Los bulos y el teatro universal (Carola Minguet, Religión Confidencial)
Noticia publicada el
martes, 26 de noviembre de 2024
Se discute con intensidad sobre los bulos en España desde que a Pedro Sánchez le interesó este debate, a raíz de las informaciones (por cierto, contrastadas) sobre su esposa. Por otro lado, la desinformación sobre las inundaciones causadas por la dana campa a sus anchas por las redes sociales. Imagino que en las aulas de Periodismo será analizado el impacto de noticias como la de que más de 5.000 víctimas estaban siendo incineradas en secreto (aunque es razonable que la ciudadanía dude de las cifras oficiales ante la gravedad de lo sucedido y la evidencia de lo que los vecinos han visto), la que advertía sobre cientos de fallecidos en el aparcamiento del centro comercial Bonaire o la que afirmaba que la riada era una conspiración de Marruecos para destruir el campo español, pues han condicionado la cobertura de la tragedia.
El caso es que no se está a salvo de los bulos. Y conviene tomar conciencia, ya que nadie hay más vulnerable que quien cree que no pueden colársela de ninguna manera. Pero, ¿cuáles son las causas de que se haya expandido este fenómeno? Pues resultan difíciles de recoger tanto en su naturaleza como en su número, la verdad.
Una clara es que se ha perdido el faro que alerta sobre qué es información, de modo que mucha gente consume acríticamente una amalgama de contenidos, especialmente en las redes sociales, sin la garantía que ofrecen los medios tradicionales (bueno, que hasta ahora han ofrecido los medios tradicionales, pero no es el momento de abrir este melón). Relacionado con ello está el hecho de que, en la base de esos contenidos se encuentran los famosos algoritmos, responsables de que un alto porcentaje de lo que llega sea acorde con las creencias del usuario. De esta forma no sólo resulta fácil la manipulación, sino la polarización, pues nos vamos atrincherando en nuestras posiciones, lo cual es otro temazo.
Así pues, las fake news crean alarmas, miedos o incluso odios, porque casi siempre se utilizan para desmentir un hecho, dañar a alguien o arremeter contra las instituciones. Pero detrás de ellas también hay estrategias para controlar a la opinión pública que, si salieran a la luz, nos dejarían patidifusos (piensen en la labor de ingeniería que ha hecho Elon Musk en las elecciones norteamericanas).
Ahora bien, no hay nada nuevo bajo el sol: sabemos que quien tiene la información, tiene poder; que el periodismo es necesario, porque sólo la labor profesional y veraz puede combatir la desinformación; que hay que estar formados para no ser engatusados, etcétera. Y, como todo esto ya lo sabemos, los bulos que tanto nos preocupan y escandalizan podrían ser ocasión también para pensar en si, en nuestro día a día, los alimentamos. Y no me refiero a si compartimos los que nos llegan al móvil.
En este sentido, cabe reparar en que, entre otras, hay dos motivaciones detrás de ellos. Una es la calumnia de toda la vida, esto es, pretender manchar la imagen de una persona haciendo creer algo negativo sobre ella, algo que está a la orden del día en la política, pero también en las relaciones sociales. Si uno hace examen de conciencia al acabar el día verá que desacreditar o desprestigiar es más recurrente de lo que se piensa: una conversación con una amiga sobre una tercera persona, un corrillo en el patio del colegio, la parroquia, el trabajo... es leña que prende rápido.
Pero hay una segunda razón bien distinta por la que crecen los bulos: la inclinación a impresionar al otro. Alude a ello el ensayista español Benito Jerónimo Feijoo cuando apunta (ojo, en el siglo XVIII) que el deseo de agradar en las conversaciones es una golosina casi común a todos los hombres. Y esta golosina es la raíz fecunda de innumerables mentiras. En su ‘Teatro crítico universal’ escribió lo siguiente (el texto es original): “Todo lo exquisito es cebo de los oyentes; y como lo exquisito no se encuentra a cada paso, a cada paso se finge. De aquí vienen tanta copia de milagros, tantas apariciones de difuntos, tantas fantasmas, o duendes, tantos portentos de la Mágica, tantas maravillas de la naturaleza. En fin, todo lo extraordinario se ha hecho ordinarísimo en la creencia del vulgo, por el hipo que tienen los hombres de hacerse espectables, vertiendo en los corrillos cosas prodigiosas. Pero no solo la producción de infinitas fábulas viene de esta raíz viciosa, mas también la alteración de infinitas verdades, añadiéndoles circunstancias fabulosas. La que más ordinariamente se practica es la traslación de dichos y hechos de una persona a otra, de una Región a otra, y de un tiempo a otro. Como los afectos humanos se interesan siempre algo en todo lo que miran de cerca, y tanto más, cuanto más de cerca lo miran, no es tanto el deleite, que se recibe oyendo un mote agudo, un suceso gracioso, una novedad extravagante (pues también éstas son sainete grande de las conversaciones), cuando se refieren, o de otro siglo, o de otra Región distante, como cuando se atribuyen a nuestro tiempo, y a nuestra patria, creciendo el placer a proporción que el chiste se acerca más a nosotros”. No deja de sorprenderme la vigencia de los clásicos…
En otro orden de las cosas, el tema de los bulos nos pone también ante una tesitura de la que siempre queremos huir, y es si hay verdad o no. ¿Quién decide qué es verdad? ¿Y por qué no podemos decir que todo depende del punto de vista o de la interpretación que se haga de los hechos? Asimismo, nos encara a algo aún más incómodo: ¿ante quién hemos de rendir cuentas de lo que si afirmamos es verdadero o no? Porque, en el fondo, si no hay un garante de la verdad, se pueden contar las cosas a la manera de cada cual, de modo que todo es una interpretación. O un teatro, que diría Feijoo.