Refugiados y refugiados (Bosco Corrales, Las Provincias)

Refugiados y refugiados (Bosco Corrales, Las Provincias)

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El pasado veinticuatro de febrero se cumplió un año de la invasión de Ucrania por parte de Rusia. No hay nada que celebrar al respecto, sino todo lo contrario: el inicio de una guerra que ha traído violencia, muerte y destrucción a millones de personas. Sin embargo, en medio del horror de la guerra, podemos fijar nuestra mirada en un aspecto que nos permite albergar cierta esperanza en el género humano: la respuesta de las sociedades y gobiernos europeos al éxodo masivo de ciudadanos ucranianos está siendo, sin duda, ejemplar.

Desde el principio de la guerra se abrieron las fronteras y se acogió en suelo europeo a todas las personas que se veían obligadas a huir para salvar sus vidas. Desde entonces y de manera sostenida, los Estados de la Unión Europea, tanto de manera individual como colectiva, han respondido con la humanidad y la altura moral que las circunstancias exigían: han permitido el paso a todo ciudadano ucraniano, les han brindado la protección internacional que necesitaban, otorgándoles un estatus oficial y dándoles acceso a atención sanitaria, educación y demás beneficios sociales, económicos y políticos que las personas y las familias precisan para llevar una vida digna en cualquier país. A día de hoy se han registrado más de ocho millones de refugiados procedentes de Ucrania por toda Europa y se han procesado alrededor de cinco millones de inscripciones en los programas europeos y nacionales de protección internacional. Todo un ejemplo de solidaridad, de fraternidad, que no podemos dejar de aplaudir con la mayor de las admiraciones.

Por otro lado, sin embargo, la ola de solidaridad sostenida y generalizada que se ha desplegado en esta ocasión no puede por menos que evocar actitudes mucho menos meritorias en el pasado reciente de los países de la Unión Europea. Vienen a nuestra memoria imágenes desoladoras de refugiados sirios mantenidos a raya por vayas y alambre de espino, rechazados con chorros de agua a presión o a base de bombas de gas lacrimógeno. Cuesta imaginar que esos mismos medios se usaran contra los refugiados ucranianos y que los ciudadanos e instituciones europeas se conformaran, resignados, sin poner el grito en el cielo ni denunciar tales actos ante el tribunal de Estrasburgo. La extraordinaria acogida brindada a los ucranianos contrasta de manera obscena con las deplorables condiciones en las que se confinaba a los refugiados en campos como el de Moria, en Lesbos, o con el acuerdo que en 2016 obligó a tres millones de sirios a permanecer en Turquía sin poder acceder a la protección de la UE. Resulta chocante, cuanto menos, comparar la hospitalidad incondicionada ofrecida a los ucranianos con las circunstancias lamentables en las que tuvieron que acampar, a la intemperie, durante semanas, miles de refugiados de oriente próximo -utilizados como peones por el régimen de Minsk-, en otoño de 2021 frente a la frontera polaca: sufrieron frío, agresiones, dificultades para conseguir agua y comida, pero nada de ello abrió la más mínima brecha en la férrea defensa fronteriza de Polonia, de la UE.

Parece claro que, para los europeos, hay refugiados y refugiados. Hay refugiados que consideramos de los nuestros, a quienes acogemos fraternalmente, y hay refugiados que son extraños, a quienes rechazamos. Un claro ejemplo de xenofobia en su más estricto sentido etimológico: rechazo al extraño, al extranjero. En 2016 se argumentaba que eran demasiados, que no podíamos socorrer a todos, que había que cortar por algún sitio. “Todos” eran unos cinco o seis millones de sirios; la línea de corte se estableció en tres millones. Este año hemos abierto las puertas, sin la menor reserva y con el consenso unánime de la UE, a más de diez millones de desplazados, de los cuales, cinco millones ya son beneficiarios oficiales de protección temporal o sistemas similares de los Estados europeos. Y todo ello se ha decidido sin el más mínimo retraso en las deliberaciones, sin debates interminables, sin retóricas del miedo por parte de ningún agente político.

Tanto el Consejo Europeo como los Estados miembros de la UE exhiben las cifras de refugiados con orgullo en sus webs oficiales y hacen bien. Debemos estar orgullosos de nuestros gobiernos y de las instituciones europeas: esta vez sí, hemos hecho lo que debíamos y lo hemos hecho sin titubeos. Ahora bien, sin dejar de congratularnos -sinceramente- por esta admirable actuación, hemos de reflexionar sobre cómo pudimos caer tan bajo en un pasado tan reciente y sobre qué debemos hacer para estar a la altura de la dignidad humana en el futuro. Hemos de aspirar a que gobiernos y ciudadanos veamos en todo solicitante de asilo, no a un ucraniano, a un sirio o a un sudanés, sino a una persona necesitada de protección, cuyo rostro, cuya dignidad, nos impone el deber de hacer todo lo que esté en nuestro poder para asegurar sus derechos fundamentales.

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