“China e India aprovecharán la revolución digital, a la vez que Europa se hundirá”

Florentino Portero, presidente de Paneuropa España

“China e India aprovecharán la revolución digital, a la vez que Europa se hundirá”

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“China e India aprovecharán la revolución digital, a la vez que Europa se hundirá”

Tres grandes acontecimientos han marcado la historia mundial en el primer cuarto del siglo XXI. En primer lugar, los ataques del islamismo radical -iniciados anteriormente, pero intensificados y multiplicados a partir del 11-S-, la crisis económica global que explotó en 2008 y la pandemia del SARS-CoV-2. Estos y otros hechos de gran calado, como las guerras de Afganistán, Irak y Siria, el paulatino ascenso al poder en Iberoamérica de los partidos de izquierda neomarxista del Foro de Sao Paulo, el Brexit o la definitiva explosión económica de China, han configurado la aceleradamente inestable situación internacional del presente. Todo ello, en el marco –y unido de manera inseparable- de la globalización propiciada por la tecnología que lo ha cambiado todo: internet.

Con la primera página de la actualidad ocupada por la guerra en Ucrania y la enorme crisis política, económica, cultural y social que viven las naciones occidentales, el Instituto de Estudios Europeos (IEE) de la Universidad Católica de Valencia (UCV) y la Facultad de Ciencias Jurídicas, Económicas y Sociales han invitado a Florentino Portero, presidente de la plataforma Paneuropa España y director del Instituto de Política Internacional de la Universidad Francisco de Vitoria (Madrid), a impartir una conferencia que arroje cierta luz sobre el futuro de dos alianzas internacionales en plena crisis. 

Su conferencia en la UCV ha versado en torno a la interrelación entre la Unión Europea y la OTAN. Los matrimonios de conveniencia no suelen salir muy bien, aunque supongo que entre países es cosa distinta. Antes de hincarle el diente a la situación actual, pónganos un poco en antecedentes, por favor.

Habría que empezar diciendo que la relación entre OTAN y UE procede del tiempo que se inicia después de la II Guerra Mundial. Los primeros pasos son de integración europea, con el Tratado de Dunquerque de 1947 y el Tratado de Bruselas de 1948. Pero los países europeos, destrozados después de la guerra, no tienen capacidad de disuasión frente a la entonces Unión Soviética, por lo que piden ayuda a Estados Unidos. En 1949 se firma el tratado de Washington y con él nace la Organización para el Tratado del Atlántico Norte (OTAN).

Los mismos estados europeos insertos en la alianza atlántica se encuentran después creando lo que será la futura Unión Europea. A lo largo de ese proceso hay una tensión entre lo que los europeos tenemos que hacer en la Unión y lo que debemos ser en la OTAN, junto a estadounidenses y canadienses. Es un debate dinámico y normal. Últimamente, y sobre todo desde la presidencia de Donald Trump -en la que EE. UU. se replanteó el vínculo de seguridad con Europa-, en la UE empezó a hablarse de la necesidad de convertirse en un actor estratégico en el mundo.

¿Estamos alcanzando ese objetivo?

En absoluto. La invasión de Ucrania por parte de Rusia ha puesto en evidencia hasta qué punto la UE no está preparada para asumir ese papel; todavía necesitamos el vínculo con Estados Unidos. Además, resulta inaceptable que la UE no sea capaz de gestionar problemas estrictamente europeos. Por su parte, lo que los estadounidenses piden a la Unión es que se vincule a los grandes temas de la agenda internacional y, sobre todo, a la contención de China.

En el título de su conferencia hablaba de “una nueva época” en la relación entre OTAN y UE. ¿Se refería a estas demandas de EE. UU. para con los países europeos?

Tiene que ver con eso, pero sobre todo con que nos hallamos literalmente en el final de una época, la de la tercera revolución industrial, que comenzó en el año 1945, final de la II Guerra Mundial, y terminó en 2008, inicio de la gran crisis económica. Todo ese ciclo, denominado de manera genérica el ‘orden liberal’, y que en economía corresponde a la tercera revolución industrial, ha dado paso a un nuevo tiempo, la cuarta revolución industrial o revolución digital.

En el plano internacional, además, el orden liberal está en quiebra, pero tampoco hay ninguna otra alternativa. Nos encontramos en una etapa de transición en la que tanto EE. UU. como Europa estudian en qué medida debe mantenerse el vínculo atlántico y en qué medida la UE será capaz de asumir sus responsabilidades en materia de seguridad.  

¿Por qué ha entrado en crisis el orden liberal?

El orden liberal es una iniciativa norteamericana fundamentada en la difusión de la democracia en el marco económico de los mercados abiertos que entra en crisis cuando la sociedad norteamericana protesta ante los dos vicios que se han generado con la externalización de muchos de los procesos productivos a causa del proceso globalizador. Por un lado, se han perdido puestos de trabajo en EE. UU. en beneficio de otras partes del mundo y se han generado cadenas de aprovisionamiento que atentan contra la seguridad nacional. Hay, por tanto, un exceso de dependencia económica respecto de lo que se produce en otros países. La denuncia de ambos hechos converge en un personaje: Donald Trump.

Trump rediseña el Partido Republicano a través de la crítica a las élites económicas y políticas que han apostado por la globalización. Estados Unidos, que era la locomotora del orden liberal, se convierte en su principal crítica a partir de ese momento, deja de comprometerse con la seguridad de terceros países y se concentra en cuestiones de política interior.

En Europa muchas voces apuestan por ese mismo camino.

Claro. De la misma forma que la sociedad norteamericana, la europea descubre esa pérdida de puestos de trabajo y que los intereses de las élites económicas no se corresponden con los intereses nacionales, sino que son puramente corporativos. Eso ha desembocado en Europa en una crisis de modelo de partido. Tanto los populares, democristianos y conservadores de una parte, como los socialistas, de la otra, han entrado en crisis.

En la primera vuelta de las elecciones generales francesas esto ha quedado manifiestamente claro. Más del sesenta por ciento de los votantes son antisistema. Su ley electoral, que es a dos vueltas, permite ganar a Macron, pero la fotografía de la primera vuelta era que, si sumabas al votante de Le Pen con el de Melenchon tenías una mayoría antisistema clarísima. El caso francés lo puedes llevar a España, o al Brexit, por ejemplo.

Se ha producido una revuelta de la sociedad ante unas decisiones de las élites políticas y económicas en las que los ciudadanos no ven defendidos sus intereses, sino otros que nada tienen que ver con ellos. Estamos ante una crisis característica de los cambios de época: la pérdida del vínculo entre las élites y la sociedad. 

Las críticas contra la Agenda 2030 de la ONU serían también un ejemplo de esa desvinculación, entiendo.

Sí, sí. Aunque los puntos descritos en la Agenda 2030 son muy vagos, cada uno los interpreta como quiere y muchos consideran que responden a intereses globalistas, signifique eso lo que signifique. Lo global es percibido como algo distinto a lo propio; globalista suena a que no se defienden mis intereses. Cuando hay crisis, la gente se agarra a lo de siempre, aquello que le es más cercano. Se da una vuelta a la nación como salvavidas. No se cree en los grandes organismos internacionales.

Quizás también influya que ya no tenemos sentido de civilización, ¿no? Da la impresión de que Occidente está desencantado consigo mismo, sin proyecto.

Es exactamente así. Occidente ha dejado de creer en sus valores de referencia, se avergüenza de su propia historia y trata de reinventarse. Pero lo hace a partir de principios tan vacuos que no significan nada. El mejor ejemplo de la decadencia de Occidente es que hemos dejado de tener hijos. No nos interesa el futuro.

Atendiendo al histórico de los índices de natalidad en Norteamérica y Europa, esa falta de autoestima nos acompaña ya desde hace bastantes años.

Ha sido todo un proceso que nos ha dejado en la situación actual, en la que los jóvenes no se plantean ya casarse, ni mucho menos tener descendencia: “La vida es muy difícil; en realidad no sé quién soy ni adónde voy, qué va a ser de mí el año que viene… En esas circunstancias, ¿cómo me voy a complicar la vida asumiendo compromisos como un matrimonio o tener cuatro hijos? Ni de casualidad”.

¿Cuáles serían los valores de referencia cuya pérdida ha desembocado en esa actitud vital?

El más importante es la confianza en el saber, la convicción de que a través de la razón puedo distinguir lo bueno de lo malo, lo correcto de lo incorrecto. Este es el origen de Occidente: el matrimonio entre los valores judeocristianos y el espíritu crítico grecolatino. Esta unión, que ha dado veinte siglos de desarrollo de Occidente, sencillamente se ha roto.

Esta es hoy la gran prueba de la crisis de la modernidad: los occidentales hemos dejado de creer en la razón y nos acogemos a los sentimientos. La razón nos parece engañosa, no creemos que la verdad exista y hablamos de “tu verdad” y “mi verdad”, ambas fundamentadas en el sentimiento, no en el estudio, en la investigación. Esa falta de confianza en la razón nos lleva a pensar que los valores son etéreos y subjetivos. Entonces, si el bien es subjetivo, ¿para qué me voy a complicar la vida? Al fin y al cabo, ¿quién soy?

Pasando a otro tema, ¿considera que en la nueva época en la que estamos inmersos podemos hablar ya de China como la primera potencia mundial?

Creo que China no ha alcanzado todavía el altísimo potencial de innovación de Estados Unidos. Los norteamericanos llevan muchas décadas de ventaja y, además, China tiene unos problemas sociales tremendos. Es un país todavía pobre, aunque no en términos económicos brutos. El nivel de renta por persona muestra que a los chinos les queda todavía mucho camino por recorrer.

Lo que ocurre es que China sí tiene una visión y una estrategia; y no tiene problemas de relativismo. Sabe lo que quiere y avanza a un ritmo muy potente. Mientras, en Estados Unidos hay una sociedad enferma, rota, como la europea, como la española. Esa debilidad cultural hace que EE. UU. sea un país muy frágil. Esa es la gran ventaja competitiva de China.

¿Cuál es el objetivo global de China? ¿Qué mundo quiere configurar?

A China le importa un comino el mundo. No quiere transformarlo, sólo quiere ser más rica y poderosa. Esta es la gran diferencia en el concepto de poder entre los occidentales, sobre todo los estadounidenses, y los chinos.

El fundamento de la política norteamericana lo encuentras en el capítulo 5 del Evangelio de Mateo, el de las Bienaventuranzas. A continuación de estas, Jesús hace dos comentarios críticos. El primero -“No he venido a mover ni una coma de la ley”- lo hace para que aquellos que han escuchado las Bienaventuranzas no piensen que son una alternativa a los diez mandamientos. En segundo lugar, precisa qué es ser cristiano, es decir, qué es ser buen judío –porque el cristianismo no se plantea como una alternativa al judaísmo, sino como el verdadero judaísmo-. Después Jesús pone el ejemplo de la ciudad sobre la montaña, que se corresponde con el concepto de ‘faro’, básico en el discurso político norteamericano: somos el ejemplo que el mundo tiene que seguir.

¿Quiere decir que lo que algunos han llamado imperialismo sería, más bien, un sentido de misión moral en la política exterior norteamericana?

Así es. Los norteamericanos se ven como el modelo que tiene que iluminar al resto de países para que la democracia avance y el mundo sea así más justo y feliz. Un mundo de estas características es uno en el que el comercio se desarrolla, y con él lo hace también la riqueza. Este principio se toma de la Escuela escocesa, de Adam Smith y compañía.

El modelo chino es completamente distinto. China no tiene ningún interés en que el mundo se parezca a China o que el resto de países le sigan. Lo que quieren de las demás naciones es que adopten una posición de vasallaje, reconozcan su superioridad y les dejen ganar dinero.

Fronterizo con China se halla India, el otro gigante asiático que parece que se empieza a despertar también económicamente hablando. ¿Una amenaza para China?

No es una amenaza aún, pero es un rival importante. Ambos países crecen mucho, aunque India lo hace de manera desordenada. India es un país profundamente caótico y muy nacionalista, mientras que China es un Estado central y el Partido Comunista ordena el desarrollo. El suroeste de India, no obstante, tiene un extraordinario potencial económico. Los dos países van a aprovechar la cuarta revolución industrial, al mismo tiempo que Europa se va a hundir económicamente.

Menudo augurio. ¿Por qué cree que eso sucederá?

Lo comentábamos antes: los europeos nos hemos puesto a disfrutar de la sociedad del bienestar y hemos dejado de reproducirnos y de trabajar. Eso tiene un precio. En Europa ya no innovamos, no generamos prácticamente patentes. ¿Cuántas marcas conocidas de teléfonos móviles son europeas? ¿Cuántas marcas de ordenador? Hemos dejado de inventar.

El estado de bienestar es muy cómodo y te lo garantiza casi todo, pero en el fondo hay una crisis cultural. Si tengo lo que necesito y no creo en nada, ¿para qué me voy a sacrificar? Me tomo una cervecita mientras veo un programa de la tele, luego la paella y después una buena siesta. No hay que complicarse la vida.

Y en mitad de la siesta nos ha pillado la invasión de Ucrania, supongo. Respecto de este conflicto, se ha buscado su razón de ser en objetivos geoestratégicos de Rusia. ¿Es un diagnóstico adecuado?

Para nada. Debemos recordar que Rusia nació como el imperio de los eslavos. Por tanto, Rusia siempre está buscando reunir a los eslavos en torno a Moscú. En dos momentos históricos el imperio se fue al garete: durante la Primera Guerra Mundial, cuando desaparece el imperio zarista, y en 1991, con la disolución por crisis interna de la Unión Soviética.

Lo que está intentando Putin es, una vez más, unir el mundo eslavo. Por eso se ha comido a Bielorrusia, ha invadido Ucrania y ha creado problemas muy serios en Moldavia y Georgia. La política rusa es muy coherente, muy sencilla.

La guerra persigue, por tanto, un objetivo más cultural que geoestratégico o económico.

Económico, en absoluto. Lo de Ucrania les está costando mucho dinero. Además, la guerra de sanciones económicas que EE. UU. ha desatado contra Rusia provocará en el medio y largo plazo que esta desarrolle una excesiva dependencia de China, convirtiéndose en su vasallo. Será un desastre para Rusia y un regalo para China.

Lo de Ucrania responde a la cuestión de la identidad de Rusia, y ésta concebida como potencia. Así, para que el mundo la reconozca como tal, los rusos tienen que ocupar sus territorios y demostrar que saben mandar y hacer uso de la fuerza.

¿Ese afán exhibicionista está detrás de operaciones de inteligencia tan poco disimuladas como los envenenamientos del expresidente proeuropeo de Ucrania Victor Yushchenko en 2004 y del exespía ruso Sergei Skripal en Salisbury (Reino Unido) en 2018?       

Por supuesto. Rusia mata de manera sofisticada pero pública. Putin quiere que se vean esas cosas para que temamos a su país. Esos y otros casos de asesinato parecidos son alardes de poder de Rusia, que trata de compensar su debilidad económica con fortaleza militar.

Sin embargo, lo que está demostrando en Ucrania es que tampoco es fuerte militarmente. Sus unidades pesadas, sus unidades acorazadas y mecanizadas son un desastre. Rusia está haciendo un gran ridículo en la invasión y ya solo le queda la disuasión nuclear.

Desde fuera da la impresión de que Putin opera con total impunidad, diría que hasta de manera ostentosa. ¿Esta Rusia es una dictadura o una democracia muy defectuosa?

Rusia es una dictadura. Con forma de democracia, eso sí; lo que ahora se llaman democracias iliberales. Hay elecciones, pero gracias a un control total de los medios de comunicación y de la judicatura, Putin hace lo que le viene en gana. No hay equilibrio de poderes, de modo que no hay verdadera democracia. Si los poderes no se vigilan unos a otros, si controlas al poder judicial y a los medios, ¿quién te controla a ti? Eres tú quien crea la realidad. La realidad que muestran los medios rusos es una ficción.

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