¿Es inmoral el amor? (Eduardo Ortiz, Las Provincias)

¿Es inmoral el amor? (Eduardo Ortiz, Las Provincias)

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A una pregunta como la que da título a esta columna se llega después de un razonamiento como el siguiente: las personas somos sujetos que, antes y más que cualquier otra cosa, buscamos ser amados y amar. Son ciertamente nuestras relaciones amorosas las que constituyen el núcleo de nuestras identidades como personas. Y este ineludible ser amados y amar supone un tiempo y una energía que dedicamos a los involucrados en las relaciones amorosas en cuestión (como reza el título de la célebre comedia de Lope de Vega, Obras son amores y no buenas razones). Ello trae consigo esa evidente parcialidad que se da entre quienes se quieren: esposos, novios, padres e hijos, hermanos, amigos…

Sin embargo, según algunos, un comportamiento moralmente apropiado es precisamente aquel que trata a todos por igual. En tal caso, lo moral sería lo imparcial. ¿Dónde queda el amor, nuestros amores, desde este punto de vista? En un lugar difícil, desde luego, porque como acabamos de repasar, nuestros amores nos empujan a una consideración desigual, parcial de las personas. Resultaría entonces que ¡el amor nos convierte en inmorales! El problema se plantea en los siguientes términos: las personas no queremos (ni podemos) dejar de ser amados y amar, pero a la vez tampoco queremos ser inmorales. En forma de pregunta, ¿cómo es posible que el amor, la savia que nos mantiene en pie, sea la que infecte de raíz nuestra conducta convirtiéndola en fuente de desigualdad, parcialidad, inmoralidad?

La solución pasa, creo yo, por desprenderse de la referida identificación de lo moral con lo imparcial. Así pues, las cosas están de la siguiente manera: la conducta moralmente apropiada es la que nos mantiene en el camino de la vida dichosa. Renunciar a ella es suicida. Pero de esa senda hemos reconocido que forman parte central nuestros amores y ellos nos hacen inevitablemente parciales...No obstante, quizás si cada uno de nosotros viviera con orden la parcialidad a la que lo llevan los amores que forman la urdimbre y trama de su vida cotidiana, a todos nos iría seguramente bien.  Por supuesto que ello requeriría paciencia con uno mismo y con los demás, templanza, prudencia y el concurso de muchas otras virtudes, para alcanzar las cuales el hombre necesita ayuda. Pero si así fuera, si todos marcháramos en esa línea, el conjunto resultante de las relaciones personales amorosas sería armónico. Un logro progresivo, precario y a cultivar. Como todo lo valioso entre nosotros.

Esta última reflexión traspasa la frontera que separa la esfera privada de la pública en nuestras vidas. Asoma la cabeza aquí otro problema, relacionado con el anterior: hay quienes piensan que los asuntos del amor pertenecen con exclusividad al primer ámbito, mientras que la justicia y nada más que ella ha de presidir el segundo. Ahora bien, por su parte, este planteamiento de los asuntos humanos ha de adaptarse al hecho de que cada uno de nosotros es la misma persona en su vida privada y en su vida pública. Nuestro carné de identidad no cambia cuando salimos de casa y entramos en el lugar de trabajo o en una tienda a comprar algo. Y es que, aunque hay conductas propias de nuestra privacidad y otras que corresponden al foro público, no es menos cierto que no suele parecernos acertado recomendar una distancia excesiva entre quienes somos y manifestamos ser en un entorno y en el otro.

¿Será quizá que, como hemos apuntado, una vivencia ordenada del amor, que recorra las etapas características de la experiencia amorosa y que se ajuste a los rasgos propios de cada uno de sus tipos (conyugal, paterno y materno filial, fraternal, amistad, sin olvidar el perdón que a todos renueva cuando sea el caso e incluso el cristiano amor al enemigo) y que no pierda de vista la meta a que todo tipo de amor tiende (la unión entre las personas), tenga la llave para promover la armonía entre aquellos dos escenarios (el privado y el público)? Más aún, ¿no hay desde esta perspectiva, la del amor ordenado, bien entendido y vivido, un esbozo de solución a la polarización en que se hallan inmersas nuestras sociedades? Pues si bien uno de los criterios de una adecuada ordenación de nuestros amores es la primacía que en ellos han de tener nuestros próximos, otro criterio es la atención inmediata a quien se cruza en nuestro camino en situación de necesidad. Todo ello es una proyección, sí, pero también el contenido de la esperanza que a ninguno dejaría de afectar.

Por último, he hecho referencia repetidamente a un término, el de ‘orden’, que parece casar tan poco con el amor, como el agua y el aceite entre sí.  Porque, ¿no es cierto que ser amado y amar es dejarse llevar sin orden ni concierto por la más poderosa y vivificante energía que recorre nuestras almas y cuerpos? Es la recomendación del emotivismo, variante contemporánea del romanticismo. Por su parte, orden es sinónimo de proporción, medida, armonía e incluso razón. Y no es solo que el orden y el amor sean compatibles. Es que también lo son la razón y el amor. De modo que en absoluto es ciego el amor. Ni tampoco ha de ser restringido a unos pocos, aunque es parcial. En efecto, la recomendación de amar a todos no impide la pregunta de si es adecuado mantener un determinado tipo de amor con una u otra persona. Aquella recomendación y esta pregunta forman parte en realidad de la moral.  Pero, insistamos, el amor no es ciego, sino más bien luminoso. Lo sabemos por experiencia: nadie comprende mejor a una persona que quien la ama, con un amor adecuadamente entendido y vivido, hay que añadir a renglón seguido. Es decir, con un amor ordenado.

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