacía presente en esa misma luz y a través de la cual los fieles podían relacionarse con él. Así podía leerse en el Apocalipsis, 21: “Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían dejado de existir. Vi además la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, procedente de Dios, preparada como una novia hermosamente vestida para su prometido”.
La construcción de Notre Dame simbolizaba la llegada de un tiempo nuevo, una nueva era de prosperidad. Los arquitectos e ingenieros del gótico tuvieron que trabajar arduamente para encontrar un lenguaje plástico que les permitiese crear la morada de Dios en la tierra. Gracias al uso de un complejo y arriesgado sistema estructural formado por bóvedas de crucería, arcos apuntados, arbotantes, pináculos y contrafuertes, se logró levantar una catedral de 32 metros de altura que permitía crear un espacio lleno de luz. Una construcción audaz que permitía, a través de sus enormes ventanas y vidrieras, cumplir los nuevos preceptos estéticos.
Siendo yo estudiante Erasmus en La Sorbona visité no pocas veces Notre Dame. Se mantenía ese espíritu, aunque el turismo comenzaba ya entonces a hacer estragos por cuanto no siempre era posible el recogimiento necesario para vivir la razón por la que fue construida.
Cuando en 2019 se incendió, el mundo enmudeció. No parecía posible que en nuestros días pudiera suceder una catástrofe de tanta envergadura. Hoy, cinco años después, se inaugura su restauración. Sin embargo, estos días en los que se prepara su próxima apertura no se habla de la catedral de la luz, de la Jerusalén Celeste o de la morada de Dios en la tierra. Las noticias hablan de los años de trabajo intenso; de la colaboración de los mejores profesionales en cada especialidad: profesores universitarios, expertos en cada materia, arquitectos, ingenieros, pintores, escultores, músicos, artesanos; de las tecnologías utilizadas y de las artesanías delicadas para su completa renovación.
Tenemos explicación de cómo se ha restaurado cada sillar, cada dovela, los arbotantes, los arcos, las crucerías, y también las gárgolas, la aguja, el órgano. Se muestran datos, cifras y donaciones. Se insiste en el logro de lo que parecía imposible. Y se destaca la capacidad del hombre del siglo XXI para conseguir recuperar la joya arquitectónica del siglo XII. Junto a ello, como siempre ocurre ante cualquier hito, se suceden las polémicas y los debates en torno algunas decisiones tomadas: si se debe ser fiel a lo original o se debe considerar la catedral como un espacio vivo y por tanto permeable a las nuevas tendencias culturales de nuestros días. También, qué hacer con las intervenciones históricas como las de Viollet-le-Duc que no corresponden con el proyecto original.
Todo esto no hace más que evidenciar realmente nuestro mundo para el que lo importante no es que Notre Dame hable de la belleza de Dios, sino la capacidad tecnológica y humana para restaurar el edifico. No se enjuicia la reconstrucción de la catedral en función de lo que le da sentido: ser el lugar de encuentro del hombre contemporáneo con Dios, sino si cumple otra misión más propia de nuestra realidad: ser un lugar cultural con gran impronta identitaria, turística y de referencia. No importa su valor religioso o simbólico en los debates, sino si se ha respetado la historia y el arte. El objetivo medieval era espiritual, crear un espacio donde se produjese el encuentro con lo sagrado; hoy es meramente patrimonial.
La catedral ha revivido, ha sido rescatada, restaurada, pero no debería ser para ser simplemente un monumento histórico-artístico que visitar cuando vas a París, que también, sino para recuperar su esencia como catedral de la luz, el espacio donde se produce el encuentro con lo sagrado, donde se nos recuerde que la Jerusalén celeste ya sucede en la tierra y que a ella estamos llamados los cristianos. No vaciemos con datos y polémicas los espacios del sentido para el que fueron creados. No los convirtamos en simples monumentos estéticos, no olvidemos su sentido original, vivámoslo en toda su plenitud. Ese debe ser el criterio de nuestra valoración personal.