Evaluaciones inclusivas (Carola Minguet, Religión Confidencial)
Noticia publicada el
martes, 18 de febrero de 2025
Oxford ha anunciado que implementará «una gama más diversa e inclusiva de evaluaciones» y Cambridge ha prometido «mejorar los resultados» para estudiantes negros y bangladesíes. Las propuestas forman parte de las estrategias anuales que las universidades británicas deben presentar para demostrar cómo benefician a los alumnos de origen menos privilegiado, pero la verdad es que no acabo de entenderlas.
No parece que exista un racismo estructural y que sea una barrera para el progreso de los estudiantes de minorías étnicas; sin embargo, considerar necesario hacer más fáciles los exámenes para mejorar los resultados de dichos alumnos sí que es racista. Los jóvenes de cualquier origen pueden sobresalir en un entorno académico altamente riguroso. Es de perogrullo que lo que debe disminuir es la brecha de acceso a la Universidad por razones económicas, pero no la excelencia.
Por otro lado, resulta llamativo el argumento esgrimido por sus precursores de que los exámenes, tal y como están planteados ahora, pueden suponer «amenazas para la autoestima». La evaluación rigurosa ha sido siempre un pilar fundamental del prestigio de estos centros, pero también un estímulo para los alumnos. Toda la vida, el mérito y el esfuerzo se han considerado claves para el éxito académico pero, más aún, para el crecimiento personal. Lo que sí resulta una amenaza para la autoestima es que piensen que los jóvenes de hoy no tienen capacidad de sufrimiento (por cierto, uno de los frutos más valiosos de un proceso de estudio serio es aprender a sufrir y a manejarse con la frustración).
También es extraño que los defensores de la inclusividad insistan ahora en que la educación superior debe adaptarse a las necesidades de sus alumnos. Son los alumnos quienes deben adaptarse al entorno universitario, como después al mundo laboral. La tarima no está puesta para que el profesor llegue a la pizarra; tiene un valor simbólico y pedagógico para los universitarios, pues les ayuda a situarse. Imagino que lo que quieren decir es que hay que humanizar el proceso formativo, pero tampoco desde esta perspectiva cuela la propuesta: lo que los chavales necesitan no es que rebajen el nivel, sino que se los tome en serio y sean ayudados a madurar y ampliar su conocimiento. Además, si se proponen cambios en la evaluación deberían responder a criterios académicos, no a condescendencias que no hacen bien a nadie.
De todas formas, en este tema hay una cuestión de fondo y es que está generalizada la superficialidad en todos los ámbitos, y en la universidad choca con la exigencia propia de los estudios superiores. El problema es que la frivolidad puede llegar a ser otro factor más que contribuya a que se desmorone la universidad y se convierta en otra cosa. De hecho, hay un filósofo que ha afirmado recientemente que está podrida, aunque se refería -sobre todo y con razón- a que muchos profesores han abandonado la dimensión sapiencial de la investigación porque tienen que publicar papers a granel, lo cual es un temazo para tratar en otro momento.
Está claro que no se puede generalizar, pues hay universidades que están corrompidas y otras que no, pero lo cierto es que todas corren el riesgo de descomponerse, entre otras causas, por la tentación marquetiniana y por el yugo woke, que es un inclusivismo y un igualitarismo que va contra la realidad.
Respecto al primer riesgo, precisamente los británicos lo han capeado tradicionalmente con soltura. Su perspectiva ha sido tan valiosa como valiente, pues la idea de que la universidad tiene que formar a la gente para acceder a un puesto de trabajo inmediatamente les ha importado un bledo. Ese no ha sido el método ni por asomo. Lo que han hecho es coger alumnos buenos de bachiller, robustecerlos a golpe de cultura clásica (latín, griego, literatura, historia, filosofía…) y ayudar a que escriban bien, hablen bien y piensen bien. Tras su paso por las aulas, han hecho el curso que toca en la empresa o institución que los ha contratado y han sido las cabezas de la economía y la política en Inglaterra. Y se reirían en la cara de quien diga que la formación clásica no sirve para nada.
Lo triste es que en muchas universidades se ha renunciado a esta instrucción, entre otras razones, por la presión mercantilista de llenar las aulas. A ello se une ahora el igualitarismo porque, según dicen, se quiere acabar con una cultura universitaria elitista. ¿Es una élite la Universidad? Sí, pero no. No, pero sí. Es una élite porque ser universitario pide una serie de destrezas que no todos tienen. Para leer bien la República de Platón hay unos requisitos, no es la Superpop. Y para comprender los sistemas atómicos, subatómicos y sus interacciones con la radiación electromagnética y otras fuerzas, ni te cuento. A su vez, no es elitista porque ser universitario no significa ser mejor ni implica una superioridad; subirse a la parra es malentender lo que son las cosas. Hay gente que debe estar en la universidad, al igual que hay personas que trabajan en el campo o en su casa.
Al final, nos vamos a morir todos. Y si hemos hecho las cosas por amor, bien; si no, graduarse, dirigir una cátedra o zurcir zapatos es humo que no sirve para nada. He aquí el igualitarismo veraz y sensato. El del mundo real.