La alegría de la fe cristiana (Cardenal Antonio Cañizares, La Razón)
Noticia publicada el
miércoles, 12 de enero de 2022
Este es el verdadero, el grande, el dichoso mensaje de nuestra religión: Dios es nuestra felicidad. Dios es el Gozo, la Bienaventuranza, la Plenitud de la vida, no sólo en sí sino para nosotros. Dios se ha revelado en el amor, ha escuchado nuestro clamor. Dios ha tenido corazón para toda deficiencia, para nuestra cautividad, para nuestro pecado: es ternura, perdón y reconciliación. Se ha ofrecido a nosotros como misericordia, como gracia, como salvación, como sorpresa regocijante y gloriosa. Debemos repetir el anuncio del ángel en Navidad: «No temáis, porque os anuncio una gran alegría para todo el pueblo».
Nuestra religión es una religión de salvación, de alegría. Entre nosotros resuenan aquellas palabras de Pablo: «Alegraos, os lo digo de nuevo, alegraos, estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad siempre alegres».
Ésta es la verdadera religión, nuestra religión, nuestra espiritualidad: el gozo de Dios, el regalo que nos trae Cristo al venir al mundo: alegría, el gozo, la paz de Dios. ¿Seremos capaces de hacer comprender a los hombres de nuestro tiempo este mensaje religioso? ¿Quién nos escucha? ¿Quién nos cree verdaderamente? Tal vez no tengamos éxito en este anuncio. No nos creen frecuentemente los hombres del pensamiento, enfrascados en la duda y en los problemas; no nos creen los hombres de acción fascinados en el esfuerzo por conquistar la tierra; o no nos creen los jóvenes, arrastrados por la civilización del disfrute a toda costa.
La fe cristiana, el acontecimiento cristiano, ha ofrecido como pleno y último don esta verdad, esta espiritualidad: la felicidad es alcanzable por el hombre en Dios. Permanece esta certeza impávida: Dios es la verdadera, la suprema felicidad del hombre. Permanece esta pedagogía para enseñar a los niños y los jóvenes: sí, en efecto, la fe es misterio, Cristo lleva la cruz, la vida es deber, pero sobre todo Dios es la alegría y la dicha, la felicidad.
Para vosotros hambrientos de justicia y de paz, para todos los que sufrís es el Reino de Dios que conforta, que compensa, que da consistencia y verdad a la esperanza. Cristo os habla en el corazón de felicidad y de paz. Y con este don Él no aplaca, en la vida presente, vuestra búsqueda, vuestra sed. Hoy su felicidad no es más que un anticipo, una prenda, un comienzo: la plenitud de la vida vendrá después de esta vida terrena, vendrá mañana después de esta jornada, vendrá cuando la felicidad misma de Dios sea abierta a aquellos que hoy la han buscado y pregustado. Dios es alegría.
No tengáis miedo. ¿Por qué? Porque Dios ha amado al mundo, tanto que ha entregado a su Hijo que permanece en la historia como el Redentor, Dios con nosotros, Salvador, Paz, Luz y Vida, Camino y Verdad, Servidor que entrega su vida para que los hombres tengamos vida. La Redención impregna toda la historia del hombre, también la anterior a Cristo, y prepara su futuro último y definitivo. Es la luz que brilla en la oscuridad y que la oscuridad no ha recibido. El poder de la Cruz de Cristo y de su Resurrección es más grande que todo el mal del que el hombre podría y debería tener miedo.
En este segundo milenio tenemos quizá más que nunca necesidad de estas palabras de Cristo resucitado: No tengáis miedo... Es necesario que en la conciencia del hombre contemporáneo resurja con fuerza la certeza de que existe Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa...
Alguien que es el Principio y el Fin de la historia individual, sea la individual como la colectiva. Y este Alguien es Amor. Amor hecho hombre, Amor crucificado y resucitado, Amor continuamente presente entre los hombres. Es Amor eucarístico. Es fuente incesante de comunión. Es el único que puede dar plena garantía de las palabras:
No tengáis miedo. Él es nuestra gracia, Él es nuestra fuerza. No tengamos miedo a un Evangelio exigente. Aceptar lo que el Evangelio exige quiere decir afirmar la propia humanidad completa, ver en ella toda la belleza querida por Dios, reconociendo en ella, sin embargo, a la luz del poder de Dios mismo también sus debilidades: lo que es imposible a los hombres es posible a Dios.
Dios quiere el cumplimiento de la humanidad según la medida por Él mismo pensada, y Cristo tiene derecho a decir que el yugo que nos pone es dulce y que su carga, a fin de cuentas, es ligera.