Catedrático de Neurología en Harvard
Álvaro Pascual-Leone: “Todos tenemos la capacidad de entrenar a nuestro cerebro para ver el vaso medio lleno”
Noticia publicada el
miércoles, 21 de diciembre de 2022
En una entrevista reciente, la afamada psicóloga y educadora canadiense Catherine L’Ecuyer aseguraba que la introducción de las pantallas en la vida de los seres humanos ha modificado nuestra capacidad “para concentrarnos y atender”. Frente al endiablado ritmo de la Patrulla Canina, la Abeja Maya “volaba lentamente con Willy” cuando los de su generación eran niños: “Ahora están rehaciendo muchos de los contenidos que nosotros veíamos de pequeños, pero a una velocidad vertiginosa. Así, el niño se acostumbra a esa velocidad, que no existe en el mundo real y, cuando vuelve a este, todo le aburre”.
La reflexión sobre las consecuencias de la digitalización de la vida en el cerebro humano es tan reciente como las tecnologías que la han producido. Los expertos en la materia, no obstante, tienen clara a estas alturas la existencia del alfarero digital, como sucede con el neurocientífico David Bueno, profesor de la Universidad de Barcelona (UB), que en el libro Cerebroflexia defiende precisamente la tesis de que las nuevas tecnologías “están cambiando el cerebro humano”.
Por otro lado, la rapidez en la creación de productos digitales ha llegado a tal punto que la investigación sobre sus efectos no puede seguirle el paso. Como buen científico y hombre sabio, el valenciano Álvaro Pascual-Leone, catedrático de Neurología en la Universidad de Harvard (Estados Unidos), muestra una actitud comedida ante la cuestión. Al también director del Centro de Estimulación Cerebral no Invasiva de Boston, que participó recientemente en la jornada Medicine Talks de la UCV, no le asusta ni la dirección ni la velocidad actual de la tecnología, pero exige carnets de conducir.
¿Cree usted que el avance tecnológico puede convertirse en un paso hacia atrás respecto de las capacidades de nuestro cerebro?
En este momento, la cultura y la tecnología que desarrolla la sociedad humana guía la presión evolutiva de nuestra especie, porque el cambio social va mucho más rápido que el tiempo biológico. Eso tiene un impacto sobre el cerebro y sobre la biología, incluso sobre la expresión de genes a través de mecanismos, lo que llamamos epigenética. Por eso, más que pensar que estamos provocando un retraso desde el punto de vista evolutivo, lo que toca es preguntarnos desde la ética y lo humanístico sobre las consecuencias potenciales de este desarrollo tecnológico, y reflexionar acerca de las decisiones que debemos tomar como sociedad al respecto.
Póngame un ejemplo de esas consecuencias.
Sabemos que la capacidad de interaccionar entre nosotros es infinitamente mayor que en el pasado gracias a tecnología y que esta puede llevar a un aumento de conexión entre personas: podemos llamar por teléfono, mandar mensajes instantáneos, hacer videoconferencias, plantarnos de un sitio al otro del planeta en horas… Sin embargo, sabemos también que, desde el punto de vista evolutivo, la relación entre seres humanos se vertebra a través de la interactuación física con nuestros semejantes; es decir, tocándonos. Si conoces muy bien a una persona puedes mantener esa relación a distancia, pero si la has conocido gracias la tecnología y vuestra interacción siempre ha sido a través de ella, no se establece la misma relación.
Hemos de ser conscientes de esta situación, cada vez más habitual, y de lo que esta implica en las relaciones humanas: una mayor tendencia a la falta de empatía. Al estar más desconectados unos de otros por la ausencia de la interacción física, aumenta la crueldad en la expresión y se produce un incremento de la soledad. La gente que tiene más seguidores en las redes son las que más solas están si no tienen a la vez una cantidad suficiente de amigos cercanos con los que relacionarse en persona.
O sea, menos grupos de Whatsapp y más cenas de grupo.
Pues sí. Además, hablando de Whatsapp, lo de los teléfonos móviles es otro tema importantísimo sobre el que debemos hacer una reflexión.
Por favor, no se corte.
Basta decir que la capacidad de la tecnología para captar nuestro comportamiento y modificarlo es real. El móvil que llevas encima sabe más sobre tu vida que tú mismo. Sabe dónde estás, por dónde te mueves, cuándo y con quién hablas… Ese conocimiento sobre ti, extraído a través de tecnología, puede usarse para modificar tus acciones, por ejemplo, mediante sugerencias de Instagram. Esta manipulación, pongámosla entre comillas, obliga a que nos replanteemos los derechos humanos basados en la tecnología, porque se está influyendo a la gente sin tener claro su permiso para hacerlo.
¿La capacidad para modificar nuestras acciones puede llegar hasta cambiar el sentido del voto en unas elecciones? Estaría en jaque la democracia.
A ver si me explico. Todos tenemos la huella cerebral de quiénes somos, consecuencia no solo de la genética heredada, sino también de aquello que hemos hecho, de nuestros pensamientos, de nuestras creencias y de nuestros sufrimientos, entre otros factores. Por tanto, nuestras convicciones políticas, nuestra profesión o nuestra fe forman parte de dicha huella.
Si las creencias, religiosas o no, y los pensamientos influyen tanto en nuestra salud cerebral, habrá que decidirse por un enfoque positivo de la realidad, empezar a ver la vida en 4K.
Eso es importantísimo. En primer lugar, seamos conscientes de que tenemos la capacidad, cada uno de nosotros, de desarrollar un pensamiento más positivo, de entrenarnos en ver el vaso medio lleno y no medio vacío. En segundo, debemos tener clarísimo que hacerlo es absolutamente necesario, pues el negativismo es nocivo para el cerebro, ya que aumenta el riesgo de enfermedades como la demencia.
Disculpe, he cortado su exposición sobre cómo influyen las nuevas tecnologías en nuestro modo de pensar.
Sí, la cuestión es que ahora empezamos a tener capacidad tecnológica para crear unas terapias de salud cerebral de mayor precisión porque están realmente personalizadas, basadas en las características del cerebro de cada individuo. Con estos avances aparece un nuevo riesgo, pues si hay diferencias generalizables a distintas características, como ser de izquierdas o de derechas, ¿podremos modificar la forma de pensar de alguien a base de alterar la función cerebral? ¿sería ético hacerlo?
Menudo escalofrío acaba de recorrerme el cuerpo.
Es que es técnicamente posible hacerlo. Además de medir la actividad de grupos de neuronas, ahora somos capaces de alterar su actividad. Se han hecho muchos experimentos en este sentido. Imagina que te digo: “Puedes mover tu brazo izquierdo o tu brazo derecho; el que te dé la gana”. Si yo quiero, puedo controlar cuál vas a elegir; y lo puedo hacer sin cirugía, simplemente activando ciertas áreas cerebrales con estimulación no invasiva. Por eso te subrayaba antes la importancia de desarrollar una ética adecuada para las nuevas capacidades que nos proporciona la tecnología.
¿Sobre qué base habría que construir esa ética?
El primer paso es ser conscientes de ese riesgo. El segundo, tener claro que la actividad de los grupos de neuronas forma parte de la privacidad de la persona. A partir de ahí, debemos desarrollar una ética basada en la creación de unos derechos humanos que engloben ese tipo de información. Recordemos, además, que los principios fundamentales de la ética siguen siendo los mismos que hace siglos.
Más allá de la necesidad de la reflexión ética sobre sus consecuencias y las medidas legislativas subsecuentes a adoptar, el avance tecnológico parece implicar, como le señalaba al inicio de la entrevista, que si no se utilizan bien sus creaciones, nuestros cerebros quedan mermados. Le pongo un ejemplo: los primeros resultados de un amplio estudio norteamericano en curso desde 2018, Adolescent Brain Cognitive Development (Desarrollo cognitivo del cerebro adolescente), han mostrado que los niños que pasan más de dos horas al día expuestos al móvil o a otros dispositivos, obtienen peores puntuaciones en los test de lengua y pensamiento. ¿Hay que preocuparse ya en serio por las pantallas?
La causa de esos resultados tiene que ver con la falta de juego no estructurado. Los ordenadores, las tablets, los móviles estructuran muy bien la interacción y los juegos muy formalizados, pero eso es muy distinto al juego de los niños en el patio, donde improvisan sin un plan determinado un divertimento con dos ramitas de árbol y unas piedrecillas que se encuentran. De este modo, los grados de libertad y la variabilidad de la interacción son mucho mayores; literalmente tienen que inventar cosas nuevas. Eso fomenta un tipo concreto de inteligencia, la ‘fluida’, que nos capacita para solucionar problemas nuevos. Cuando decimos de alguien que es “muy listo”, hablamos de su inteligencia fluida.
Esto entra en contraste con la inteligencia cristalizada, que consiste básicamente en saber cosas. Cuando somos jóvenes y, en general, para desarrollar el liderazgo, lo deseable es fomentar los juegos no estructurados, que aumentan la capacidad de descubrir, de aprender y de crear cosas nuevas, y eso requiere de inteligencia fluida. Es más difícil desarrollar este tipo de inteligencia usando videojuegos y nuevas tecnologías, que están muy estructuradas y te enseñan contenidos muy concretos. Lo hacen muy bien, pero no te ayudan a transferir ese conocimiento a otros dominios nuevos.
Otras investigaciones llevadas a cabo en Reino Unido, Francia, Holanda o Finlandia en los últimos años han hallado que los puntajes de coeficiente de inteligencia en las poblaciones analizadas habían disminuido considerablemente en comparación con generaciones anteriores. ¿Somos menos inteligentes ahora o es que los test clásicos miden de modo equivocado la inteligencia?
Creo que ese hallazgo es una consecuencia del tipo de test que usamos, sí, que da lugar a un sesgo dependiendo del tipo de experiencia que uno tenga. Por eso diferenciaba entre inteligencia fluida y cristalizada. Las personas sin una infancia en el sentido tradicional, con un tiempo muy dirigido por la tecnología o los videojuegos, a las que les han faltado en su crecimiento juegos no estructurados, actividad física o relaciones espontáneas, sufren una carencia de inteligencia fluida y por tanto, corren el riesgo de poseer menos capacidad mental.
Además de videojuegos, hoy los niños hallan online contenidos académicos que antes tocaba buscar en bibliotecas o enciclopedias de las que solían tener las famlias en casa. En contra del mantra contemporáneo de que “el conocimiento está a solo un clic” se manifestaron en un seminario de la UCV varios profesores de Historia, que lamentaban la pérdida de ciertos contenidos en la nueva ley de educación. Alegaban que “el ejercicio de la memoria y, con ella, la adquisición de conocimientos, es imprescindible para que el estudiante posea un pensamiento crítico que lo capacite para discernir”. ¿Cree que existe un peligro real para nuestro cerebro si dejamos de almacenar ciertas informaciones porque las tenemos accesibles en internet?
Sin duda, existe ese peligro. Si no entrenamos los circuitos de memoria a base de aprender cosas a través de la memorización, vamos a tener un cerebro distinto. Eso es un hecho, sin ninguna connotación de valor. Ahora bien, sabemos que la función de la memoria es enormemente poderosa en la existencia y el funcionamiento del cerebro humano. En un sentido estricto, los humanos no vivimos en el presente, sino anclados en la memoria del pasado y proyectados en la prospección del futuro. Ese es el funcionamiento normal del sistema nervioso. Por tanto, si uno no entrena la función memorística acaba robándole al cerebro la capacidad de funcionamiento anclada en esa memoria.
Hablando de funcionamiento cerebral, en una entrevista de este verano decía usted que “no sentirse solo" y "tener un propósito vital claro" son claves para que nuestra materia gris esté bien engrasada. Sin embargo, la gente vive cada vez más sola y eso del propósito vital hoy suena un poco a chino; gran parte de la sociedad parece no tener mucho más horizonte que el fin de semana y las vacaciones.
Estoy totalmente de acuerdo. Y la situación es de gran urgencia: según la OMS, la pérdida de salud cerebral será la causa número uno de discapacidad en pocos años.
¿Por qué son tan importantes esos dos elementos para el bienestar de nuestro cerebro?
Se ha descubierto que hay muchos factores que contribuyen a mantener la buena salud cerebral del ser humano. Desde los genes, la nutrición y el ejercicio físico, hasta la actividad cognitiva o el sueño; pero la relación social y, en concreto, no sentirte solo, junto a tener un propósito vital son particularmente críticos. Este último hace referencia a la necesidad en tu vida de algo que te trascienda, que vaya más allá de ti. Por tanto, el ocio o ganar dinero no sirven, porque son asuntos puramente autocentrados.
La mayoría de las sociedades crecía hasta hace poco tiempo con una vivencia clara de espiritualidad, de trascendencia personal, gracias a la educación religiosa. Luego, a lo mejor, cada persona desarrollaba o no la fe, pero aprendía la importancia de un propósito vital trascendente. Al habernos quitado eso, sin darnos cuenta de que debemos seguir educando en la importancia de un objetivo que nos trascienda, estamos corriendo un riesgo educativo y social.
En 2016, la Universidad de Missouri (EE. UU.) publicó un estudio según el cual las personas religiosas son más felices que las que no lo son.
Efectivamente, y yo afortunadamente soy creyente; pero, en mi opinión, lo crítico de este tipo de resultados no es la referencia religiosa en sí misma, sino el propósito vital trascendente. La felicidad, la salud cerebral, está más unida a vivir la importancia de servir a otros, de hacer por el bien a otros, que a creer en Dios. Por su puesto, esa donación puede estar impulsada por la creencia religiosa, pero también puede estarlo por otras razones.
¿Cómo es que un investigador de su talla cree en Dios? Según Richard Dawkins, ciencia y religión son irreconciliables.
Hay quienes viven la ciencia como una religión, como aquello que encontrará todas las verdades y el principio de todas las cosas, por lo que no hace falta que exista nada fuera de la capacidad de captación del abordaje científico. Creo que es una actitud bastante soberbia, desde el punto de vista humano, pensar que hemos desarrollado una forma de explorar la naturaleza que nos permitirá dominarla completamente, incluso entendernos a nosotros mismos, teniendo en cuenta que la herramienta que usamos para hacerlo es la que queremos comprender. Es una paradoja: intentamos entender el cerebro humano utilizando el cerebro humano.
Sé lo que sé en ciencia y tengo la fe que tengo. Son dos dominios distintos, por lo que, desde el planteamiento científico nunca podremos demostrar la existencia o inexistencia de un Dios. Al fin y al cabo, la fe es un don, que algunos tienen y otros no.