Blancanieves (Carola Minguet, Religión Confidencial)

Blancanieves (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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Blancanieves (Carola Minguet, Religión Confidencial)

Aunque lo propio sería escribir sobre la película ‘Blancanieves’ de Marc Webb después de haberla visto, también se puede opinar sobre la circunstancia de que, tal y como está planteada (Internet está lleno de fragmentos y resúmenes), no interesa en absoluto.

La protagonista no es una joven deliciosamente sencilla como la imaginaron los hermanos Grimm, que canta y sueña, que sueña cantando (por cierto, se ha suprimido el tema “Algún día mi príncipe vendrá”. ¿Por considerarla heteropatriarcal? ¿Porque el príncipe es plebeyo en esta versión?). Tampoco limpia y cocina en la casa de sus amigos (¿el empoderamiento está reñido con el servicio?). El beso que la despierta se ha mantenido, pero hubiese sido mejor que lo cancelaran, pues no simboliza el amor que vivifica a hombres y mujeres de cualquier época, sino que se incide en su previo consentimiento, ensuciando a los enamorados con ideología que nada tiene que ver con ellos o, peor aún, forzándolos a componendas que se contradicen con el amor.

El pastiche de wokismos y agenda LGTBI (o con las letras que lleve ahora) es complicado de digerir, sobre todo por ese afán de hacer sentir culpable a todo el mundo, en este caso, al que nace blanco (la actriz tiene la tez morena) o varón (el protagonista es bastante apocado; no hace falta desmerecer el genio masculino para vindicar el genio femenino). Además, hay quien advierte de que se han colado novedades argumentales de tinte político, como en la figura de la reina malvada, cuya tiranía imposibilita un socialismo utópico.

No obstante, lo triste del asunto es lo que se pierden los niños, de lo que se les priva, porque los cuentos clásicos son necesarios tal y como fueron pensados. ¿Por qué si no se han transmitido de generación en generación?

Una razón es su pedagogía. Por poner un ejemplo, los niños aprenden que en la vida existen condiciones: Cenicienta ha de dejar el baile a las doce; Jack, vender la vaca de su familia y comprar una habichuela... La modernidad hace creer que cualquier cosa es posible, que todo es controlable y está a nuestro alcance, cuando somos seres limitados y necesitados de ser guiados. Los superhéroes (contrariamente a los héroes de las grandes epopeyas) y otros productos culturales infantiles son un espejismo. Una cosa es enfrentarse a las adversidades; otra bien distinta, eliminar los límites y a los maestros que ayudan a reconocerlos y aceptarlos.

Igualmente, proponen arquetipos valiosos, cuyas virtudes aspiramos a encarnar en nosotros. Es decir, aparecen modelos que hacen presente lo que estamos llamados a vivir, lo que deseamos ser y a lo que hemos de ajustarnos. Así, al leer o escuchar estas historias hemos querido enfrentarnos al mar con arrojo, arriesgar la vida por rescatar a una doncella presa en un castillo, saber combatir, aprender a sufrir.  Hemos anhelado amar y ser amados.

Pero hay otro valor en estos cuentos clásicos que se descubre en su versión original, y es que no sólo educan, sino que ayudan a comprender la realidad (bueno, en verdad en esto consiste la educación). Siendo fantasiosos, hacen entrar en el mundo del más allá y en el mundo de acá. Es el caso de los cuentos de hadas, que “superan la realidad no porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que pueden ser vencidos”, escribió G. K. Chesterton.

Fíjense, si no, en las tramas, antes de que Disney las fusilara en sus adaptaciones. Están inundadas de brujas, lobos y ogros que quieren comerse a los niños; de menores desamparados en un bosque; de feriantes sin escrúpulos que secuestran a escolares de camino al colegio. Es la vida cotidiana en estas historias y ahora quiere borrarse cuando, precisamente, es lo que hace al cuento tener una dimensión escatológica: al final, fueron felices y comieron perdices.

Estos cuentos son una confrontación con la vida y contra la desesperanza porque no niegan que hay padres que abandonan a sus hijos al no poder alimentarlos o lobos que devoran niñas pequeñas. No ocultan el mal palpable, evidente, con rostro, pero anuncian una verdad escondida. ¿Y dónde está? En el lado de lo sobrenatural, que es el lugar donde actúa la esperanza.

Renunciar a esta sana escatología es como el veneno de la manzana que muerde Blancanieves. Duerme a cualquiera en un sueño de la razón. Introduce en un ataúd deslumbrante, con piedras preciosas, pero ataúd al fin.

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