«He decidido que no quiero ser padre» (Carola Minguet, Religión Confidencial)

«He decidido que no quiero ser padre» (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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Una revista del corazón ha publicado una entrevista a un famoso cantante español en la que afirma, ante el parto de su última expareja, lo siguiente: «He decidido que no quiero ser padre». Ciertamente, resulta llamativo. Y es que el egoísmo y la irresponsabilidad no son conductas novedosas, pues muchos varones se han desatendido del hijo que han engendrado; la historia está repleta de ejemplos. Pero la literalidad de la frase tiene su punto actual, posmoderno, o como se llame ahora a la cultura alienante en la que estamos.  

Una razón es que la paternidad y la maternidad han pasado a ser un producto de consumo, una experiencia. En este caso, no se quiere comprar. En otros tantos, sí. Pero son dos caras de la misma moneda (nunca mejor dicho). Otra explicación es que los marcos cognitivos sólidos y los valores estables se han transformado en impedimentos, en carga pesada que debe abandonarse. Lo explica Zygmunt Bauman con su metáfora de la sociedad líquida, donde comparte la dificultad que encuentra a la hora de concebir una cultura indiferente a la eternidad, que rechaza lo durable. Pues igualmente difícil es concebir una moralidad indiferente a las consecuencias de las acciones humanas, esto es, que rechaza la responsabilidad.  

Igualmente, nos hemos acostumbrado a acoger cualquier postura: el espectro de las opiniones permisibles es tan grande que todo cabe. Da igual que sean cacofonías, imbecilidades o discursos sensatos; están al mismo nivel de aceptación y de difusión. Relacionado con ello está el deterioro de la palabra, pues tantas declaraciones se prestan a interpretación, a márgenes, a notas al pie. Es decir, habrá quien concluya que lo que piensa y ha querido decir este señor es que el hijo ha sido concebido en un descuido, o quizás engañado por la madre; por lo tanto, no ejercerá su paternidad porque ésta no ha sido fruto de una decisión voluntaria o de una relación veraz. Bien, vale. Pero las palabras humanas no son cualquier cosa. También hemos olvidado esto en nuestra época. La palabra es el hombre. Por la palabra podemos darnos a nosotros mismos de una vez para siempre, como ocurre, por ejemplo, con una promesa o con el perdón. Lo que se dice es lo que hay.  

¿Y qué hay detrás de esta declaración? Pues, más allá de argumentos sólidos o frágiles, compartidos o rebatibles, morales o utilitaristas, se entrevé una enajenación.  Porque se puede disponer no cuidar de un hijo, no educarlo, rechazarlo, abandonarlo incluso… Pero no es posible decidir no ser padre cuando lo eres. No se configura el mundo a la medida de los estados de ánimo o deseos particulares. Yo no decido ser mujer o de estatura pequeña; soy así. Tampoco puedo decidir ser una princesa por mucho que sueñe con vivir en un castillo medieval y enfrentarme a dragones con mi espada. La realidad no es el relato que cada cual se monta… o desmonta.  

Por lo tanto, la cuestión no es si mentimos o no, porque mentir exige, al menos, respetar la distinción entre lo verdadero y lo falso. Es algo más peliagudo, más profundo. Como explica la profesora Claudine Tiercelin en una tribuna publicada recientemente en el diario ABC, el universo posverdadero está plagado de un relativismo generalizado cuyo objetivo es hacer desaparecer la verdad, disolviéndola desde dentro. Y no se trata de una amenaza para discutirse únicamente en foros intelectuales o académicos, pues nos toca a todos, en nuestra vida cotidiana, en nuestro día a día. Lo que está en juego no es la simple dificultad teórica de representar un mundo en el que la verdad ya no nos orienta, sino nuestro propio anclaje en la realidad.    

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