Mary Shelley aprendió español para leer El Quijote (Carola Minguet, Religión Confidencial)

Mary Shelley aprendió español para leer El Quijote (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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Mary Shelley aprendió español para leer a Cervantes. Lo cuenta Santiago Posteguillo en La noche que Frankenstein leyó El Quijote (Planeta, 2012), un libro curioso que desvela anécdotas bastante desconocidas sobre libros y autores de la literatura universal. Uno de los capítulos recoge las confesiones de la dramaturga británica, que contó en su diario cómo cada noche durante un mes, su marido, Percy B. Shelley, leyó en voz alta El Quijote a un grupo de escritores -entre ellos Lord Byron- que pasaban juntos un periodo vacacional en Suiza. Fue entonces cuando, con el ánimo de matar el tiempo, convocaron un concurso de relatos de terror que sólo se tomó en serio Mary. De aquella iniciativa nació la novela del moderno Prometeo. 

El tema es que la lectura cervantina hizo mella en la escritora, como se pone de manifiesto en su relato: hay una referencia a Sancho Panza en el prólogo, utiliza algunas técnicas narrativas del literato español y recrea la famosa “Historia del cautivo” en un episodio similar. Con todo, lo que llama la atención es que Mary quisiese aprender nuestro idioma para poder zambullirse en la cosmovisión del ingenioso hidalgo, de la que había quedado cautivada. 

Escribo esto tras escuchar a la ministra Pilar Alegría pedir de nuevo "paciencia" y "tranquilidad" mientras se suceden las quejas por parte de sindicatos y docentes respecto a la aplicación de la nueva ley de Educación. Lejos de que el avance del ejercicio escolar haya disminuido el malestar por la tardanza administrativa en publicar las instrucciones definitivas para adaptarse a la LOMLOE, el descontento se ha acrecentado. "Desbordados", "saturados" y "cansados" son algunos de los calificativos que emplean los representantes a la hora de explicar la situación que vive el colectivo. 

Ciertamente, el capítulo no es novedoso. La conversación educativa lleva años enfrascada en un clima inhóspito y fracturado en el que muchos anhelan un debate serio y constructivo sobre la necesidad de repensar la enseñanza. Y no es poco, porque la cosa está bastante desenfocada. Imagino que hay que entrar en cómo valorar los conocimientos de los alumnos, en las programaciones didácticas, en las competencias… Pero hay algo anterior, y es cómo volver a apasionar al alumno y al maestro, adormecido el primero, quemado el segundo, desencantados ambos. 

Tampoco resulta original que la burocracia, bien de los políticos, bien de los tecnócratas, desvíe los fines que originan los procesos. Que la líen parda. De esto también tiene un suceso ilustrativo Posteguillo. Cuenta que en una cadena de librerías decidieron que sería un programa informático el que decidiría qué libros debían aparecer en las estanterías y cuáles había que retirar por razón de que nadie hubiese adquirido ningún ejemplar en varios meses. Y, como suele hacerse en las empresas, se externalizó el trabajo. El caso es que el programa informático no atendía ni siquiera al hecho de que ciertas obras maestras de nuestra literatura han quedado reducidas a lecturas obligatorias y que, por lo tanto, se venden a principio de curso (es un horror que se equiparen a los libros de texto; pero este tema, otro día). Así, un joven contratado para tal cometido realizaba con eficacia su tarea cuando una de las libreras, veterana en esas lides, le detuvo al percibir que quería retirar un libro. El joven se justificó alegando que estaba marcado en rojo por el programa. La mujer suspiró y le dijo que no importaba, que ella asumía la responsabilidad. Y con cuidado tomó el volumen que el muchacho cedió con el ceño fruncido. El libro en disputa no era otro que un ejemplar de El Quijote

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