Lobos cuidando de las ovejas (Borja Sánchez, Las Provincias)
Noticia publicada el
miércoles, 12 de abril de 2023
El pasado jueves conocimos la Sentencia del Tribunal Constitucional sobre la Ley Orgánica de Eutanasia, cuyo fallo había sido anunciado unos días antes. Quienes nos dedicamos al Derecho Constitucional intuíamos desde hace tiempo que el Tribunal avalaría la constitucionalidad de la norma. No hay más que ver la deriva de los últimos meses, en los que se han llegado a rechazar causas de abstención manifiestas para avalar la Ley de plazos del aborto o se ha agendado a la carrera la resolución de recursos frente a normas tan cuestionables como la Ley Orgánica de Educación. Lo que no esperábamos era el contenido y alcance de la Sentencia, que va mucho más allá de lo planteado en los recursos y socava incluso las bases de actuación y de legitimidad del propio Tribunal.
A lo largo de una extensa resolución, el Magistrado ponente D. Juan Ramón Sáez Valcárcel, que nunca ha ocultado su ideología, desarrolla una argumentación en gran parte artificiosa, para alcanzar un objetivo muy simple: dar completa cobertura a la Ley Orgánica de Eutanasia, independientemente del concreto contenido de la norma y, peor aún, de lo que al respecto establezca la Constitución. Es más, en diversas ocasiones, el subconsciente parece traicionar al ponente y le hace ir despejando o salvando, literalmente, los “obstáculos” que podrían existir para no declarar la norma nula. En un ejercicio de funambulismo argumental, se llega a afirmar lo increíble: que el derecho a solicitar la propia muerte “opera, en principio, como un mecanismo de protección de la vida”. No se logra disfrazar de esta forma la naturaleza más política que jurídica de la decisión adoptada.
Lo más grave, con todo, no es esto. Una interpretación imaginativa de la Constitución sería menos problemática si tomara como base la propia Constitución y cumpliera así el papel que la misma reserva al Tribunal Constitucional: tratar de descubrir el significado concreto de nuestra Carta Magna, como base de la convivencia pactada por el propio pueblo español (el poder constituyente, o comunidad política soberana que se ha dotado a sí misma de la Constitución), para expulsar del ordenamiento jurídico las normas que no se ajusten a este marco mínimo. Frente a ello, como denuncian alguno de los votos particulares, la Sentencia decide crear un nuevo derecho fundamental, de rango constitucional: “el derecho de la persona a la autodeterminación respecto de su propia muerte en contextos eutanásicos”. Contextos eutanásicos que casualmente coinciden con los definidos por el propio legislador. Es decir, en vez de controlar la acción del legislador para ver si se ajusta a la Constitución, el Tribunal decide modificar la Constitución a la luz de las decisiones del propio legislador: es el mundo al revés.
Es más, la Sentencia se permite incluso advertir al legislador futuro: ay de aquel que introduzca algún límite al nuevo derecho a la autodeterminación en la muerte aquí creado, pues se controlará que dicho límite sea proporcional y no resulte excesivo. No solo se cambia la Constitución a imagen y semejanza de la sensibilidad mayoritaria coyuntural del actual Parlamento, sino que se intentan petrificar sus valores, como si estuvieran insertos en el propio texto constitucional. Obviando los mecanismos previstos en la Constitución para su propia reforma, que cuentan con amplias garantías y aseguran el consenso social y político reforzado necesario, el Tribunal trata de legitimar su decisión en una aparente evolución cultural, moral y jurídica que habría dejado obsoleto el contenido constitucional. Es uno de los muchos peligros de la llamada interpretación “evolutiva” de la Constitución: a través de una sociología “de andar por casa”, sin instrumentos ni método, se pretende justificar la modificación unilateral de la Constitución por el órgano llamado a velar por ella. Se corre el riesgo de proyectar así en la decisión la percepción personal del ponente, que choca, por cierto, con la realidad de la inmensa mayoría de países de nuestro entorno donde la eutanasia sigue prohibida.
No queremos concluir sin mencionar dos aspectos de la Sentencia que también resultan preocupantes. El primero es su interpretación de la objeción de conciencia, que niega toda la jurisprudencia constitucional anterior en el ámbito sanitario. Para el ponente, la objeción de conciencia sanitaria no es ni siquiera un derecho fundamental, sino que queda en manos del legislador. Una interpretación que deja este derecho totalmente inerme frente al propio legislador, negando así la esencia misma de la Constitución como límite, eventualmente contramayoritario, frente a todos los poderes. El segundo es el inquietante voto particular formulado por la Magistrada Balaguer, que estuvo hace poco cerca de presidir el Tribunal Constitucional. En él apela a “reconstruir” la Constitución por parte del propio Tribunal, confundiendo el consenso social y político que tanto costó cristalizar en nuestra Carta Magna, con meros “sesgos morales, éticos y, esencialmente, religiosos”, impuestos por un abstracto “biopoder” foucaultiano, de los que la Magistrada llama a liberarse. ¿Habremos puesto a los lobos a cuidar de las ovejas? Mucho me temo que sí. ¿Sobrevivirá la Constitución a tal embate, por parte de las propias instituciones? De eso ya no estoy tan seguro…