MAD Experience
Franco Nembrini: “La emergencia educativa europea son sus adultos, que no tienen razón para la esperanza y sólo transmiten desesperación”
Noticia publicada el
miércoles, 8 de mayo de 2024
El pedagogo italiano Franco Nembrini (Trescore Balneario, Bérgamo, 1955) ha sido durante casi cincuenta años profesor de Historia, de Lengua y Literatura italianas, y de Religión. En 1984 fundó, junto con un grupo de padres, la escuela libre La Traccia, cuya dirección abandonó recientemente. El centro, que imparte toda la formación preuniversitaria, desde primaria hasta bachillerato, se creó con un claro objetivo: que los alumnos recibieran una educación de calidad y coherente con los valores de la tradición cristiana vivida en familia.
Junto a su tarea docente, Nembrini ha formado parte en Italia del Consejo Nacional de Enseñanza Católica y de la Comisión para la paridad escolar del Ministerio de Educación. Ha escrito varios libros, publicados también en España. Destacan especialmente El arte de educar. De padres a hijos (Ediciones Encuentro, 2013) y la trilogía Dante, poeta del deseo. Conversaciones sobre la Divina Comedia: Volumen I, Infierno (EE, 2014), Volumen II, Purgatorio (EE, 2016) y Volumen III, Paraíso (EE, 2017).
Conferenciante en la Semana Cultural MAD Experience, organizada por el Grado en Multimedia y Artes Digitales de la UCV, Nembrini habla sin pelos en la lengua desde la autoridad que le confieren décadas de esfuerzo en el campo de batalla educativo. Su discurso, animado y enérgico, hace confluir ideas complejas, profundas reflexiones y un verbo de altos vuelos con las expresiones más hoscas de la montaña bergamasca. Una lengua afilada y un carisma indudable hacen que las disquisiciones de este viejo profesor, alérgico a la superficialidad, atrapen a quien se ponga a escucharlas. Además, su tono de voz denota que cree en lo que dice. Y que le apasiona.
En el tercer volumen de su trilogía sobre la Divina Comedia usted afirma que leer a Alighieri es “encarar la cuestión del perdón, de la misericordia y del grito del que está hecha la vida”. Dejemos a un lado, por ahora, el perdón y la misericordia. ¿A qué grito se refiere?
Al grito del sentido y de la salvación, característico del ser humano. El hombre aspira a lo eterno, a lo infinito, como decía el gran poeta italiano Giacomo Leopardi. Pero todo parece contradecir a esa aspiración: el dolor y la muerte, el tiempo, que todo lo destruye... El ser humano es consciente de su debilidad y desea una salvación. En este sentido, el hombre es deseo. Dante comienza su obra con la palabra ‘miserere’; es decir, ¡que alguien tenga piedad de mí! Ése es el grito del que hablo en el libro.
¿Cree que hoy la enseñanza empuja a los estudiantes a hacerse las preguntas que nacen de ese ‘miserere’?
Hay quien dice que la juventud actual no siente ese grito, pero no es cierto. Cuando leo a los chavales la respuesta de Beatriz a Virgilio en el Segundo Canto del Infierno -«Vengo del sitio al que volver deseo, amor me mueve, amor me lleva a hablarte»- me paro un momento y les pregunto: ¿qué amor es el de una mujer que deja el paraíso y desciende hasta el abismo para sacar de allí a su marido? Te juro que los treinta alumnos se te quedan mirando y, hasta el que más te toca las narices, dice: ¡qué bello sería que me amaran así!
A los cinco minutos se les han olvidado, pero entienden perfectamente de qué les hablas. Si describes tal amor, las palabras de Dante les tocan dentro. No obstante, ese amor debe ser verdadero para ti, de lo contrario… Utilizo este pasaje de la Divina Comedia porque, en mi caso, ese amor es una certeza. Los versos ahí escritos me explican lo que ha vivido mi mujer conmigo durante cuarenta años. Por eso puedo seguir leyendo esa página el resto de mi vida y me sigue conmoviendo, enseñándome siempre algo nuevo.
¿Es fácil hablar a adolescentes del siglo XXI de una obra como la de Dante Alighieri?
Depende de cómo se lo cuentes. Les hartan, mandándoles estudiar de memoria las características literarias de la Divina Comedia y poniéndoles ejercicios del tipo “señala cuántas metáforas se encuentran en la tercera parte del…”. ¡Qué insoportable, Dios mío! Así claro que la aborrecen, maldita sea; le tendrán tirria hasta que se mueran. Y así sucede: en Italia, los alumnos salen del colegio y del instituto odiando la gran literatura.
En cambio, si les presentas las grandes obras de este otro modo se entusiasman. Llegan a hacer más de lo que les pides. Ésa ha sido mi experiencia cotidiana como profesor. Y por eso digo que los adolescentes, los jóvenes, no están lejos del deseo de lo eterno, de lo infinito, de la aspiración a ser amados de verdad. Desean esas cosas y, cuando las ven, las reconocen.
¿Qué busca la juventud actual?
Lo que el ser humano ha buscado siempre. Aspiran a los trascendentales de los que se hablaba en la Edad Media: los deseos de bien, de verdad y de belleza. En el fondo, la fe, la esperanza y la caridad, las tres virtudes teologales. Eso es lo que desea el hombre. Todo hombre.
¿A qué distancia están hoy los jóvenes de descubrir lo bueno, lo verdadero y lo bello?
En primer lugar, es necesario realizar una acusación: la emergencia educativa que vive Europa es la de los adultos, que no tienen razón para la esperanza y lo único que transmiten es desesperación. No son de extrañar, pues, los porcentajes de jóvenes que utilizan psicofármacos, que van al psicólogo, que se autolesionan, que sufren anorexia o bulimia, o que se suicidan.
Estamos dejando en la estacada a toda una generación y lo más grave del asunto es que a nadie le importa un pimiento. ¿Dónde están los políticos, dónde la Administración, dónde las escuelas? Cero al cuadrado. Precisamente, acaba de publicarse un libro en Italia, escrito por un psicólogo famoso, titulado Fragili. I nostri figli, generazione tradita (Frágiles. Nuestros hijos: una generación traicionada). El problema no son los chavales. Es más, ellos, expresando su desesperanza, nos recuerdan que el grito del ‘miserere’ es verdadero.
Pero si parten de la premisa de que la vida no tiene trascendencia alguna y lo único que nos queda es acumular el mayor número posible de experiencias placenteras… poco se puede hacer, ¿no?
La urgencia de buscar un sentido a la vida, el deseo de eternidad, la necesidad de lo bello, lo bueno y lo verdadero están ahí. Eso es tan cierto que, al encontrarse con una respuesta, los chavales tienen la valentía de mirar de frente a esas cuestiones y plantearlas en voz alta. Es cierto que, si no hay respuesta a esas preguntas, al grito interior que alberga todo hombre, es mejor hacer como si tales interrogantes no existieran y contentarse con cuatro chorradas de la vida. Pero a base de conformarse, los jóvenes se acaban suicidando, porque así la vida es una porquería. Y te lo dicen explícitamente.
En el fondo, eso lo han dicho todas las generaciones; igual que han acusado a los adultos de estar anticuados. Pero ahora se ha producido un cambio. Hasta mi generación, los jóvenes de Mayo del 68 y de los años setenta, se decía: “El colegio da asco, la Iglesia da asco, la familia da asco, la sociedad da asco… pero yo cambiaré el mundo”. Aunque está a la vista nuestro absoluto fracaso, al menos, lo intentamos. Los chavales de hoy hacen la misma reflexión que las generaciones que les han precedido: “La familia da asco, la sociedad da asco…” pero concluyen añadiendo “…y yo también doy asco”. Por supuesto, eso te lleva a la depresión.
¿Y cómo podemos ayudarles a salir de ahí?
Comprendiendo cuál es el problema de fondo: que nadie les ha hecho una propuesta vital de altura. Si tú se la ofreces, es increíble la capacidad de sacrificio y la voluntad de bien que sacan de dentro de sí mismos. De otro modo, resulta imposible. Creen que son una basura, ven que la sociedad les trata como si lo fueran y acaban convencidos de que lo son. ¿Dónde hay alguien que les diga “tú vales”? ¿Quién les dice: “Hay una esperanza tras la muerte, acompáñame a comprobar si es verdad”?
¿Les hacía usted esa proposición a los alumnos?
Claro que sí. Cuando enseñaba Religión en bachillerato repetía siempre el mismo procedimiento. Llegaba un lunes por la mañana, con una cara tristísima, y los alumnos empezaban a preguntarme “Franco, ¿te pasa algo?”. Me hacía el remolón, “da igual, da igual”. Seguían insistiendo y yo les tenía ahí cociendo media hora hasta que, finalmente les respondía: “Es que es una tragedia, pero si queréis os lo digo. Esta mañana me he dado cuenta de que todo muere. También vosotros moriréis y vuestras novias y novios, y morirán vuestros padres, vuestros hijos…”.
Una estrategia sin fisuras para sacarlos de la depresión.
Ja, ja, ja. Sí. Al principio de contestarles con eso hacían el bobo, decían tonterías, pero les insistía en el asunto y empezaban a interiorizar ese hecho, que todo muere. Los entristecía con esta reflexión y los dejaba así toda la semana. El lunes siguiente llegaba a clase silbando, cantando, gritando de contento y ellos me interrogaban. Muchos ya se habían olvidado del lunes anterior y de lo que les había contado, pero yo les explicaba: “Esta mañana, mientras venía, me he parado en el quiosco y he comprado cuatro periódicos. Todos llevan en portada el mismo tema. ¿No lo habéis visto?” Entonces se miraban unos a otros -“yo no me he enterado, ¿y tú?”, “no, yo tampoco”.
“Pero, ¡¿en qué planeta vivís?!”, seguía diciéndoles. “Bueno, en realidad son periódicos un poco viejos, tienen 2.000 años. Los periodistas se llamaban Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Publicaron la misma noticia: parece ser que hay uno que lo ha conseguido, que ha resucitado de entre los muertos”. También, de entrada, hacían bromas, pero inmediatamente después eran conscientes de que les hablaba de algo muy serio.
Además, yo les desafiaba: “Me importa un pito si vais a misa, si sois creyentes o no, pero, decidme: ¿hay algo más importante que podamos descubrir? Si esa noticia es verdad yo volveré a ver a mi padre y a mi madre. Si lo que dicen esos tíos es cierto, ya nada muere”. Esa idea se les clavaba en la cabeza e iban detrás de mí, hasta fuera del colegio, preguntándome. Me los ganaba para todo el curso.
A todos nos hubiera encantado tener un profesor de Religión que planteara las cosas de esa manera.
¿Sabes por qué? Porque hablando así, los tratas como adultos. Te presentas como alguien que les toma en serio, a quien pueden preguntar lo que sea y que les ofrece la posibilidad de investigar y descubrir cosas que les importan. Por eso, el problema no son los adolescentes o los jóvenes. La emergencia educativa es nuestra, de los adultos.
Hace poco, un informe aseguraba que los nacidos a partir de los años ochenta son tres veces más pobres de lo que eran sus padres entre los 30 y los 45 años. Muchos expertos afirman que esa generación ya no va a cobrar pensiones de jubilación, o que serán mucho más reducidas. La situación económica desespera también a gran cantidad de jóvenes. El catastrofismo está a la orden del día.
A los catastrofistas les pediría que recordasen a los europeos nacidos hace un siglo. Las vieron de todos los colores: la terrible crisis de los años treinta, dos guerras mundiales, el nazismo y el comunismo, en España la Guerra Civil y la durísima posguerra… Si hacemos caso a los catastrofistas, esa gente debería haberse pegado un tiro de pura desesperación. Pero no lo hicieron; es más, fueron quienes reconstruyeron Europa.
¿Cómo lo consiguieron?
Lo consiguieron porque fue la última generación que conservó un poco de fe. Tenían una mirada positiva hacia la vida. Ahora bien, para poseer esa actitud hay que tener mucha esperanza, porque de lo contrario no te pones a reconstruir algo cada vez que es derribado. ¿De dónde viene esa esperanza? De aquello que nuestros padres nos han dado, de aquello que han testimoniado. Por eso estamos en un momento delicado de la historia. Si cortas las raíces cristianas de Europa, lo que te quedan son proyectos laicistas.
El papa Francisco ha dicho muchas veces que no nos encontramos en una época de cambios, sino en un cambio de época.
Y tiene razón. Tenemos que volver a Cristo, a su tiempo con los doce apóstoles, en grupos pequeños y comenzar a vivir de esa manera. De la esperanza no se puede hablar, o está o no está; y si está es porque la vives. Hay un momento de tu vida en el que, a pesar de todo el mal posible -es más, a través de ese mal-, tienes una experiencia positiva, de bien, de resurrección. Pero es necesario dar testimonio de esa esperanza si queremos ayudar a los jóvenes.