Paradójica inauguración de las Olimpiadas (Carola Minguet, Religión Confidencial)

Paradójica inauguración de las Olimpiadas (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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La apertura de los Juegos Olímpicos de París ha sido una vergüenza y una afrenta para todo el mundo, no sólo hacia los cristianos. Por eso la queja debería ser común y coral. Aunque convendría entrar a comentar su significado último, pues el becerro de oro, un caballero representando la muerte o la parodia drag queen de Jesucristo en la Última Cena no forman parte de una performance burda, sino que viene a ser un rito enmascarado de satanismo (ahora han salido al paso diciendo que se han inspirado en ‘'Le Festin des Dieux', obra de Jan Hermansz van Bijlert, donde los dioses del Olimpo celebran unas bodas), es interesante reparar en que a los ideólogos se les ha ido la mano y se han delatado en sus contradicciones.

La gala incurrió en una primera incoherencia llamativa: relegó a un lamentable papel subalterno a sus teóricos protagonistas. Como explica Ignacio Camacho en una tribuna, los atletas fueron desplazados a una ridícula parada fluvial. Carecían de importancia. Les privaron del momento estelar del desfile por la pista, el símbolo de su aspiración cimentada sobre años de duro esfuerzo. Los convirtieron en figurantes subalternos de una descomunal operación de propaganda líquida. Así, provoca estupor que un acontecimiento que debería estar al margen de los avatares del mercado ideológico (segunda paradoja) se instrumentalice deliberadamente. Creo que no hay precedente en este sentido. Bueno, sí: Berlín 36, cuando el nazismo hizo acopio de los Juegos para proyectar una nueva era. Se ha rescatado un olimpismo trufado de ideología sectaria y reduccionista.

Por tanto, el espectáculo ha sido una afrenta contra el deporte, pero también una infamia a la identidad de Francia y, por extensión, de Europa, convertidas, tristemente, en un símbolo contra la cultura y la tolerancia. Tercera paradoja a la que se ha abocado a una nación y a un continente que han abanderado históricamente ambos estandartes.

El desprecio no ha sido sólo hacia la cultura en mayúsculas, sino también contra la cultura deportiva, que entraña valores (respeto, convivencia, honestidad, ejemplaridad…), ayuda en la forja de virtudes (fortaleza, templanza, prudencia…) y que, en determinados momentos, puede considerarse arte (¿no es cierto que hay movimientos y jugadas en algunas disciplinas que se contemplan así?). Era el momento de sacar a relucir este espíritu, de ofrecer un espectáculo bello de forma y fondo, de dejar boquiabierta, emocionada, a la opinión pública. Sin embargo, se ha optado por un alarde de chabacanería woke, queer, como se quiera catalogar, si se puede, sin referencia alguna a estos presupuestos. Por otro lado, en los eventos deportivos siempre se mira con ojo crítico los desaires, la falta de modales, las expresiones de desprecio o superioridad. ¿Cómo encajar un espectáculo hiriente a la sensibilidad que, por cierto, han seguido millones de niños y jóvenes en directo?

Asimismo, la celebración, de pretensión aperturista, ha sido, contrariamente, una declaración de intolerancia hacia todos aquellos que no están de acuerdo con la propuesta antropológica escenificada por tener una sensibilidad diferente. Las Olimpiadas, que son un símbolo de la amistad entre los hombres y los pueblos, han propiciado sin ninguna necesidad un enfrentamiento que va más allá de un credo o de un color político.

Es decir, en nombre de la diversidad y aprovechando una cifra de audiencia impresionante se ha perpetrado un sibilino acto de totalitarismo (totalitarismo blando, totalitarismo woke, pero totalitarismo). Aceptar al diferente es una aspiración loable, pero no a costa de diluir la naturaleza humana, la que compartimos todos y es universal, como es la naturaleza universal (es el significado de católica) del olimpismo. ¿Qué convivencia puede establecerse en una sociedad que reniega de todo ello? En definitiva (otra paradoja) un evento que debería celebrar la armonía de mente, cuerpo y espíritu de los deportistas ha fomentado la confrontación en el contexto encadenando una paradoja tras otra.

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