¡Desbordantes de dicha!

¡Desbordantes de dicha!

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Queridos hermanos: ¡Avivad vuestra esperanza! No todo acaba con la losa del sepulcro. Ni siquiera lo último es la maravilla de amor, tan grande, humilde e insuperable de la pasión y muerte de Jesús. Otra realidad lo llena todo y lo inunda, a su vez, de luz: es, nada menos, la resurrección de Jesús, que, desbordante de dicha, la Iglesia celebra como la mayor de sus solemnidades. Este es el mayor acontecimiento de la historia de la salvación, e incluso de la historia de la humanidad, puesto que da sentido definitivo al mundo.

“Este es el día en que actuó el Señor: Sea nuestra alegría y nuestro gozo”: Verdadera y realmente ha resucitado Jesucristo. Ha resucitado personal e históricamente el mismísimo Jesús del Evangelio, crucificado en Jerusalén bajo Poncio Pilato, procurador de Judea en tiempos de Tiberio, emperador romano, al tercer día de su muerte. Ha resucitado el mismísimo Jesús de Nazaret en una condición de vida radicalmente nueva, que conserva y al mismo tiempo sobrepasa el estado presente de la existencia humana, por la plenitud, la gloria, el poder y la espiritualidad con la que ha sido enriquecida y sublimada (Cf. 1 Co 15, 42). Su resurrección ha abierto a la vida un nuevo e ilimitado horizonte; el mismo Jesús testifica de sí: “No tengáis ningún miedo. Soy el principio y el fin. Estaba muerto, pero ahora vivo para siempre, y tengo el poder sobre la muerte y sobre los infiernos” (Ap 1, 17-18). Un nuevo mundo ha sido fundado; un nuevo modo de existir ha sido inaugurado.

¡Cristo ha resucitado, Cristo vive! ¡Esta es nuestra esperanza, la que abre al mundo a horizontes hasta ahora insospechados. La resurrección de Cristo, desde aquel momento, es la piedra angular de nuestra fe y de nuestra historia. Y aunque la experiencia sensible del Resucitado haya sido reservada a algunos, y el misterio circunde este hecho capital de la religión católica, nada quita que esta verdad sea para siempre la base fundamental de nuestra fe, nuestra gran certeza y el áncora segura de nuestra esperanza.

Hoy parece que el mensaje pascual ha languidecido un poco en la conciencia común. Pero así también ha languidecido el impulso vital, que en el pasado ha hecho superar a nuestro pueblo momentos bien difíciles, o la confianza en los hombres y en las instituciones. Parece, a veces o en algunos sectores y personas –con frecuencia jóvenes–, que se haya debilitado el mismo gusto de vivir, en el ánimo de quien no está sostenido por las antiguas convicciones de la fe y de la herencia moral de los padres. Por eso es urgente hoy que los cristianos volvamos a partir de la realidad transformante de la Pascua, para infundir en sí mismos y en los otros la energía vital y la determinación capaz de vencer todo desaliento y cansancio.

Cristo, verdadera, real y corporalmente vivo ha entrado en la gloria invisible del Padre, pero no está lejos de nosotros: está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,20).

Todos tenemos una necesidad dramática de Cristo y de la fuerza de su resurrección, porque nuestra civilización, que lo ha querido olvidar, está desmoronándose en todas las partes. Nosotros, discípulos del Señor, debemos retomar conciencia de que a partir de aquí, del acontecimiento pascual, de la resurrección de Cristo, comienza nuestra tarea de testigos. Debemos repetir el mensaje pascual al oído y al corazón de cada hermano. Debemos volver a decir a todos el secreto que se ha consumado en aquella tumba de donde el Crucificado ha salido y donde la muerte yace para siempre impotente y finita. La Pascua se revela así como un don y como un compromiso. Un don porque el hombre de hoy espera a pesar de su ceguera; un compromiso que debemos asumir y llevar a cabo con seriedad, si queremos ser dignos de llamarnos cristianos.

Que el esplendor de la Pascua, esplendor pleno de la verdad, merecido por la sangre del Hijo de Dios, nos ilumine y nos evite el espíritu de Pilato. Nos libere de toda propensión al escepticismo y al relativismo, de la duda cultivada y exaltada como si fuese un valor y una riqueza, de la superficialidad con la que acabamos pensando que todas las visiones de las cosas son aceptables, que todas las religiones son iguales, que todas las diversas maneras de vivir y de actuar merecen la misma consideración, dan lo mismo. Que este esplendor de la verdad del resucitado nos haga, ante todo, llegar a ser buscadores y testigos apasionados de lo que es verdadero, de lo que es, de lo que salva. Es una búsqueda que debe comenzar y ser acompañada por una rectitud de intención y la irreprensibilidad de nuestro actuar, porque Jesús ha dicho: “Quien realiza la verdad, viene a la luz” (Jn 3, 21), la luz de la resurrección, desde donde todo queda iluminado y abierto a la luz y la verdad de la esperanza.

Por nuestra fe cierta en la resurrección de Jesucristo, los cristianos estamos en condiciones de entregar al mundo un mensaje de esperanza: porque en la victoria de Cristo sobre la muerte, Dios ha puesto ya fin al mundo viejo que pasa y ha iniciado los cielos nuevos y la tierra nueva donde habite la justicia. Ni el egoísmo, ni la prepotencia, ni la indigencia, ni la licencia de costumbres, ni la ignorancia, ni tantas deficiencias que aún caracterizan y afligen la sociedad contemporánea, impedirán instaurar un nuevo orden humano, un bien común, una civilización nueva del amor y de la vida. La esperanza no se apagará.

Este es el secreto y el mensaje de la Pascua. Toda esperanza se funda en una certeza, sobre una verdad, que en el drama humano no puede ser solo experimental y científica. La verdadera esperanza que debe sostener el intrépido camino del hombre se funda en la fe, fundamento de las cosas esperadas (Cf. Heb 11,1), y en la realidad histórica y el acontecimiento, es el mismo, que celebramos hoy: ¡Jesucristo resucitado! No es un sueño, no es una utopía, no es un mito, ni una ilusión; es realismo evangélico. Y sobre este realismo los creyentes fundamos nuestra concepción de la vida, de la historia, de la civilización misma terrena, que nuestra esperanza trasciende, pero que al mismo tiempo alienta y empuja a sus ardientes y confiadas conquistas.

Por eso, anunciar y testificar la resurrección de Cristo, que es nuestra identidad y la razón de ser de nuestra existencia cristiana, significa en concreto también reafirmar la preciosidad del hombre ante Dios y su dignidad: Lo cual requiere coraje y tenacidad en mundo como el nuestro. No es fácil hacer resonar eficazmente la Pascua en una sociedad donde las agresiones, los homicidios, la violencia son cada vez más frecuentes y numerosos; donde seres humanos, llamados a la vida son agredidos atroz y legalmente porque no atraviesan el umbral; donde la desnutrición y el hambre destruyen a millones de niños; donde la marginación del enfermo y del anciano es a veces agravada por cálculos y egoísmos sin piedad. Pero celebrar la Pascua quiere decir también reavivar la esperanza.

Precisamente porque Jesús de Nazaret ha resucitado y, al resucitar, ha sido constituido Señor del universo, sabemos que la humanidad no puede andar perdida. Una gran fuerza de novedad y de rescate está invadiendo ya la tierra desde aquella mañana de primavera, en que primero María Magdalena y después Pedro y Juan encontraron el sepulcro vacío. ¡Feliz y santa Pascua de Resurrección!

+ Antonio, Card. Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia

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