'Brexit' o 'biscotto' (Alberto Arrufat, Levante-EMV)

'Brexit' o 'biscotto' (Alberto Arrufat, Levante-EMV)

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Días después de que el 52% de los votantes británicos apoyara el Brexit, los distintos actores involucrados tratan de encontrar posiciones desde las que esbozar los próximos pasos. En la mente de todos está aquel 13 de diciembre de 2007, cuando los Estados Miembros en Lisboa, sin necesidad jurídica que lo justificara –pues el Derecho Internacional Público general lo prevé por defecto- decidieron incluir en el Derecho originario una puerta de salida del proyecto de integración más ambicioso del mundo, el europeo. Pocos entonces previeron el impacto que tendría en una Organización Internacional concebida, hasta la semana pasada, en palabras de Giscard D´Estaing, como una bicicleta –caída si no avanza y sin marcha atrás-.

El artículo 50 del Tratado prevé, de entrada, un periodo de dos años desde que la decisión de retirada de un Estado es comunicada a la Comisión hasta que esta se hace efectiva. Durante dicho periodo, se debería pactar un nuevo status británico ante la Unión Europea y elaborarse el calendario de retirada de la Unión del Reino Unido. Sin embargo, la Unión Europea también se verá afectada pues, si finalmente se lleva a cabo, este “acuerdo de retirada” formará parte del Derecho Originario de la Unión, dando posiblemente lugar a una nueva modificación de los Tratados con sus consecuentes cambios en la arquitectura institucional; probablemente, los Estados exigirán una redefinición del sistema de mayorías y, la ausencia de los británicos (el 12,76% de la población europea) podría redundar en un fortalecimiento del poder negociador de España. Nada nuevo bajo el sol, periódicamente los Estados han pugnado por cuotas de poder dentro de la Unión, eso si, nunca en esta coyuntura.

Poco puede decirse de la actitud de la Unión Europea hacia los británicos. En los últimos años, incluso en los momentos de mayor presión euroescéptica –o quizá gracias a ella-, la Unión ha depositado en el Reino Unido cotas de confianza no siempre bien atendidas –entre ellas, el nombramiento de Catherine Ashton como Alta Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad- o las enormes concesiones a la excepcionalidad británica del acuerdo suscrito con el ex-Premier Cameron en febrero, correspondidas de forma torpe al hacer versar el referéndum sobre la salida de la Unión y no sobre la firma del mismo.

Tampoco todo es responsabilidad británica. La Unión Europea nunca ha logrado llegar a sus ciudadanos con facilidad; no sólo eso, en los últimos 8 años, ha conseguido perder a una parte importante de ellos en diferentes Estados. Nunca será popular quien pretende el escrupuloso cumplimiento de los principios ni inteligente el gobernante incapaz de empatizar con sus administrados. Por más que fuesen financieramente necesarios, los avatares de la Troika han devuelto a la Unión el adjetivo “económico” del que trataba de huir desde Maastricht. La Unión está formada por 28 Estados, políticamente complejos y sujetos a realidades y dinámicas distintas. Por más que sea su función promover la integración de las políticas, la Comisión erró cuando pensó que, con el apoyo de gobiernos centrales, lograría imponer algunas regulaciones y aquellos aspectos más controvertidos de sus políticas. Y, ¿por qué no decirlo? Casi todos nos equivocamos cuando, embriagados de europeísmo, dijimos que en los últimos años se había superando el peso de los Estados en la toma de decisiones europea en favor del pueblo europeo. El Brexit nos devuelve a la tozuda realidad: no todos los Estados, ni siquiera los ciudadanos de un mismo Estado tiene el mismo interés por el proyecto europeo. Nos engañan quienes dicen que esto queda resuelto con la salida británica.

El futuro no nos deparará a todos lo mismo, pero, desde una perspectiva objetiva, ninguna de las tres partes gana: Reino Unido pierde, entre otras muchas cosas, las ventajas de la libre circulación para sus ciudadanos y empleadores, sus universidades la inyección en fondos I+D que recibían de las arcas comunitarias, parte del atractivo financiero de la “City”, el liderazgo comercial ante sus socios de la Commonwealth en el hinterland europeo, además de enfrentarse a un riesgo evidente de desviación del comercio; por su parte, los Estados miembros echarán de menos la seguridad del concierto europeo, la solidez del bloque frente a una díscola Rusia y, en términos de política interna, la tranquilidad negociadora que, en la hora de la campaña ofrecían los Tratados de la Unión y su jerarquía sobre los ordenamientos internos; finalmente, los pasos de la Unión Europea tampoco serán fáciles, porque el riesgo de que nuevos Estado salgan ante ambiciosos intentos de profundización ha dejado de ser, solo, una amenaza política; además, habrá que delimitar los términos del Acuerdo no vaya a ser que el concubinato resulte ser más atractivo que el matrimonio y los que quedemos, lo hagamos solo por no poder de divorciarnos.

Lo que resulta incuestionable es que, si finalmente llega a producirse, el Brexit sólo será un coste más de la crisis que azota a la Unión Europea desde 2007. Cuando salgamos de ella –si no lo hemos hecho ya, y esto es lo que hay-, nos daremos cuenta que, tras estos años de entropía europea, las relaciones internacionales se han reordenado nuevamente, y que otros actores han restado a los europeos, cotas de influencia.

Mientras algunos apelan a un “biscotto político” que impida la salida, alentando la falta de capacidad del pueblo para decidir sobre cuestiones mayores –algo no descartable, a la luz de algunos referéndums pasados-, otros aguardan acontecimientos, especulando incluso que, llegado el caso, el inglés dejaría de ser la lengua habitual de trabajo; nada parece estar resuelto. No es momento para lamentarse, sea cual sea el resultado final, tras una profunda reflexión, tendremos que gestionar un proyecto europeo que, en forma de velero, debe navegar negociando cada ola de forma delicada pero sin olvidar que ningún viento es favorable para quien no sabe a dónde va.

 

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