San Vicente y los mártires

San Vicente y los mártires

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Queridos hermanos y hermanas en el Señor, hemos celebrado la fiesta de San Vicente. Con su sangre, como todos los mártires, rubricó el testimonio supremo de Dios y de su infinita misericordia para con nosotros. El martirio constituye el mayor y más neto testimonio de que Dios es clemente y misericordioso, rico en piedad, bueno con todos, cariñoso con todas sus criaturas. De los mártires, perseguidos por causa de la justicia, injuriados, condenados y hasta abatidos por el nombre de Jesús, es el Reino de los cielos, recompensa prometida por Jesús en el Sermón del Monte.

Dios, a lo largo de la historia, se ha mostrado con una generosidad propia de Él por medio de la sangre de los mártires, semilla de nuevos cristianos, semilla de frutos abundantes en vocaciones y en obras de caridad, de evangelización y de renovación del pueblo cristiano, germen de nueva primavera en la Iglesia. Una esperanza grande anima a seguir la senda que ellos siguieron: la de la cruz. Sin miedo, sin temor, sin echarse atrás, sin retirarse del camino, sin buscar refugios o abrigos seguros, sin complejos, con la confianza del niño pequeño en brazos de su madre, con toda la confianza de hijos queridos puesta en el Señor que tantas veces nos dice en el Evangelio: “No temáis, no tengáis miedo, no os acobardéis, vosotros valéis más que las flores del campo o que los pájaros del cielo; dichosos los que creen”. Así fueron los mártires, así vivieron y así murieron: creyendo, con su vida puesta en las manos de Dios, proclamando en la hora suprema que sólo Dios es Dios, que está por encima de todo, que su amor y su misericordia no pueden ser abatidos y que jamás se cansan.

Testimonio de la grandeza de Dios

En el martirio brilla la omnipotencia infinita de Dios Amor, que ha sacado fuerza de lo débil para confundir a los fuertes, haciendo de la fragilidad su propio testimonio, el testimonio de su inabarcable grandeza y de las maravillas del poder de su amor misericordioso en quienes han sido asociados a la pasión y muerte redentora de su Hijo por el martirio. Ciertamente, muy “grande es el Señor, merece toda alabanza, es incalculable su grandeza”. La grandeza de Dios se nos ha mostrado en el testimonio de los mártires, mártires de Jesucristo, en quien como en ningún otro brilla esta grandeza de Dios que es la omnipotencia e inconmensurabilidad de su misericordia. Es la misericordia que muestra con Zaqueo, pecador; con nosotros que, como Zaqueo, vivimos alejados de Dios. Queremos hacer nuestra vida solos y por nuestra cuenta, viviendo para nuestro propio interés y no el de Dios, que ama a todos los hombres y nos concede los bienes para que podamos vivir en fraternidad y gozando de ellos en común. Así es Dios, así es su grandeza: como la vemos en Jesús, que ha sido enviado al mundo no para condenarlo, sino para que tenga vida y se salve por Él; así es Dios, así es su grandeza, como lo vemos en ese rostro humano de Jesús.

Jesús, cordero degollado llevado al matadero por la violencia y el odio, por la ceguera y la ignorancia de los hombres, por la perfidia y la maldad humana, es el gran Testigo de Dios, el Testigo fiel, el Amén de Dios, el mártir único y supremo de Dios. Toda su existencia, todo su ser, todo su decir y actuar, es una manifestación de Dios, todopoderoso en su misericordia. Todo en Él nos remite a Dios. Su querer, su pensar, su sentir, conforme a su propio testimonio, es el de Dios; y por eso, su actuar es enteramente el de Dios, implicado por completo en nuestra historia con sus entrañas insondables de misericordia. En una carne como la nuestra ha gustado el abismo de la injusticia y de la traición, de la violencia y la necedad humana, de la soledad y de la muerte. Vencedor de la muerte, nos ha revelado que Dios es Amor, misericordia, perdón, sanación de cuanto nos quiebra, y, así, nos ha desvelado la verdad grande de nuestro destino como hombres y la dignidad de nuestro ser de hombres. En Jesucristo vemos y palpamos a Dios vivo que mira con ternura y compasión a los hombres, como a Zaqueo; que se hace pequeño para que los pequeños como Zaqueo, pecadores y ruines, insignificantes como el polvillo de balanza o una gota de rocío mañanero, puedan alcanzarlo, verlo y acogerlo; que ama con pasión a los hombres frágiles y caducos, que se entrega por ellos sin reserva alguna, se inclina para curar y no pasar de largo del hombre caído y herido, maltrecho y robado, tirado fuera del camino; que eleva y levanta al caído y desalentado, incapacitado ante el futuro; que se hace humilde y sencillo para que podamos ir a Él los que estemos cansados o pegados a la tierra; que hace suyo el sufrimiento de los hombres y se identifica con todos los humillados, vejados, maltratados y crucificados, eliminados violentamente. Así planta en la tierra la misericordia, y hace entrar en la casa de la humanidad la salvación, y cambiar el corazón de los hombres; así trae la paz y devuelve a la humanidad a las sendas de la justicia de la que se había extraviado, así llena de la alegría del amor misericordioso que va más allá de la justicia. Así nos muestra que la seguridad, la alegría, la convivencia restablecida entre los hombres consiste en la capacidad de misericordia, y ésta depende del reconocimiento de Dios que Él mismo nos desvela en una carne como la nuestra.

San Vicente, como todos los mártires, es testigo singular de la misericordia de Dios hecha carne en Jesucristo: Él brilla como una luz inextinguible puesta en lo alto del mundo y nos alumbra hoy nuestros pasos y los caminos de la ciudad de los hombres. Con su vida y con su muerte nos muestra que Jesucristo es el único camino para el hombre, la verdadera y única luz que alumbra las oscuridades de nuestra historia y el futuro de la humanidad. No lo olvidemos nunca, hermanos. “¡Sólo Cristo. En Él está la plenitud de lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1Cor 2,6). Éste es el anuncio que la Iglesia confía a todos los que están llamados a proclamar, celebrar, comunicar y vivir el Amor infinito de la Sabiduría divina. Es ésta la ciencia sublime que preserva el sabor de la sal para que no se vuelva insípida, que alimenta la luz de la lámpara para que alumbre lo más profundo del corazón humano y guíe sus secretas aspiraciones, sus búsquedas y esperanzas. ¡Sólo Cristo! es lo que proclaman con una fuerza arrolladora desde la debilidad de la muerte violenta e injustamente padecida los Mártires. ¡Sólo Cristo! es el camino de futuro para los hombres, lo que nos dicen irrevocablemente los mártires. ¡Sólo Cristo!, y nada más que Él, nuestro sólo y único Señor, que ellos rubricaron con su sangre, semilla de vida nueva y verdadera!

+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia

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