Roald Dahl y la Ley Trans (Carola Minguet, Religión Confidencial)

Roald Dahl y la Ley Trans (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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Distintos medios se han hecho eco de que la editorial Puffin y la Roald Dahl Story Company -que supervisa las obras del autor británico- han realizado una revisión de sus textos infantiles junto al colectivo Inclusive Minds para cambiar o eliminar pasajes y palabras que se consideren ofensivas. 

Lo políticamente correcto en los productos culturales dirigidos a los jóvenes no es novedad; de hecho, he perdido la esperanza de que sea sólo una moda pasajera. El caso, no obstante, da para reflexionar desde muchos flancos. Uno es si la literatura ha de transmitir valores inclusivos. No lo creo. «Contar una historia es una forma de decir algo que no se puede decir de otra manera», decía Flannery O´Connor. De hecho, el mero “buscar” fines resulta crematístico. La literatura existe porque existe el hombre y es buena en la medida en que contribuye a ensanchar el alma, como ocurre con la música o el cine. Ahora bien, siendo conscientes (evitemos pseudo misticismos) de que el arte es un instrumento precioso, pero un instrumento. Ayuda a vivir con sentido y trascendencia, pero «no es la Belleza que salvará al mundo, sino un pálido reflejo de la misma», como reconoce Miguel Sanmartín.

Otro aspecto que plantea este caso es la posibilidad de empezar quitando los adjetivos “gordo” y “feo” en los libros del autor inglés (como proponen los revisores), pero acabar matando a los cuentos clásicos, víctimas de embates cada vez mayores. Tanto es así que sus historias ya han sido desterradas de las bibliotecas escolares, y eso que componen un maravilloso arsenal que no podría agotarse en una vida. A esto se une que han sido mutiladas en la cultura popular. ¿Qué tiene que ver la epopeya de Hércules con la película Troya o el Aladino de Disney con el del francés Antoine Galland? Si seguimos el dictado de estas categorías de corrección política, el siguiente paso será eliminarlos de raíz, esto es, los propios textos. 

Un tercer punto para discutir es la inmadurez que hay detrás de esta propuesta, y aquí hago un triple salto mortal para relacionarlo con la Ley Trans que acaba de aprobarse. Como la semana pasada, la correspondencia entre noticias no sé si es afortunada; disculpen si no. Pero piensen lo siguiente. Hay que advertir a los niños de que los cuentos de Dahl o de los Hermanos Grimm pueden herir su sensibilidad, pero, a su vez, animarlos desde las etapas de Infantil a plantearse si su sexo les representa y a cambiarlo si no es así entrada la adolescencia. Resulta bastante paradójico. Como paradójico es que, si bien hay ingenieros sociales detrás de esta ley, también haya gente de buena voluntad que la recibe entusiasmada convencida del mismo espíritu inclusivo que ha llevado a revisar adjetivos en los libros de Dahl: que nadie se sienta despreciado ni diferente. Pues bien. Tanto entre los ideólogos manipuladores como entre los ingenuos de buena voluntad que les votan abunda la inmadurez. Porque la madurez tiene que ver con aceptar la realidad y, la inmadurez, con crearte un mundo paralelo si no te gusta. La Ley Trans es esto último. 

La felicidad está en la realidad o no está. Y la realidad es lo que Dios ha creado. Y la imaginación o la capacidad artística son maravillosas cuando te llevan a descubrirla. Da igual que sea a través de mundos fantásticos, fábulas, hadas, ogros o elfos. Si se trata de una utopía, una novela realista o un cuento naturalista. Lo fundamental es que revele la vida, que no es políticamente correcta, sino dramática, y, sobre todo, lo que se hay en el corazón del hombre, capaz de trascender cualquier drama. 

Volvamos a Dahl. No sé si los puristas le consideran un clásico, aunque Matilda y Las Brujas merecen por lo menos que se postule su nombramiento en la literatura juvenil. El protagonista de sus cuentos suele ser un niño que sufre y que va forjando su propio destino, no porque se le arregle el panorama (los desenlaces son bastante inesperados), sino con la credibilidad de las propias heridas. De hecho, cuando los releo con mis hijos me acuerdo de una frase de John Henry Newman sobre la diferencia entre leer un clásico en la juventud y leerlo en la madurez: «Es entonces cuando las palabras nos perforan».

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