Revisitando a Barbie I (Carola Minguet, Religión Confidencial)
Noticia publicada el
jueves, 3 de agosto de 2023
En la película de moda, Barbieland es un reino en el que las mujeres deciden y gobiernan en contraposición con el mundo real, donde lo hacen los hombres. En principio, lo que viene a reivindicar es razonable: cada mujer ha de ser libre, valerse por sí misma, forjar su propia personalidad, sin roles impuestos. También, lo que denuncia: mujeres subyugadas por la perfección física, obligadas a dar la talla en el trabajo y en casa, reconocidas por lo que aparentan y no por ser quienes son. Por otro lado, resulta acertado que abogue por la conversación entre hombres y mujeres, por abrir puntos de debate desde lo cotidiano, incluso el tono naif con que se proponen (aunque, como la estética del filme, a muchos nos tire para atrás) pues la gente anda muy susceptible, con los nervios a flor de piel… Toca ser extremadamente cuidadoso. Como decía una querida profesora, a esta generación hay que cogerla con pinzas.
En este sentido, creo que la directora invita a no conformarse con el feminismo plano que sale a relucir en algunos momentos, sobre todo, en una discusión entre Barbie y Ken que destila patriarcado opresor, masculinidad tóxica y desigualdad de género. Es una trampa pensar que estos clichés son un lugar común. Si bien hay mujeres que desgraciadamente los sufren en algunos hogares, trabajos e instituciones, en otros tantos los hombres son puestos bajo sospecha por razón de su sexo. Asimismo, es habitual la sana convivencia de mujeres y hombres, pero se silencia porque la polarización interesa (y mucho). De hecho, después de haber infiltrado el virus del individualismo, algunas políticas de identidad se enfocan así: dividiendo y generando animadversión hacia el sector que no está incluido.
Del primer escenario hay muchos casos y está bien que se pongan sobre la mesa, aunque es verdad que para describir la discriminación femenina suelen darse argumentos repetitivos. Así, en el plano laboral se habla del techo de cristal y de la diferencia salarial, pero no de las entrevistas de trabajo en las que se pregunta a una mujer si está casada, es madre o piensa serlo. Y qué decir sobre las miradas condescendientes, intrigantes, hacia madres de familias numerosas que hacen malabares para integrar el trabajo en su vida familiar.
Sobre el segundo panorama es difícil encontrar relatos, por eso se agradece cuando aparecen versos libres que discrepan de un concepto de igualdad deconstruido, absurdo y lleno de contradicciones. La negación de la identidad masculina, entre otras consecuencias, está dejando en el camino hijos huérfanos de padre y niños que, temiendo convertirse en hombres por el rechazo social a la masculinidad, quedan anclados en una adolescencia perpetua, incapaces de tomar su vida en peso y entregarla.
Respecto a la tercera variable, cada vez es más difícil encontrar relatos que retraten la complementariedad entre hombre y mujer, al tiempo que crecen los que subrayan la lucha de sexos. Se plantea el conflicto como algo lógico, incluso desde el propio vocabulario: empoderamiento, cancelación, víctima. El problema es que esta confrontación es, por un lado, tan simplista como maximalista, porque los hombres tienen valores que aportar a las mujeres y al revés. Por otro, resulta impostada, y no sólo porque todos conocemos hogares y entornos laborales bien avenidos, sino porque lo que desea cualquier corazón, sea femenino o masculino, vote a la izquierda o a la derecha, es la armonía. La meta natural es estar unidos, no vivir en burbujas.
El desafío cultural, por tanto, creo que radica aquí: en renunciar a la sospecha, a los gritos que piden rodar cabezas. Es una vía que no da frutos ni los va a dar, pero hay que hacérselo ver a sus promotores y compradores. Lo que ocurre es que resulta complejísimo, porque para que alguien reconozca que se equivoca debe ser humilde, y en la sociedad en la que estamos instalados se desprecia al pequeño y se aplaude al soberbio. Y con un soberbio es muy difícil hablar; si te acercas, te pega un zarpazo. Tiene que ser desde lejos o, como decía esta profesora (lúcida como pocas) con firmeza y veracidad… pero con pinzas.