Decano del Tribunal de la Rota
Carlos Morán: “Es esencial hacer efectivo en la Iglesia que no hay lugar en el sacerdocio para quien abuse de un menor”
Noticia publicada el
lunes, 31 de octubre de 2022
El Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica en España es único en el mundo. Ningún otro país tiene una institución canónica como la que fue concedida hace siglos al pueblo hispano para que los conflictos eclesiales, incluidas las causas matrimoniales, se resolvieran sin que fuese necesario apelar a las instancias jurídicas de Roma.
No es sencillo conocer el año preciso de su fundación; según a qué experto se consulte, la respuesta puede variar desde el siglo XII hasta el XVI. El decano de esta institución, Carlos Morán, explica de forma sencilla el asunto: “El origen es anterior y se le llamaba Tribunal del Nuncio, pero con la denominación actual funciona básicamente desde el siglo XIV. Las normas de la configuración moderna, eso sí, se remontan al XVIII y llegan hasta nuestros días”.
Morán ha sido uno de los conferenciantes del Congreso Internacional ‘La Reforma del Derecho Penal Canónico’ de la Universidad Católica de Valencia (UCV), que ha organizado su Facultad de Derecho Canónico. Para el decano del Tribunal de la Rota la concesión de este privilegio “tiene que ver mucho con el peso que la Iglesia que camina en España ha tenido en la historia eclesial, sobre todo a partir del siglo XVI, tras el Descubrimiento de América”.
Hablando de España, hace un tiempo leí a un historiador bastante anticlerical afirmar en un medio online que durante el franquismo “anular el matrimonio era algo reservado a las élites pudientes”, y que “con la Transición y la ley del divorcio del 81 los privilegios se socializaron”. Como sucede con este, cuando se habla con personas no religiosas es habitual escuchar comentarios que deslizan sombras de sospecha sobre las nulidades del Tribunal de la Rota. ¿Cree que existe un mito enraizado en el imaginario colectivo de los españoles al respecto?
En primer lugar, lo que afirma ese historiador es una solemne estupidez que solo expresa los posicionamientos ideológicos de alguien que escribe sin ninguna base científica. Aseveraciones como esa son tonterías, idioteces que casi no merecen contestación. En cuanto a lo segundo, no estoy de acuerdo en que esos mitos estén instalados en el ideario colectivo; lo están solo en ciertos sectores.
Los miles y miles de fieles que han pasado por las jurisdicciones de los distintos tribunales eclesiásticos en España, y el nuestro en particular, pueden atestiguar cuál es la realidad. Por ejemplo, de 2000 a 2015 los jueces de la Rota dictaron cerca de nueve mil sentencias y no creo que haya ningún implicado cuya experiencia tenga que ver con los costes económicos, entre otras cosas porque las tasas de muchos tribunales se han suprimido y las del nuestro son muy limitadas.
La relación entre circunstancias ‘económico-patrimoniales’ y administración de justicia en la Iglesia está más que superada. Siempre lo ha estado, pero de una manera particular desde el motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus del papa Francisco, que establece la gratuidad como aspiración última. No hay duda de que en la Iglesia está garantizado el ejercicio de todo fiel de su derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, independientemente de su condición económica; y también de su condición moral.
Me refería especialmente a la imagen que se proyecta de los tribunales canónicos desde muchos medios de comunicación.
Sí, sí. La distancia entre lo que son las cosas y lo que se muestra es muchas veces… Mira, recuerdo que le abrimos las dependencias del Tribunal a un programa de televisión nacional y uno de nuestros jueces aceptó la encomienda de hablar para ellos. Dio largas explicaciones durante horas y horas sobre el tema en cuestión; estuvieron grabando una mañana entera. Sacaron apenas un minuto y medio editado de la conversación, añadiendo después a un señor exponiendo unas conclusiones que no quiero ni recordar. Antes esas cosas me enfadaban, ahora ya no.
En las últimas décadas, la literatura también ha contribuido a reforzar una imagen oscurantista de las instituciones de la Iglesia con obras de éxito mundial. Ahí están El Código Da Vinci, de Dan Brown, o Los pilares de la tierra, de Ken Follett. Los tribunales eclesiásticos, en particular, son muchas veces representados como organismos opacos y tenebrosos, donde la Iglesia perpetra terribles injusticias a escondidas. ¿Qué se traen ustedes entre manos?
Pues hicimos unas reformas en nuestras instalaciones y pusimos mucha iluminación, así que ya no hay tinieblas (ríe). Mira, hoy llevo trabajando desde las seis de la mañana en la redacción de una sentencia y cada día es similar, me faltan horas. Solo Dios conoce nuestro trabajo y, después de más de veinte años en el Tribunal, ya solo rindo cuentas ante Él, lo demás me da igual.
¿En qué consiste el día a día profesional de un juez de la Rota? Además de casos de nulidad matrimonial, llevan ustedes también casos de derecho penal canónico.
Así es. Este tribunal es algo similar a la Audiencia Nacional, que se creó en España para resolver delitos determinados como el de terrorismo, liberar de la responsabilidad a los tribunales ordinarios y garantizar su independencia. La Rota desempeña esa función de tribunal nacional penal de facto, de manera que se libere, entre comillas, a muchos obispos del ejercicio de ese papel, y, sobre todo, se atienda mejor a las víctimas y se procure un ejercicio del proceso en términos correctos. Para ello hay que cumplir siempre las finalidades de la pena: reestablecer la justicia, reparar el daño y el escándalo producido, y enmendar al reo.
En los últimos años su tribunal ha debido ocuparse de un buen número de casos relacionados con los abusos sexuales a menores por parte de sacerdotes y laicos que desempeñan su labor profesional en la Iglesia. Algunos medios dedican grandes espacios en sus páginas a esta clase de delitos cuando se han producido en el ámbito de la Iglesia, dando la impresión de que estos casos son algo casi exclusivo de esta institución.
Los abusos son una lacra social: más del 80 % de estos delitos se producen dentro del marco de la familia. Afecta, de la misma manera, a muchas instituciones, incluida también la Iglesia.
Para conocer la verdad, hacer justicia y reparar el daño en los casos de abuso sexual, como en el resto de delitos, la herramienta que se ha dado la sociedad moderna es el derecho. Por eso la Iglesia también debe echar mano de sus mecanismos jurídicos y procesales frente a estos casos. Es cierto que hay otras aproximaciones necesarias cuando se habla de abusos a menores, al margen de la jurídica, como la pastoral, la terapéutica, la ayuda psicológica o el acompañamiento; pero la aproximación del derecho es la imprescindible. Antes de nada, hay que hacer justicia.
¿La Iglesia ha realizado cambios con ese objetivo?
Algunos de los mecanismos jurídicos de la Iglesia se han ido purificando, sobre todo con la publicación del importante motu proprio de 2001 Sacramentorum sanctitatis tutela, promulgado por Juan Pablo II y redactado por el entonces cardenal Ratzinger, que ha tenido distintas revisiones hasta la última de Francisco del año pasado. Todas ellas insisten en la idea repetida por los últimos papas de que no hay lugar en el sacerdocio para quien abuse de un menor. Es un principio que la Iglesia sostiene y debe sostener.
¿Cómo se traslada esa idea a la práctica?
Benedicto XVI escribió en 2019 un artículo muy serio sobre las causas últimas de los abusos sexuales, y hablaba de la pérdida de la fe y de la pérdida en el hombre de la conciencia de Dios, pero también de la necesidad de la conversión. Señalaba que la Iglesia pura tiene que volver a encontrarse con aquello que es puro, bueno, justo y santo; y yo estoy firmemente convencido de que es así. Más allá de lo que los medios de comunicación puedan decir sobre estos casos, este es un momento de conversión para la Iglesia.
Ante las situaciones de abusos de menores, la Iglesia necesita una continua y profunda conversión de los corazones. Esta debe ir acompañada de acciones concretas y eficaces que nos involucren a todos, como dice el papa Francisco, de modo que la santidad personal y el compromiso moral contribuyan a promover la credibilidad del anuncio del evangelio y la eficacia de la misión de la Iglesia.
Es esencial hacer efectivo que no hay lugar en el sacerdocio para quien abuse de un menor, y no hay pretexto alguno que justifique este delito. Lo subrayo: que se haga lo que se tenga que hacer para corregir esta problemática, sean pocos o muchos los casos. En esto está en juego, en primer lugar, el bien de las víctimas, y, después, el de la Iglesia; además de la conversión de los pecadores y de los delincuentes.
Estos casos deben conllevar muchas veces un vasto y delicado trabajo de investigación, y unos procesos largos, ¿no?
Claro. Por esa razón, en una materia que demanda tantos conocimientos como esta, es imprescindible que se eche mano de los tribunales, de los jueces y de los expertos. Porque supone conocer bien, y no es fácil, el derecho procesal; el derecho procesal penal, que es complejo y limitado; la psicología y la psiquiatría; las relaciones que sabemos que existen entre determinados trastornos y patologías de personalidad y los abusos sexuales.
Con todo ello, está garantizada la independencia e imparcialidad en la actuación de los jueces; así que solo buscamos la verdad cuando cualquier caso penal cae en nuestras manos, porque tan fiel católico es la víctima como el clérigo que haya cometido ese delito.
Es decir, que ni tienen favoritismos ni pretenden esconder nada, como algunos sugieren.
Por supuesto. No nos interesa otra cosa que el conocimiento de la verdad. Afirmar lo contrario, al menos en lo que respecta a un servidor y a mis compañeros del Tribunal de la Rota, es una calumnia. Nuestras miras se dirigen a Dios y tenemos como fin la justicia y la verdad, y, como medios, las pruebas.
Otra cosa es que haya quienes quieran saltarse los mecanismos del derecho, las pruebas, y el principio fundamental de la presunción de inocencia. No es esta la que hay que probar, porque no se presume la culpabilidad del acusado, sino la inocencia. Cuando no se ha probado la culpabilidad y no se adquiere la certeza moral, los jueces deben absolver al acusado en cualquier orden jurídico, incluido el canónico.
Solo me mueve la búsqueda de la verdad y de la justicia, ninguna otra consideración. Por eso te comentaba antes que hace años me molestaban determinados comentarios sobre nuestra labor, pero ahora ya no. Me dedico a trabajar y me faltan horas y días, porque también debo ejercer la docencia universitaria, investigar y publicar, impartir conferencias…
En ese sentido, ha habido casos en los que el tribunal civil ha dictado una sentencia condenatoria sobre el sacerdote o laico acusado de abusos sexuales, mientras que en el proceso llevado a cabo por el Tribunal de la Rota este ha sido declarado inocente. ¿A qué se deben estas discrepancias?
De entrada, déjame decirte que lo más frecuente es lo contrario: que el tribunal civil absuelva y el canónico condene. Pero es que un juez eclesiástico puede llegar a resoluciones distintas a las de uno civil, de la misma manera que sucede entre jueces civiles. En derecho, dos y dos no son cuatro y en esas discrepancias actúan muchos factores. Depende del tenor de la denuncia o de las pruebas; se trata de jueces distintos, con medios de pruebas diferentes, y con mecanismos de valoración que poseen elementos jurídicos propios.
Lo único del derecho de la Iglesia quizás susceptible de causar alguna problemática para los juristas es la posibilidad de levantar la prescripción del delito cuando se trata de casos como los abusos de menores. Esto no sucede en el derecho de los Estados. De hecho, nosotros estamos persiguiendo delitos que para los tribunales del Estado están prescritos y no pueden actuar sobre ellos.
Además, tenemos otras herramientas que no existen en el derecho estatal, como sucede con los remedios penales. Después de ser absuelto, podemos utilizar determinados remedios penales que vinculan a veces a un acusado a obligaciones de conducta muy parecidas a penas. Por tanto, el derecho canónico va más allá de la propia peculiaridad y razón de ser del derecho sancionador de la iglesia. Todo eso debemos conocerlo primero en la Iglesia, que es bastante desconocido.
El juez canario Tomás L. Martín, que dirige el único proyecto piloto en España de tribunal especializado en violencia sobre menores, explicaba hace unos días en la UCV que le toca escuchar historias muy duras, por la naturaleza de ese tipo de casos. Usted, que también debe instruir procesos con grandes cargas de dolor y con relatos a veces difíciles de escuchar, ¿cómo gestiona su impacto emocional?
En estos tribunales vemos realidades de vida que quizás no se vean en otros sitios. Es cierta la frase de que la realidad supera a la ficción: he visto y oído mucho más de lo que me podría imaginar; tanto en la vida conyugal como en los procesos penales. Es un trabajo muy difícil, pero debemos hacerlo, aunque sea complicado abstraerse de lo que uno está viviendo como juez de un tribunal; de lo que escuchas, analizas y formulas en las sentencias.
En mi caso, últimamente han llegado momentos de sufrimiento personal en algunos procesos penales. Los jueces somos personas y, como dijo el antiguo autor teatral Publio Terencio Africano en una de sus comedias, “soy un hombre, nada de lo humano me es ajeno”. El sacerdote que escucha en la confesión las miserias del ser humano lo hace desde la perspectiva de Dios, desde la perspectiva moral, desde la bondad o maldad de un comportamiento. Nosotros, en cambio, analizamos su causalidad, su etiología.
Como el ser humano es complejo, cuando te adentras en las causas siempre hay algo que explica incluso los procederes más perversos. Siempre hay una raíz que explica lo acontecido, aunque esta sea de naturaleza patológica. Sabemos, por ejemplo, que un alto porcentaje de abusadores fueron víctimas de abuso, y conocemos también la relación que existe entre entornos familiares de tipo patológico, anómalo, disruptivo, y los comportamientos de naturaleza delictiva. Todo esto, no obstante, no significa que esas acciones estén justificadas. En absoluto.
El magistrado, también el eclesiástico, acostumbrado a analizar y exponer en su redacción las faltas o delitos cometidos por alguien, hasta llegar a menudo a sentencias condenatorias, ¿lo convierte en una persona aún más exigente con su propio modo de proceder, en una suerte de juez de sí mismo?
Así es, totalmente. Sin duda alguna. Las grandes miserias de la gente que escuchas en los juicios te suscitan, por un lado, sentimientos de compasión, pero también hacen que te interpeles mucho a ti mismo.
No hay que olvidarse de que el Padre siempre nos acoge en su misericordia.
En muchos procesos viene a mi mente cierta expresión de uno de los santos padres de la Iglesia. Habiendo hecho partícipes a los responsables de una comunidad de los comportamientos de algunos miembros, se escandalizaron. Él les dijo, corrigiéndoles: “Hoy son ellos, mañana puedo ser yo”.
Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra, y por eso, lo que han de suscitar en nosotros las miserias de los demás es la consciencia de la continua necesidad de conversión.
Supongo que esa será una de las lecciones más importantes ha aprendido como juez. ¿Compartiría con nosotros algunas más?
Si algún día tengo tiempo me gustaría escribir sobre esto, porque la experiencia es ya de muchos años, pero lo primero que he aprendido es que la Iglesia es madre; que, juzgando, acoge; y que busca la justicia y la verdad. He aprendido que el ser humano es un misterio, que detrás de cada uno de nosotros está el yo personal que solo Dios ve en su profundidad, y que, aunque me dedico a dictar sentencias, solo a Dios corresponde el juicio último. Es el único juez justo, porque es la justicia en sí misma. También he aprendido que el ser humano puede tener segundas oportunidades y que hay situaciones que pueden ser reconducidas.
He aprendido que existe el mal, y un mal a veces muy grave. He visto a gente extremadamente buena que ha sufrido muchísimo y a gente extremadamente mala que ha hecho sufrir de manera enorme. Por esa razón, también he aprendido que la misión de los tribunales eclesiales, denostada por muchos incluso dentro de la Iglesia, es esencial.
La Iglesia que predica la palabra de Dios, que anuncia la buena nueva del Reino, que celebra los sacramentos y que ejercita la caridad también debe realizar la justicia. Sin ello no es posible la caridad, como dice Benedicto XVI. Esta va más allá de la justicia, pero no sin ella. No puedo dar a otro lo que es mío, en el ejercicio de la caridad, si antes no le doy a cada uno lo que es suyo.
Como usted mismo ha indicado, posee una prolongada trayectoria como juez en el Tribunal de la Rota. ¿Cómo vive y desea vivir esta misión que le ha encomendado la Iglesia hasta que el Señor quiera que la siga ejerciendo?
Es una pregunta que no me había hecho nadie, pero que yo sí me he hecho muchas veces. Creo de verdad que Dios me dio una vocación sacerdotal que se completó por el querer de la Iglesia en la condición de juez. Juan Pablo II, de hecho, dijo en una ocasión a los miembros del Tribunal de la Rota Romana que los jueces ejercíamos un “verdadero sacerdocio”, pues somos sacerdos iuris.
Suelo decirle a Dios que, durante el tiempo en que desempeñe este ministerio, me permita hacer lo que he hecho hasta ahora: dedicarme con pasión a la búsqueda de hacer justicia, sin la interferencia de nadie en mi imparcialidad y en mi independencia.