Bautizos civiles (Carola Minguet, Religión Confidencial)

Bautizos civiles (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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En Una teoría de la fiesta, Josef Pieper muestra con lucidez que sólo un trabajo lleno de sentido puede ser suelo para que prospere la fiesta. Por “trabajo lleno de sentido” entiende el trabajo que es a la vez felicidad y fatiga: “Quizás ambas cosas, trabajar y celebrar una fiesta, viven de la misma raíz, de manera que, si la una se apaga, la otra se seca”, explica. Junto con las razones que las justifican, el filósofo alemán aporta en este libro muchas descripciones de fiestas. Ciertamente, es importante reparar en los detalles porque descubren si se trata de una impostura (en un pasaje, el autor recuerda una celebración donde el viento del infinito aburrimiento helaba el corazón…). Así es. Una mirada, un susurro, un gesto puede desvelar la puesta en escena. ¿Y qué sentido tiene una fiesta falsa? Ninguno. Como tampoco lo tiene tratar de rentabilizarla. La fiesta, per se, es antieconómica. Los griegos derramaban el mejor vino en un banquete. Las fallas se queman.

Con las ceremonias civiles de bienvenida a los recién nacidos que ahora quiere poner de moda el Ayuntamiento de Valencia, el problema, sin embargo, no es el atrezzo, sino la manipulación sobre el origen de esta iniciativa hace ya un par de siglos. El alcalde Joan Ribó ha subrayado que se sustenta en la voluntad de celebrar la llegada de un nuevo niño “desde el respeto y la libertad de los ciudadanos que no quieren optar por celebraciones religiosas”. ¡Es al contrario! Ahora, como entonces, se trata de una parodia religiosa. Y cuando digo parodia no me refiero a burla, sino a una replicación dramatúrgica, cambiando el significado.

Los bautismos civiles se llevaron a cabo por primera vez en Estrasburgo el 13 de julio de 1790, en tiempos de la Primera República, y proliferaron durante la Revolución Francesa, hasta que se instituyeron por decreto el 26 de junio de 1792. Sus precursores los vendieron como un símbolo de la separación entre Iglesia y Estado, pero fueron ideados como la manifestación externa de una nueva religión donde el hombre es el centro de todo (aunque quien decide, en última instancia, siempre sea el Estado). Si los revolucionarios hubieran pretendido únicamente una nueva forma de gobierno no habría hecho falta replicar rituales que expresaran que la salvación viene de la comunidad política (algo que, por cierto, han pretendido y pretenden todos los totalitarismos). De ahí que las arengas pasaran a ser predicaciones, se dedicaran procesiones a la diosa Razón, incluso se versionara el himno eucarístico "O Salutaris Hostia" de Tomás de Aquino. Al pueblo creyente no se le podía dejar sin fe. Había que borrar la católica y sustituirla por otra, al grito de “non serviam”.

Tantas décadas después, estos ritos han evolucionado y se han adaptado a nuevos escenarios y lenguajes, pero siguen triunfando y no porque entre sus adeptos todos lo sean por convicción (de hecho, muchos no defienden ningún credo ni color político), sino porque el hombre necesita expresar y sellar lo que vive, aun cuando es inexplicable. Y porque, aunque la modernidad y la posmodernidad han tapiado el cielo, el deseo de trascendencia está en nuestro ADN. Esto explica que en una boda civil se pronuncien unos votos y que en un entierro laico un amigo o un familiar lea un poema de Cavafis o de Coelho; muchas personas no se contentan sólo con vivir juntos y quieren comprometerse de por vida, al igual que necesitan despedirse de sus seres queridos. Somos animales litúrgicos. Es algo que está en el orden natural y, por tanto, en nuestro corazón.

Quizás aquí está el punto. La naturaleza humana no es rectificable. Se puede confundir ideológicamente, moldear culturalmente, pero no es mutable. Pasa como con las fiestas que señalaba al principio. Idear puestas en escena asombrosas, banquetear, llenar el aforo de invitados no basta. Deslumbrar no es emocionar… La razón de la alegría y de la fiesta no se fabrican. Se revelan.

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