El fruto del Año de la Misericordia debe permanecer
Noticia publicada el
lunes, 21 de noviembre de 2016
Nos encontramos en el final de este Año que el Santo Padre Francisco ha querido que dedicásemos a contemplar y acoger la misericordia infinita de Dios, reflejada en el rostro humano de su Hijo, buen samaritano que se acerca a curar nuestras heridas para que seamos misericordiosos como nuestro Padre del Cielo es misericordioso, y que se identifica con los pobres y los que sufren, los que pasan hambre o no tienen cobijo ni casa, los refugiados y excluidos, que perdona siempre e invita a no pecar más. La misericordia, el ser misericordiosos, es la forma de ser cristiano: “Sed misericordiosos, dice Jesús, como vuestro Padre celestial es misericordioso”. Esto mismo nos dice cuando celebramos la Eucaristía o tomamos el Cáliz de la Misericordia en la Santa Misa: “haced esto en memoria mía” su sangre derramada por nosotros como bebida de salvación, es esa Sangre en la que se nos da todo, se nos entrega toda la misericordia del Señor como perdón y gracia de su amor misericordioso.
Así, con la celebración del sacrificio de la cruz en la Eucaristía, significado en el Santo Cáliz, los católicos de manera muy especial y viva, reconocemos, proclamamos y alabamos la misericordia de Dios, invocamos a Dios con toda sencillez y confianza de hijos necesitados como “Dios de misericordia infinita”, que nos ha rescatado con la Sangre de su Hijo, y le damos gracias porque “es eterna su misericordia”.
Es necesario que a plena luz con todo lo que somos y con todos los medios de que dispongamos demos gracias con alegría y testifiquemos y anunciemos esto en tiempos como los nuestros en que siguen y agravan las tribulaciones, los sufrimientos y las pruebas, las heridas abiertas del Crucificado, en quien tenemos y sigue viva de manera irrevocable la esperanza que Él nos trae, vencedor de toda muerte y de toda destrucción humana. De momento nos toca sufrir un poco en pruebas diversas. ¡Cuánta necesidad de la misericordia de Dios tiene el mundo de hoy, cuánta necesidad de lo que entraña este Santo Cáliz del que rebosa la misericordia de Dios!
Donde dominan el odio y la sed de venganza, donde la guerra conduce al dolor y a la muerte de inocentes, donde el terrorismo, el narcotráfico, donde el exilio, la marginación y la pobreza... están segando tan injustamente vidas humanas, es necesaria la gracia de la misericordia que aplaque las mentes y los corazones, y haga brotar la paz. Donde falta el respeto por la vida y la dignidad del hombre, donde no se tiene en cuenta al hombre, la persona humana, es necesario el amor misericordioso de Dios, a cuya luz se manifiesta el indecible valor de todo ser humano: esta es una de las grandes .miserias que aquejan a la humanidad, que el hombre, que la persona humana no cuenta. Es necesaria la misericordia para asegurar que toda injusticia en el mundo encuentre su término en el esplendor de la verdad, la que se realiza en el amor.
Vivimos una gran crisis mundial. Se ha ido construyendo un tipo de sociedad que está herida, que está rota, una sociedad desnortada y sin orientación –desorientación que también está afectando a las iglesias– aparece una enfermedad que tiene como síntoma el agotamiento y la decadencia inequívocos, hay una ruptura y no es sólo por la corrupción sino que la gente está harta de sí misma y se está rebelando contra su modo de vida. La juventud padece de desesperanza, se le cierran los horizontes de futuro para el trabajo, para formar una familia, sus estudios parece que no les sirven de casi nada, se ven forzados a casarse muy tarde: señales que ponen de manifiesto que este modo de vivir y actuar no funciona: cuando se carece de esperanza se llena uno de miseria y pobreza, de sinsentido. Hay una gran crisis de la persona, y si la crisis está en la persona, en la persona habrá de estar la solución: pero esto se olvida, ése es el mal. Y la persona es inseparable de Dios. Todo denota esa necesidad de Dios y de su misericordia. Se está construyendo un nuevo orden mundial, cuya característica más sobresaliente y preocupante es que en ese nuevo orden la persona estorba, la verdad del hombre estorba, Dios estorba: esta es la gran indigencia, la fundamental pobreza y carencia que habrá que resolver.
La Humanidad de hoy se ve acechada por “nuevos peligros” que acosan al hombre y su dignidad, a la convivencia fraterna y su futuro, o que la amenazan por el debilitamiento de la familia, o el poderoso narcotráfico, o el terrorismo infernal desatado por fuerzas que dicen blasfemamente actuar en nombre de Dios, por el mercado de las armas, por la violencia machista, o la trata del hombre o de la mujer. A menudo el hombre de hoy vive como si Dios no existiese, e incluso se pone a sí mismo en el lugar de Dios. Se arroga el derecho del Creador de interferir en el misterio de la vida humana. Quiere decidir, mediante manipulaciones, la vida del hombre, y determinar los límites de la muerte. Se observa una tendencia en la sociedad de hoy, con muchos medios a su alcance, que quiere eliminar la religión, en concreto el cristianismo, más aún, a Dios mismo, tanto de la vida pública como de la privada. El olvido de Dios, rico en misericordia, su desaparición del horizonte y universo de una cultura dominante que lo ignora o rechaza, es el peor mal que acecha a la humanidad de nuestro tiempo, su quiebra más profunda: por eso necesitada de misericordia.
Esta tendencia que vengo señalando se pretende imponer como cultura dominante, además, al rechazar las leyes divinas y los principios morales; atenta abiertamente contra la familia, contra la que hay orquestada una gran guerra, en expresión del Papa Francisco, que es donde está el futuro del hombre, el cimiento de la sociedad: los ataques o la guerra a la familia es elemento sustancial que han encontrado algunos poderes e ideologías para construir esa nueva sociedad, ese nuevo orden mundial que se pretende.
De diversas formas trata de amordazar la voz de Dios en el corazón de los hombres; quiere hacer de Dios el gran ausente en la cultura y en la conciencia de los pueblos, y así se priva del Gran Amor que protege y apuesta incondicionalmente por el hombre. Todo ello ha condicionado sobre todo al siglo XX, un siglo marcado de forma particular por el misterio de la iniquidad, ahí están los genocidios y los holocaustos, los totalitarismos e intransigencias empecinadas que siguen marcando la realidad del mundo en este nuevo siglo. Estamos viviendo momentos complicados en el mundo, en nuestra sociedad. Con toda honestidad, y con una fe viva, es preciso reconocer que estamos necesitados de la misericordia de Dios para reemprender el camino con esperanza; estamos grandísimamente necesitados del testimonio y anuncio de Dios vivo y misericordioso; esta es la cuestión esencial: sin Dios no es posible la dignidad de la persona humana, un hombre libre asentado en la verdad y en el amor, sin Dios no es posible la convivencia humana ni la paz entre los pueblos y las gentes. Necesitamos, en tiempos de dispersión y quiebra, centrarnos en lo esencial: y lo esencial es la experiencia, testimonio, anuncio e invocación constante y confiada de Dios misericordioso, revelado en el rostro humano y con entrañas de misericordia de su Hijo venido en carne, que se acerca a nosotros como buen samaritano, que se identifica con los pobres, los que pasan hambre, los enfermos, los privados de libertad, crucificado y resucitado de entre los muertos, y entregado misericordiosamente en el Santo Cáliz de la Cena, de la Sangre derramada por nosotros para nuestra reconciliación. Esto es lo esencial. Para nosotros, en la situación que vivimos, para el mundo y para el hombre sólo existe una fuente de esperanza: la misericordia de Dios, Dios misericordioso que se ha manifestado tan grande al resucitar a su Hijo de entre los muertos y hacernos renacer por Él a una esperanza viva e incorruptible.
En la Eucaristía, en la Sangre de Cristo derramada por nosotros, anticipada en el Santo Cáliz de la Cena, la santa reliquia que se nos ha dado a custodiar en Valencia se hace presente todo el amor misericordioso de Dios en su Hijo, y queremos repetir con fe, con la fe misma de los santos Apóstoles: “¡Jesús confío en Ti!”, que eres la misericordia de Dios. “Por tu Sacratísima Sangre derramada en tu dolorosísima Pasión como propiciación por nuestros pecados y los del mundo entero, ten misericordia de nosotros y de todos los hombres”. Este es el gran anuncio de futuro para el mundo: De este anuncio, que expresa la confianza en el amor omnipotente de Dios, tenemos particular necesidad en nuestro tiempo, en que el hombre experimenta el desconcierto ante las múltiples manifestaciones del mal. Es necesario que la invocación de la misericordia de Dios brote de lo profundo de los corazones llenos de sufrimiento, de inquietud y de incertidumbre, pero al mismo tiempo con una fuente inefable de esperanza dentro de ellos. El manantial de esa fuente es Cristo, el Hijo único del Padre, rico en misericordia. En el Santo Cáliz de la Cena se nos entrega ese manantial del que brota el agua viva, que no es otra que la Sangre que quita el pecado del mundo. El Santo Cáliz, manifestación y plasmación de la misericordia divina, nos abre a la esperanza grande, nos alienta a ella, nos abre al futuro y señala caminos que nos conduzcan a él.
Nuestra mirada, al final de este año se dirige a Dios para darle gracias, gracias sobre todo por el don de su misericordia que se concentra y llega a su colmo y plenitud en la persona de su Hijo. Por eso, ahora, finalizando ya este Año Jubilar nuestra mirada queda como fija, centrada en Jesucristo, contemplando su rostro, rostro humano de la divina misericordia que sentimos la necesidad imperiosa de darlo a conocer, contemplar, amar y vivir mediante una nueva evangelización porque su amor nos apremia. A lo largo del año, una vez más, hemos aprendido que cualquier intento de evangelización tiene que mirar a Jesucristo, el hecho central de la historia humana; mejor dicho, de hacer que cada uno se sitúe ante este hecho central del que proviene la verdad y la salvación de nuestra vida: que Dios, por pura misericordia, envío su Hijo, hecho hombre y nacido de María Virgen, para que fuese el Salvador del mundo.
En Cristo, Salvador nuestro, se cumplen los anhelos de todos los hombres y mujeres, de todas las generaciones y de todos los pueblos, de las más altas intuiciones y de los más nobles deseos de la humanidad. Cristo es el gran don de Dios a los hombres y la respuesta a Dios de la creación entera. Nuestra mirada, pues, deberá fijarse en Jesucristo, que es el mismo, ayer, hoy y siempre. De este modo, será más comprensible el esfuerzo por mirar con lucidez a lo que, quizá, ha comprometido la credibilidad de la comunidad cristiana por el testimonio poco coherente de los creyentes, al mismo tiempo, sin embargo, aumentará la conciencia de saber que allí donde ha habido culpa también se deberá pedir perdón y dar testimonio de un amor más grande.
El Año de la Misericordia se acaba, los frutos permanecen: y el fruto que debe permanecer es el de la fe vivida en la misericordia arraigada en nosotros, hecha carne de nuestra carne, y dar testimonio fiel de esa misericordia que permanece en nuestros corazones y comunidades. Como signo permanente de este Año la diócesis dedicará una casa-hogar para padres ancianos con hijos discapacitados y dos albergues destinados a la sanación de chicos y chicas con problemas de drogodependencia acompañados por los Cenáculos de la Madre Elvira. Puedo anunciarles también que la diócesis y quien quiera acompañarla en esta opción dedicará el 10 por ciento de sus presupuestos a los pobres más pobres, y todos los colegios diocesanos abrirán sus puertas en los tiempos vacacionales para atender pedagógica y lúdicamente, además de proporcionarles el alimento necesario, a niños en edad escolar, y otras obras e iniciativas que se llevarán a cabo con el mismo espíritu de atención a excluidos, refugiados, perseguidos,... En todo caso la celebración que estamos culminando del Año de la Misericordia y del Santo Cáliz de la Misericordia marcará un hito con diversas iniciativas e imaginación de la caridad tendente a que nuestra Iglesia diocesana se caracterice y distinga por la puesta en práctica del Evangelio de la caridad y de la misericordia: una Iglesia eucarística como la nuestra, que guarda esta reliquia única del Santo Cáliz de la cena, no puede ser más que una Iglesia de la caridad y de la misericordia.
+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia