Felicitación de Navidad (Cardenal Arzobispo Antonio Cañizares, La Razón)

Felicitación de Navidad (Cardenal Arzobispo Antonio Cañizares, La Razón)

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Nos acercamos raudos a la Navidad. Que la alegría, la verdadera alegría de estos días que llegan, los de la Navidad, esté en todos los hogares, en todas las casas, con todos. ¡Feliz y santa Navidad a todos, Paz y bien a todos! Tenemos una señal para esta alegría, como dicen los Ángeles a los pastores en Belén: «Ésta es la señal para vosotros: encontraréis un Niño envuelto en pañales, que yace en un pesebre». Pobre; en soledad; en un establo porque no había alojamiento, techo o cobijo para él, entre los más pobres y como el más pobre; sin techo ni calor donde reposar y abrigarse.

La señal de Dios es el Niño, esa criatura tan frágil como el que acaba de nacer, es el desvalido. La señal de Dios es la debilidad, la pobreza y la fragilidad, ese gran desvalimiento y aquella menesterosidad del Niño recién nacido. La señal de Dios es que Él se hace pequeño, último entre los últimos, por nosotros; desciende hasta esa realidad tan sin fuerzas propias del Niño que nace, del que lo necesita todo. Este es su modo de reinar, de ser Dios, este es Dios con nosotros: descendiendo en su condescendencia, rebajándose hasta lo último, como sucederá en la Cruz, inseparable de su nacimiento. Él no viene con poderío y grandiosidad externas. Viene como niño inerme y necesitado de nuestra ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Nos evita el temor ante su grandeza. Pide nuestro amor: por eso se hace Niño. Dios se ha hecho pequeño para que nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo, amarlo. ¿Por qué todo esto? Este es el verdadero signo de Dios. La pequeñez, la pobreza, la fragilidad de un Niño recién nacido nos dicen, de la manera más fuerte y más sorprendente, qué extraordinario y estupendo, asombroso, es el amor que Dios nos tiene. ¡Dios nos ama!, nos ama así, de esa manera que nadie se atrevería a pensar: en despojamiento de sí, de su rango de Dios, para enriquecernos con su pobreza con toda suerte de los bienes de su amor sin límites; Dios se ha hecho hombre; nuestra humanidad es la suya para que Él sea nuestro y podamos ser nosotros hijos de Dios; se ha humanizado para divinizarnos a nosotros. Dios nos ama haciéndose Niño, frágil, pobre y desvalido por amor, para nuestra salvación y para nuestra verdadera felicidad.

Esta es la verdad de Dios, esta es la verdad del hombre, el misterio de la condescendencia divina: Dios que ama a los hombres, porque es amor; el hombre, todo hombre, querido por Dios de esta manera sorprendente y extrema, grande, con una dignidad tan maravillosa y tan inmensa; Dios inseparable del hombre, para siempre; y también para siempre, el hombre inseparable de Dios; en unidad inquebrantable e irrevocable por parte de Dios, porque nuestra humanidad es la suya sin vuelta atrás. Así lo ha querido Dios, así nos lo ha concedido Él. Aquí está la gran esperanza para los hombres.

La gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza al mundo entero sin exclusión de nadie, que ama sin reservarse nada, que se une a todos los hombres y se vuelca en favor de ellos; nosotros, por sí solos no podemos alcanzar, el ser de tal manera amados, ser de tal modo agraciados hasta la «divinización» de nuestras vidas, ser de tal modo enriquecidos con la riqueza que es Él mismo y nos hace hijos suyos. ¡En el Niño de Belén se nos ha puesto el fundamento de toda esperanza, la más grande esperanza, porque se nos ha revelado la gracia de Dios, Dios mismo que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto! ¿Dios antagonista del hombre, enemigo del hombre, celoso de los que es y puede el hombre, o servidor y apasionado por el hombre, amado por Él hasta el extremo? La respuesta la tenemos en la Navidad. Todo lo contrario a lo que algunos piensan.

Su Reino está allí presente, donde su amor nos alcanza. Sólo éste su amor que vemos en ese rostro humano, Jesús, el Niño de Belén, nos da la posibilidad de perseverar día a día sin perder el impulso de la esperanza; este amor que vemos y palpamos en este Niño, Emmanuel, Dios-con el- hombre, inseparable del hombre, sobre todo del más débil, indefenso y pobre, es la garantía que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es «realmente» vida, la vida eterna, la vida en el amor verdadero, la vida con Dios, que es Amor y no perece nunca.

Ante el pesebre del nacimiento de Belén, lo mismo que ante la Cruz de Jerusalén –dos acontecimientos inseparables– caben dos posturas: o pensar que esto es una locura y una necedad, o, por el contrario, tener un gran acto de fe que reconoce y proclama: «Verdaderamente Éste es el Hijo de Dios». Los pastores creyeron; y después de haberlo visto, fueron contando a otros lo que del Niño les habían contado.

Recuperemos la verdad de la Navidad, la que se vive en la fe. Así recuperaremos la alegría verdadera, encontraremos la verdad, viviremos libres con toda certeza la auténtica paz y la mejor de las dichas, se alumbrará un mundo nuevo, una humanidad enteramente nueva. A pesar de los grandes gastos de consumo y los despilfarros sin base ni sentido de estos días, las palabras convencionales de unas frases humanitarias que suenan a hueco en un mundo tan deshumanizado, o los burgueses y estrechos sentimentalismos con que a veces se le rodea, donde Dios no cuenta y se le niega, la Navidad este año y siempre nos invita a que entremos limpiamente en la hondura de su verdad y la acojamos, para vivirla, sin reticencias ni sospechas. Detrás de la exterioridad de las fi estas navideñas, se esconde la verdad silenciosa de que Dios se ha acercado al hombre y se ha comprometido irrevocablemente con él: aparece su misericordia sin límite, la miseria humana es asumida por el corazón inmenso de Dios que ama así; Dios sale al encuentro del hombre y se hace hombre. ¡Esta es la respuesta y esta es la verdad!, la verdad de la Navidad.

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