La vida hay que saber bailarla (Carola Minguet, Religión Confidencial)
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martes, 26 de septiembre de 2023
Difundir imágenes de compañeras trucadas para simular que están desnudas, como ha ocurrido en la localidad extremeña de Almendralejo, no es una broma de mal gusto. Tampoco lo es espiar en los vestuarios de chicas o intentar tocarlas aprovechando un juego en el recreo. Eso es acoso, abuso. El problema es que el daño de estas agresiones, que han existido siempre, se amplifica con los móviles y las redes sociales, que facilitan tomar imágenes privadas y su difusión masiva e inmediata. También propician procesos miméticos en otros que buscan “logros” en forma de likes, pues los adolescentes los valoran antes que la lógica o el discernimiento. Por otro lado, estos fenómenos (se ha abierto la caja de pandora… hay más y peores) son delictivos, y lo que algunos empiezan como una gamberrada puede acabar en un proceso penal.
En definitiva, es un desastre para todos. Por eso, de lo que se trata es de ayudar a estas nuevas hornadas de jóvenes vulnerables y expuestos, desprovistos de andamiaje ético y presos del mundo virtual. Porque no es verdad que sean nativos digitales, son huérfanos, pues nadie les ha enseñado a manejarse con estas herramientas, entre otras razones porque muchos padres y educadores desconocemos sus entresijos. Además, es imposible controlar los algoritmos de las redes sociales, que activan el laberinto de las adicciones.
Tampoco es verdad que sepan más que ninguna otra generación sobre sexualidad, pues se les ha ocultado el valor trascendente que encierra. De hecho, su acercamiento al sexo, en el 20 por ciento de los casos empieza con la pornografía cuando sólo tienen ocho años, según el estudio más completo hasta la fecha, publicado por investigadores de la Universidad de las Islas Baleares. Así, han naturalizado una serie de procesos perversos, como perversa es la concepción de la masculinidad que traslada, pues el hombre utiliza a la mujer, la somete para dominarla. Si antes un chaval acudía a la puerta del instituto a ver a la chica que le gustaba, ahora quiere su foto sin ropa. Y es que el porno encadena en la prisión del egoísmo, en la tiranía de la no contención y eso perjudica a cualquiera, más aún en edades tan tempranas, digan lo que digan los ideólogos del sexo libre y a la carta.
Con todo, no hace falta llegar a la pornografía. La banalización de la sexualidad ha empobrecido la relación entre los chicos y las chicas, la mutua mirada. “Y te amo como amo al baile que te distingue de la multitud en la que vienes y vas”, escribió Wendell Berry. El granjero y novelista estadounidense estaría espantado si viese que tantos jóvenes han cambiado los bailes tradicionales por el reggaeton o el trap. En los primeros, los pasos son gráciles, comedidos; no se oculta la pasión, pero se contiene, se subordina para dejar libres los volteos del compañero. Se marcan límites. Y por eso son estéticos. En los segundos, la armonía ha sido arrancada por la violencia, la irresponsabilidad, el materialismo, la discriminación de sus letras y coreografías.
Así pues, en el caso de Extremadura el debate público no debe girar sólo en torno a la pena que se va a aplicar a los responsables (evidentemente, deben ser sancionados) y en qué se puede hacer para preservar e instruir a los jóvenes en el uso de las tecnologías. Estaría bien plantear cómo ayudarlos a recuperar esta forma de relacionarse, la que llevaba a un hombre a deleitarse en la imagen de una mujer, no a reducirla a un cuerpo, y a una mujer a respetarle igualmente, entre otras formas, desde el pudor, dejándole libre, sin forzarle a retirar la mirada de su rostro.
¿Los adolescentes tienen que saber manejarse en el mundo digital? Por supuesto. Pero, sobre todo, necesitan descubrir el arte de relacionarse, aprender a reconocerse como personas, a defenderse mutuamente de la cosificación… Es el momento de enseñarles a bailar. Porque la vida hay que saber bailarla; de lo contrario, resbalas y te das de bruces.