Dichosos los que trabajan por la paz (Cardenal Arzobispo Antonio Cañizares, La Razón)

Dichosos los que trabajan por la paz (Cardenal Arzobispo Antonio Cañizares, La Razón)

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Estamos viviendo momentos, en España y en el mundo entero, muy importantes. No hay paz. Seamos sinceros, reconozcámoslo, no hay paz. Además de que existen conflictos bélicos en tantas partes y la amenaza de la guerra global está ahí, pero que se puede y debe evitarse acudiendo a todos los medios legítimos que sean necesarios, no puedo dejar de pensar en tanta hambre de los países subdesarrollados y en las víctimas del hambre, en continentes enteros excluidos del progreso, en las innumerables víctimas inocentes de la injusticia, en la destrucción masiva de la familia, en los malos tratos, y, particularmente, en el fenómeno vil, terrible y espantoso del terrorismo, lacra corrosiva de la humanidad en los últimos tiempos, en especial el yihadista, que hace estragos, como hemos podido comprobar en España en días pasados. El Papa Francisco se ha atrevido a decir que estamos en una tercera guerra mundial. Lo cierto es que no hay paz, pero que la paz es posible y necesaria. La Yihad es guerra, es lucha, es odio, es eliminación del que consideran enemigo o infiel.

Donde hay división, enfrentamiento, exclusión, ruptura, conflicto, no hay paz. Estos días se habla o se ha hablado mucho de «alarmas», pues bien desde aquí quiero ser altavoz de alarma ante lo que nos está pasando en España, y no sólo por terrorismo yihadista, que también. Sino por lo que se ha desatado en Cataluña, entre Cataluña y el resto de España, o por lo que allí pueda suceder próximamente: no tenemos paz, hay que decirlo así de claro y llamar las cosas por su nombre. En un clima hostil, envenenado frecuentemente por fuerzas sociales –a veces dirigentes– por el odio o engaño, ¿cómo decir que hay paz o esperar que venga una era de paz, que sólo los sentimientos de solidaridad, de unidad, amor y perdón pueden hacer posible? El grito fuerte, no sé de cuántos sería, pero sí numeroso y estruendoso, que se escuchó en lengua española, en la manifestación –en principio convocada contra el terrorismo yihadista y por las víctimas de los atentados de Cataluña– (no entro en cuestiones políticas que no me corresponden): «Españoles NO, refugiados, SÍ», se clavaba como una daga punzante en el corazón y estaba clamando rechazo, odio, división, no paz y armonía, ni deseo de convivencia. El terrorismo, lo digo una vez más, y de ello hay un convencimiento bastante generalizado, en sí mismo, es perverso. No sólo porque comete crímenes intolerables, sino que, en cuanto recurso al terror como estrategia política y económica, pseudoreligiosa o pseudocultural, o como arma ideológica, es un auténtico crimen contra la humanidad. Se basa en el desprecio a la vida del hombre. Nunca, ni siquiera las injusticias existentes en el mundo puede usarse como pretexto para justificar el terrorismo que es una ideología, ideología totalitaria, –el Yihadismo es una ideología totalitaria y nada más que una ideología– o los atentados que genera. La pretensión, por ello, del terrorismo de actuar en nombre de los oprimidos, grupos o pueblos o religiones, o de las víctimas de las injusticias, es una falsedad patente y un engaño total de los que lo perpetran. Viene muy bien recordar en estos momentos, del mundo y también de España, «las condiciones esenciales para la paz que señalaba el Papa San Juan XXIII, en su Encíclica Pacem in terris: la verdad, la justicia, el amor y la libertad. Deberíamos preguntarnos todos si tenemos en cuenta y nos atenemos y guardamos esas condiciones esenciales interrelacionadas entre sí e inseparables. Cuando se oculta la verdad histórica, cuando se enseñan o difunden o transmiten interpretaciones ideológicas que no la realidad tal cual es, cuando se sucumbe al relativismo, cuando se tergiversa la verdad o se la pone al servicio de intereses, cuando no se reconocen, se niegan u olvidan unas raíces comunes que nos han hecho capaces en siglos de un proyecto común válido, cuando cada individuo y la colectividad a la que se adhiere no toma conciencia rectamente, más que de los propios derechos, y no de los propios deberes para con los otros, se está dificultando la paz. No se edifica la paz cuando cada uno o cada grupo no respeta concretamente los derechos ajenos y no se esfuerza por cumplir los mismos deberes con los demás». No se favorece la paz, sino que se la impide, cuando falta el amor que conduce a que la gente sienta las necesidades de los otros como propias y comparta con ellos lo que posee, empezando por los valores del espíritu, o cuando quiera comer solo o aparte porque estima que comerá más y mejor. Finalmente, la libertad alimentará la paz y la hará fructificar cuando, en la elección de los medios para alcanzarla, los individuos y grupos se guíen por la razón y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones mirando al bien común. El bien de la paz entre las gentes, entre los pueblos y los Estados es posible, es un deber, si se pone en el centro de la política y de la vida social, la dignidad de la persona humana y el servicio del bien común, o de otra manera, si el ordenamiento de las relaciones entre los pueblos y las gentes se basan en el reconocimiento de los derechos inalienables de todos, del hombre, y en la cooperación solidaria y generosa de todos en la edificación del bien común. Sin olvidar que el perdón es la suprema justicia, la mayor expresión del amor que se asienta en la verdad que nos hace libres. Sin duda no gozaremos del preciado tesoro de la paz que tanto necesitamos hoy, si no dominamos el afán que hay en todo hombre y todo grupo de sobresalir y así vencer la intolerancia de los que piensan de manera diferente. Y no olvidemos que la paz es don de Dios y un tesoro mayúsculo, y por eso lo que hago todos los días, más ahora, es orar por la paz a Dios incesantemente y con fuerza que es quien nos la puede conceder, si cumplimos su voluntad. A eso invito a todos, particularmente a quien me lea, a orar por la paz y buscarla con ahínco y convencimiento. «Trabajar por la paz, construir la paz», es a gran dicha y bienaventuranza que quien vino atraer la paz, Jesús, nos aseguró. Ahí está nuestra dicha y nuestro compromiso.

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