La exclusión de la religión (Borja Sánchez, Las Provincias)
Noticia publicada el
sábado, 24 de febrero de 2024
Asistimos con tristeza a una reciente Sentencia del Tribunal Constitucional que trata con inusitada sospecha el hecho religioso. La resolución otorga el amparo a una madre que quería escolarizar a su hija en un colegio público, frente al padre que quería escolarizarla en uno concertado. Muestra sin embargo, al hacerlo, una deriva preocupante en los últimos tiempos en contra de lo religioso, inadmisible a nivel institucional y contraria a lo que dispone nuestra Constitución.
En el caso concreto, los Tribunales ordinarios habían aplicado el principio básico que guía desde hace años estas decisiones en España: el interés superior de la niña. Es decir, debía primar aquello que más convenía a la hija. Concluyeron así que el centro propuesto por el padre ofrecía más ventajas para su educación: más ciclos formativos, más idiomas, actividades deportivas… En definitiva, un amplio elenco de razones que, discutibles o no, permitían inclinar la balanza. Frente a ello, el Tribunal Constitucional ignora estas razones (y el interés superior de la niña) para reducirlo todo a un solo dato: resulta que el centro propuesto por el padre era un centro religioso. En torno a este único dato, construye un razonamiento que poco o nada tiene que ver con el contenido de nuestra Constitución, jurídicamente pobre y humanamente empobrecedor.
En primer lugar, señala que la niña tiene derecho de autodeterminación en materia religiosa, algo ya de por sí cuestionable dada su corta edad (ni siquiera pudo escucharse su opinión). Más cuestionable aún si tenemos en cuenta el art. 27.3 CE, que asegura a los padres un derecho específico “para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Un artículo que asume, como pensamos la mayoría, que la educación de los hijos consiste precisamente en dotarles de herramientas suficientes para su autodeterminación futura; autodeterminación que no puede darse por hecha, sino que se fomenta y construye con el tiempo (como asume también el art. 10 CE al consagrar el libre “desarrollo” de la personalidad).
En segundo lugar, y ello es más grave, declara que la única forma de garantizar dicha autodeterminación es educar a la niña en un “entorno de neutralidad”, entendiendo que solo es tal un colegio público. ¿Insinúa con ello que los centros concertados adoctrinan al alumnado? ¿El estricto control público a que se someten no garantiza el libre desarrollo de la personalidad? ¿Retirar lo religioso de la esfera pública y educativa no es, en sí mismo, una decisión axiológicamente cargada? Temo que todo ello parta de dos grandes errores de base, quizás intencionados.
El primero, el mito de que la educación pueda ser neutral -nunca lo es-, o incluso que deba serlo. Al contrario, la propia Constitución y las leyes educativas imponen que la educación inculque valores: la cuestión es cuáles. Pocos dudarían, por ejemplo, que la educación deba enseñar tolerancia, respeto a la diferencia, responsabilidad... ¿Qué diríamos de una educación neutral en torno a estos valores, que no se posicionara sobre si resultan mejores que otros?
El segundo, el error de considerar que la exclusión de la religión del espacio público -como hace Francia al amparo de su principio de laicidad- es la mejor manera de garantizar la libertad religiosa. ¿No resulta más enriquecedor confrontarse con el hecho religioso, tomarlo en serio, conocerlo y valorarlo críticamente, más que silenciarlo? Esta es la opción que toma nuestra Constitución al consagrar el principio de aconfesionalidad (sin religión oficial, contrariamente a países como Reino Unido o Dinamarca, que sí son confesionales) y una visión positiva de lo religioso, independientemente de las creencias profesadas. Véase por ejemplo el art. 16.3 CE: “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. No olvidemos que, según el CIS (2023), el 55,6% de la población española sigue siendo católica (practicante o no) y solo el 14,8 se declaró atea (con un 11,9 de agnósticos abiertos a la existencia de Dios y un 12,5% de indiferentes). Es más, la opción francesa por la laicidad, que sería inconstitucional en España, hace mucho que muestra sus debilidades al propiciar la guetificación de ciertas comunidades.
Esta decisión del TC sorprende menos, tristemente, si recordamos opiniones recientes de sus Magistrados. Por ejemplo, el voto de la Magistrada Balaguer en la Sentencia sobre la eutanasia, que llamó a deshacerse de los sesgos éticos y morales que impregnan nuestra Constitución, y de cualquier atisbo de trascendencia en la interpretación de conceptos como la dignidad o la personalidad. O la opinión mayoritaria en la Sentencia sobre el aborto, según la cual la Constitución debe actualizarla el propio Tribunal Constitucional (la Constitución, como diría el Rey Sol, “c’est moi”). Bien nos valdría recordar a nuestras instituciones, incluido nuestro más Alto Tribunal, que la Constitución no está para ser creada, ni reinterpretada, ni moldeada a gusto de valores e ideología personales sino, simple y llanamente, para ser aplicada.