Emociones y derechos (Alfredo Esteve, Paraula)

Emociones y derechos (Alfredo Esteve, Paraula)

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Emociones y derechos (Alfredo Esteve, Paraula)

Recientemente se ha publicado en un importante diario nacional una noticia que da que pensar. Y da que pensar porque -a mi modo de ver- obtiene unas conclusiones precipitadas para la información de que dispone: por un lado, se afirma que un elevado porcentaje de españoles cree que las emociones de los animales son parecidas a las nuestras y, por el otro, se concluye que, por este motivo, los animales tienen ciertos derechos que hemos de respetar.

A mi juicio, aquí se entremezclan dos asuntos que habría que clarificar: a) qué es una emoción, y hasta qué punto es razonable equiparar las emociones animales y las humanas; y b) cómo ha de ser el trato que las personas hemos de dispensar a los animales.

Respecto al primer asunto, lo cierto es que la especie humana pertenece a una cadena evolutiva, compartiendo con otras especies buena parte de nuestra biología; por este motivo, por ejemplo, no es irrelevante investigarlas para extraer un conocimiento que pueda revertir beneficiosamente sobre nosotros. No son pocos los procesos fisiológicos que compartimos con los animales, sobre todo, con los mamíferos superiores, más próximos a nosotros filogenéticamente hablando; y uno de ellos es el que nos ocupa, el de la emoción.

Desde un punto de vista fisiológico, una emoción es un proceso complejo (en el que intervienen subprocesos autónomos, endocrinos y motores) en virtud del cual un animal evalúa la situación en la que se encuentra, adoptando la conducta adecuada para salvarla airosamente, en orden a su supervivencia y a la de su especie. Un animal muy bien puede sentir miedo y alegría; cualquier persona que tenga una mascota podrá dar fe de ello. Pues bien, algo de esto hemos heredado nosotros, pero de aquí no se deriva que lo hayamos heredado tal cual. Hay en nosotros una diferencia cualitativa que nos distingue del resto de especies, como es la presencia de nuestra inteligencia, gracias a la cual podemos tomar distancia de nuestro entorno, podemos tener consciencia de él y de nosotros mismos, podemos reflexionar y vivir desde la libertad y la responsabilidad. Y esta diferencia cualitativa revierte también sobre nuestra afectividad, que no sólo es más rica, sino también cualitativamente diversa de la de los animales: poseemos una vida sentimental de la que ninguna especie animal puede hacerse eco.

Y esto nos abre al segundo asunto que comentaba. Porque esta diferencia cualitativa nos ayuda a situar el asunto de los ‘derechos’ animales. Los derechos hacen acto de presencia en el mundo cuando aparece en la naturaleza un modo de vida abierto a la posibilidad de vivir más allá de las leyes de la vida natural. Si lo pensamos, en el mundo natural no hay ‘derechos’; derechos, ¿a qué? Cuando un guepardo caza a una gacela poco le importa su posible ‘derecho a la vida’. Todos los animales tienden a mantenerse vivos y se afanan en ello según las posibilidades de su especie, pero difícilmente pueden esgrimir ante un depredador un ‘derecho a vivir’. ¿Tendría sentido? A la misma conclusión se llegaría si se observa la situación desde el otro lado: ¿se le podría exigir al guepardo el ‘deber’ de respetar la vida de la gacela? Porque si se habla de derechos, se ha de hablar también de deberes: los derechos no se sostienen en el aire, sino que hace falta un contexto que los propicie y los posibilite, y esto sólo cabe en un contexto en el que haya libertad y responsabilidad. Si bien los derechos no se otorgan arbitrariamente, sino que pertenecen de suyo a quien los ostenta, no es menos cierto que sólo se pueden mantener a base de los deberes de una sociedad que se cuida a sí misma. Los derechos, al igual que los deberes, son patrimonio de la humanidad; y surgen con la cultura, identificando aquellas situaciones en las que hay personas que no son tratadas dignamente, y de las que se quiere defender su dignidad. Ahora bien: que un animal no tenga derechos no quiere decir que no tenga cierto valor en sí mismo, como lo tiene toda la naturaleza. La vida natural es valiosa, posee un valor propio, lo cual nos debe llevar a permanecer atentos para no caer en abusos y excesos de poca justificación. Se puede amar a la naturaleza, también a los animales, siempre que ello no sea una sustitución del amor personal. Una sana pretensión como es la de cuidar a los animales, descontextualizada, tratándolos ‘como si’ fueran personas, se deslegitima a sí misma, reduciendo considerablemente nuestro modo de ser personal.

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