Terremotos (Carola Minguet, Religión Confidencial)

Terremotos (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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Acabo de leer una tribuna de Pou Amérigo en la que se refiere a la alegría que desborda a los familiares, equipos de rescate, también a los periodistas que se encuentran en la zona, cada vez que se halla a un niño con vida entre los restos del terremoto que ha asolado Turquía y Siria. Es la razón por la que la televisión retransmite esos momentos. Comunicarlo es un modo de ejemplificar la esperanza que debe guiar la acción sobre el terreno.  

Sin embargo, tal y como reconoce la periodista, la insistencia en mostrar y contabilizar estos casos recuperados de los escombros contra todo pronóstico no debe llevarnos a olvidar el dolor por la pérdida de todos los demás: adultos y niños que no han sobrevivido, aquellos que sí lo han hecho, pero se encuentran ahora sin nada, incluso sin nadie. Apunta también que lo imponderable es más grave en los países desfavorecidos, de modo que “hay una responsabilidad en la opinión pública occidental que debe presionar a sus gobiernos para que trabajen en reducir la brecha entre unos y otros. Esa que determina cifras insoportables de víctimas en hechos como éste”.   

Ciertamente, sobrecoge tanto el caso de la niña que acababa de nacer y apenas había compartido unas horas con su madre fallecida cuando les sorprendió el terremoto, como estremece reconocer que en ambos países una tragedia de tal magnitud no sólo va a costar décadas en superarse, sino que no cuentan con recursos para prevenir una nueva catástrofe. Pero hay otra cuestión. Si esas imágenes son un aldabonazo en las conciencias o tan sólo remueven el estómago durante los minutos que dura la noticia, hasta que llegan los deportes. Si la pobreza está aceptada, normalizada, sobre todo cuando nos pilla lejos.    

Y es que normalizar resulta peligroso en la medida en que enturbia los criterios, las acciones y las reacciones. No sólo individualmente, sino colectivamente.  

En el fondo pensamos que en África tiene que haber guerras, y por eso no son noticia. Como tampoco se comunican los enormes intereses internacionales de las grandes potencias vendiendo armas en estas regiones, cada vez más divididas, con conflictos más cruentos. Pero también nos pasa aquí: los “sin techo” están interiorizados en la sociedad; nos hemos acostumbrado a que existan. Y por eso no planteamos acciones más comprometidas para que su situación se pueda remediar, cuando no hay nada que ponga más a la intemperie la dignidad de las personas que no tener una casa. 

Sé que es arriesgado mezclar tantos escenarios, y que haciéndolo pierde estructura la reflexión. Pero hay dos argumentos que confluyen en las realidades enunciadas: el primero, la necesidad de que haya una coherencia moral que nos lleve a preocuparnos por la persona, de modo que no se puedan dividir los dramas humanos en categorías de primera o de segunda. El segundo, la evidencia de que se quiebra la civilización si el más débil no es tenido en cuenta. 

De hecho, esta segunda razón es que la que desmontaría cualquier maniobra jurídica que avala el aborto si los derechos humanos no fuesen papel mojado. Y la pongo sobre la mesa no para reconducir la tragedia del terremoto hacia este asunto (lo que sería inadmisible), sino porque la pantomima que ha protagonizado el Tribunal Constitucional ha tenido lugar justamente esta misma semana. Horas después de que la Tierra se quebrase. Pero sí, lo prudente, para evitar malentendidos, será abordar esto otro día.  

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