Laberinto (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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El primer vínculo que tiene cualquier persona es con una mujer. Nacemos de una mujer. De nuestra madre. Sin embargo, madre y mujer son conceptos ahora mismo tan zarandeados que nos hemos perdido (y no sólo en semánticas, sino en experimentos). De hecho, la maternidad que celebramos el próximo domingo está en un laberinto.

Hasta ahora, la madre ha sido la mujer que ha concebido un niño, lo ha gestado, parido y criado.  En la actualidad, la fecundación, el vientre y la genealogía pueden desligarse. Un embrollo que, si bien jurídicamente se ha resuelto (la madre es quien da a luz, y, si luego otra mujer adopta, la maternidad pasa a la segunda; la donante del óvulo no pinta nada), no así existencialmente, pues detrás hay criaturas desmembradas. Recordemos, si no, a Edipo…

Al llegar a la pubertad, el héroe griego sospechó que no era hijo de quienes pensaba. Para salir de dudas, visitó el Oráculo de Delfos, que le auguró que mataría a su verdadero padre y luego desposaría a su madre. Decidió no regresar nunca a Corinto para huir de su destino. Emprendió el viaje y, en el camino hacia Tebas, se encontró con Layo en una encrucijada. El heraldo de Layo, Polifontes, ordenó a Edipo que le cediera el paso, pero ante la demora de este, mató a uno de sus caballos. Encolerizado, el joven asesinó a Polifontes y a Layo sin saber que era el rey de Tebas y su propio padre. Más tarde, venció a la esfinge, fue coronado y se casó con su madre. 

El mito es enrevesado y ambivalente (además de que no puede reducirse la maternidad a la biología, pues tiene más que ver con el corazón que con las entrañas). Sin embargo, trasluce el grito interior de todo hombre (¿quién soy? ¿de dónde vengo? ¿quién me ha querido?), así como las consecuencias de buscar la identidad y descubrirse partido (lean, si no, la tragedia…).

Otra calle de este laberinto la refiere Michael Sandel en Contra la perfección: la ética en la era de la ingeniería genética, donde plantea la legitimidad de manipular nuestra naturaleza. Entre otros casos, cita la tendencia que se está dando en la sociedad americana de medicar a niños sanos para optimizar su rendimiento deportivo y académico (ojo, algunos desde la guardería), asegurando así su entrada en buenas universidades. ¿Qué hay de malo en mejorar las capacidades físicas y cognitivas del hijo para garantizar su éxito profesional? Quizás las líneas rojas, si las hay, se delimiten también legislativamente, pero la búsqueda de la perfección resulta perversa. También paralizante para un niño, pues lo que espera es ser acogido y amado incondicionalmente, con todas y cada una de sus imperfecciones. Lo que “optimiza” a los hijos es tratarlos como dones, no como objetos de diseño, productos de nuestra voluntad o instrumentos de nuestra ambición. 

Sandel propone una llamada a la precaución, un debate a fondo sobre estas cuestiones. Es necesario, sí, pues las encrucijadas crecen, nos vamos enredando y cada vez va a ser más difícil dar marcha atrás. Pero las maternidades a la carta o las maternidades como merecimiento personal (entre otras desvirtuaciones) son consecuencia de una confusión anterior: una actitud de control y dominio hacia la creación que no reconoce el carácter de don de la vida y olvida que la libertad consiste en relacionarnos con lo recibido y con el Creador. ¿Es posible recuperar y sacar a la palestra política estas categorías? De lo contrario, daremos vueltas y vueltas sin encontrar la salida. 

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