Gonzalo Tejerina Arias | Facultad de Teología Universidad Pontificia de Salamanca
La experiencia de lo bello en el paradigma cristiano de ecología integral
Noticia publicada el
martes, 31 de mayo de 2022
El estudio de estas páginas se ceñirá solo a las enseñanzas respectivas de la encíclica Laudato si’ del Papa Francisco que ya en sí misma merece una consideración más amplia de lo que haremos aquí como diremos en su momento. Abordamos la dimensión estética del compromiso en pro del cuidado de la creación dentro del programa cristiano de ecología integral que incluye todo el ámbito de lucha por la justicia y la paz en el mundo, porque éste, el mundo, como casa común, ha de ser habitado por todos en la debida relación de fraternidad.
1. En la encíclica, ya al comienzo (nº 1), aparece la afirmación que caracteriza al mundo como hermoso. La casa común es “como una madre bella que nos acoge entre sus brazos”, una proclamación formal de la hermosura de la creación, comparada además con una madre. La afirmación es propia del Pontífice que acaba de citar el cántico de las criaturas del Santo de Asís que habla de la hermana naturaleza, la casa común, y a esta definición de hermana, Francisco añade esta otra caracterización suya, “madre bella”, juntando dos realidades del mayor relieve, la maternidad y la belleza para definir la creación.
2. En su hermosura, además, el mundo revela al Creador. Siguiendo al Santo de Asís, fiel a la Escritura, es preciso reconocer la naturaleza, obra de Dios, como revelación suya, “como un espléndido libro” que refleja algo de la hermosura y bondad de la Creador (nº 12). La convicción básica de la fe cristiana de que el mundo, en tanto que criatura revela al Creador, tiene esta formulación específica referida a lo que es su belleza, como efectivamente enseñaba el libro de la Sabiduría, junto con el salmo 18 uno de los fundamentos bíblicos de la estética cristiana: “A través de la grandeza y de la belleza de las criaturas, se conoce por analogía al autor” (Sab 13,5). La denominación del mundo en su hermosura como libro, en algún modo paralelo a la Sagrada Escritura, es tradicional en la teología y la espiritualidad cristiana[1], y con el atributo de la belleza volverá más adelante en la Encíclica cuando lo denomine “libro precioso” (nº 85).
3. En justa coherencia con la afirmación del pulchrum como dimensión esencial del mundo creado por Dios, la labor no menos esencial del hombre de velar por su armonía, belleza y plenitud. En la correspondencia que le compete al hombre, la vocación (“estamos llamados”) de ser los instrumentos al servicio del sueño de Dios al crear esta tierra con bella y armoniosa (nº 53). Instrumentos necesarios, porque en nuestras manos está el destino del mundo que Dios soberanamente nos ha confiado. No puede ser más sugerente en este contexto hablar del sueño de Dios, con la fragilidad propia de esta realidad, que no es un plan impuesto, no un designio cerrado e inapelable que caiga sobre el hombre. El sueño, la ensoñación de Dios es, como todo lo suyo frente al hombre, discreto, dejando un ancho espacio a la responsabilidad de los humanos, llamados a ser instrumentos libres que cooperen con ese sueño concebido para mayor felicidad suya.
Empero, el llamamiento de Dios dirigida a la libertad del hombre, plantea un serio deber moral. El hombre será siempre libre ante la llamada del Creador a ser instrumento que desarrolle por sus medios la armonía y belleza del mundo, pero secundar ese llamamiento no es algo facultativo. Hay un orden y un dinamismo en el mundo creado que el hombre “no tiene derecho a ignorar” (nº 221). No tiene derecho a violarlo, y hacerlo no será sino atentar del modo más destructivo contra la naturaleza misma, porque el orden del Creador, que es el origen de la hermosura del mundo, es constitutivo, y de ahí la gravedad del deber.
4. Secundar la llamada del Creador a recrear el orden y la hermosura del mundo exige en primer término percibir ese orden creacional y su belleza, lo que requiere una radical actitud de contemplación que no podrá no ser agradecida. Es preciso acercarse a la naturaleza con toda la apertura espiritual precisa, abiertos a la percepción de la maravilla, capaces del estupor (nº 11). Si carecemos de estas disposiciones espirituales, si no hablamos el “lenguaje de la fraternidad y de la belleza”, es decir, si no hay sintonía espiritual por parte del hombre con los dinamismos de comunión, armonía y hermosura que rigen la creación de Dios, falta lo necesario para el trato debido con la naturaleza. Y en su lugar, inevitablemente, estarán las actitudes opuestas de aquellos a quienes la Encíclica pone nombre: el dominador, el consumidor, el mero explotador de recursos que no sabe poner coto a sus ambiciones inmediatas (nº 11). Queda perfilada una dualidad en el ejercicio de la razón por parte del hombre o en toda su disposición ante la realidad creada: la actitud de acogida asombrada, reverente y agradecida del mundo que en su orden y hermosura es pura gracia; o la opuesta, que sin reconocer que el mundo nos ha sido dado, que es el don radical del hombre y de la vida, lo considera simplemente como cantera de materiales a su disposición, sin reparar en su belleza natural, para afirmar su voluntad de poder tan ancha como destructiva.
Si perfila esta dualidad, la Encíclica describe además situaciones o disposiciones más concretas que dificultan o impiden la necesaria contemplación del orden del mundo que procede de Dios. La naturaleza, dice Francisco, “está llena de palabras de amor” (nº 225), lo que sugiere la interna relación entre la belleza y el amor, como han afirmado pensadores cristianos y precristianos que han considerado con suficiente profundidad el pulchrum. Pero estas palabras de amor que dicta la naturaleza comunicando el designio amoroso del Creador requieren una escucha atenta que hoy no parece fácil, y el Papa pregunta si podremos escuchar esas palabras de la creación en medio “del ruido constante, de la distracción permanente y ansiosa, o del culto a la apariencia” (nº 225). El interrogante es retórico y formula la denuncia de un entorno humano poblado de factores desfavorecedores de la necesaria actitud contemplación y receptividad a la belleza que siempre ha requerido de cierta ascesis de los sentidos, de la mente y del espíritu. Realidades humanas tan esenciales como el trabajo resultan desfiguradas, alteradas en su verdadero sentido, cuando se daña la capacidad del hombre de contemplar y respetar la realidad como señalara Juan Pablo II en Centessimus annus 37. Hay que entender que la actividad transformadora del medio natural mediante el trabajo requiere la recta compresión de esa realidad a través de la contemplación, sin la cual no se capta el sentido de la realidad y se obrará sobre ella causando serios desmanes.
El contrapunto de este déficit grave de contemplación en nuestro entorno socio-cultural está en la figura de Jesús Nazareno de quien la Encíclica ofrece en este aspecto una interpretación que no puede no aceptarse (nº 97). Jesús, dice Francisco, podía invitar a estar atentos a la belleza del mundo[2] porque él le prestaba una atención permanente llena de cariño y asombro. En la tierra por la que pasaba se detenía a contemplar la hermosura con que el Padre la había adornado invitando a sus discípulos a reconocer en los seres la revelación de Dios.
La intervención desordenada del hombre en el mundo constituye un ultraje a su belleza. La encíclica formaliza esta denuncia desde una precisa perspectiva estética (nº 37). La acción humana sobre el medio físico, frecuentemente al servicio de las finanzas y del consumismo, hace que la tierra se vuelva menos rica y bella, cada vez más limitada y gris, mientras el desarrollo de la tecnología y de las ofertas de consumo avanza sin límite. De este modo, sentencia el Papa, parece que pretendiéramos sustituir una belleza irreemplazable e irrecuperable, la que hemos encontrado, la de la casa edificada por Dios, por otra que es creación nuestra pero que de belleza no tiene nada porque es esa realidad desordenada, grisácea, creada por el hombre bajo el imperio de la razón tecnócrata.
5. Sin embargo, la tecnocracia, que recibe en la Encíclica un intenso rechazo, no crea solo realidades deformes y feas. Bien orientada, puede producir cosas realmente valiosas para mejorar la calidad de vida del ser humano, desde objetos domésticos hasta grandes construcciones como puentes, edificios, lugares públicos. Pero también es capaz de producir lo bello y de hacer “saltar” al ser humano inmerso en el mundo material al ámbito de la belleza. La belleza que se crea y se ofrece, la belleza misma, es lógicamente lo que puede llevar a su ámbito que es un plano diferenciado de la realidad al que hay que acceder, como acertadamente señala Francisco cuando habla figuradamente, entre comillas, de saltar hasta él. Es el ámbito específico de la experiencia estética que requiere en el hombre la apertura y receptividad espiritual ya señaladas. Francisco menciona concretas obras de la producción técnica de nuestro tiempo, de belleza innegable, como un avión, algunos rascacielos, o más de lleno en la creación artística, preciosas obras pictóricas y musicales logradas con la utilización de nuevos instrumentos técnicos. Es evidente la llamada a descubrir la hermosura de estas realizaciones de nuestra civilización técnica que así deben ser justipreciadas. Tales producciones son capaces de aportar la cierta plenitud propiamente humana que es la experiencia de lo bello, cuyo acceso se vuelve a describir como salto, y que tiene lugar en el encuentro de la intención de crear la belleza por parte del productor técnico y de quien espiritualmente bien dispuesto la contempla (nº 103).
No es el único momento en que la Encíclica sostiene la posibilidad de que la técnica persiga y alumbre la belleza. En el nº 112 habla de la liberación posible del paradigma tecnocrático que de hecho tiene lugar a veces, cuando comunidades humanas optan por sistemas de producción menos contaminantes y modos de vida no consumista. Esta liberación tiene lugar por la salida del poder sin alma de la técnica, por la vía de la alternativa, pero Francisco vuelve a reconocer que la técnica misma puede ser liberadora para el hombre. Así es cuando se orienta prioritariamente a resolver los problemas de los demás, con la pasión por ayudar a vivir con más dignidad y menos sufrimiento y “cuando la intención creadora de lo bello y su contemplación logran superar el poder objetivante en una suerte de salvación que acontece en lo bello y en la persona que lo contempla”. Por la vía del bonum, pero también por la del pulchrum, la técnica puede ser liberadora en la medida en que lo es la belleza que es capaz de crear y es contemplada por parte del hombre. De nuevo el efecto benéfico de lo hermoso, liberador, salvífico -“una suerte de salvación”[3]- que el hombre técnico es capaz de crear si tiene el propósito. Entonces la técnica ha superado lo que es más frecuente en su desarrollo, el poder objetivante, cosificador, respecto de la realidad del mundo, tratada cual materia mostrenca, explotándola sin consideración, ignorando su misterio y su belleza para embrutecimiento del hombre mismo bajo una voluntad desatada de posesión y consumo que solo pueden ser insolidarios.
Queda reconocida la perfecta posibilidad de que la técnica sea realmente humanizadora cuando se ponga a servicio de realidades superiores como la justicia o la belleza. La crítica importante que la Encíclica despliega contra la tecnocracia, la técnica al servicio de la voluntad de poder y disfrute insolidario, se halla en cierto paralelo con la denuncia de la concepción cerrada de la ciencia empírica (nº 199), paralelo comprensible derivando la técnica de la ciencia. Es insostenible la pretensión de las ciencias empíricas de explicar la vida o lo que el Papa llama el “entramado de todas las criaturas y el conjunto de la realidad”, esto es, lo real en su inmensa y misteriosa conjunción que alumbra su hermosura y que no puede ser fruto del azar. Esa espléndida trabazón tiene tras de sí un designio trascendente de unidad que no está al alcance de la racionalidad empírica porque no es observable o experimentable, y si pretende explicarlo sobrepasará notoriamente y con malas consecuencias su marco epistémico. Si se considera la entera realidad desde la estricta racionalidad científica, entonces, dice el Papa, desaparecen la sensibilidad estética, la poesía, y la misma razón, con tal reduccionismo cognitivo, pierde la capacidad de percibir el sentido y la finalidad de las cosas[4].
En suma, la ciencia y la técnica que de ella deriva deben romper el cerco de una autosuficiencia, cognitiva la de la primera, de dominio fáctico la de la segunda, abriéndose ambas a planos superiores de valor, a la verdad, el bien y la belleza de lo real en su consistencia propia. Entonces serán fieles al misterio del mundo y servirán en verdad a la humanización del hombre.
6. En los desarrollos tan notables que Laudato si’ dedica a la problemática de la educación en orden a superar el grave desequilibrio ecológico, no podría faltar, tras todo lo que hemos visto, la referencia al sentido estético. Citando un paso del Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del Papa Juan Pablo II de 1990 (nº14), Francisco reitera (nº 215) que no se puede descuidar la relación existente entre la educación estética y el cuidado del medio ambiente. Desde la perspectiva de la educación, aquí se enuncia una relación fundamental que es el centro de la reflexión de estas páginas y lo que las justifica: el sentido estético, su cultivo, es acicate fundamental del cuidado del medio ambiente, y esto porque ese cuidado es sustancialmente cuidado de su orden, armonía y belleza. En general, como añade Francisco a la cita de San Juan Pablo II, prestar atención a la belleza y amarla nos ayuda a salir del pragmatismo utilitarista que debe superar toda genuina educación.
No hay compromiso ecológico verdadero sin sentido estético, ni puede existir éste en su autenticidad sin empeño concreto en favor del cuidado de la naturaleza. La experiencia de lo bello, como es convicción básica de cualquier estética respetable, tiene alcance metafísico porque concierne a la experiencia y comprensión del hombre de la realidad en su última constitución en la que está el pulchrum. Y tiene también una poderosa dimensión ética que hoy vemos proyectada con suma claridad en el problema ecológico como Laudato si’ hace presente y hemos comentado en este escrito. Nulla ethica sine esthetica se dijo siempre y obviamente el renunciado es reversible: no hay estética digna sin sentido moral, sin cuidado y cultivo responsable del orden que alumbra la armonía y la belleza.
La búsqueda y la contemplación de lo bello no es un escapismo insolidario como se pudo entender en tiempos no remotos en que prevalecía una praxis en pro de la justicia, con la correspondiente propuesta de transformación estructural, que con alguna miopía no valoraba el alcance metafísico y ético de la genuina experiencia estética. En la ecología integral que desde hace décadas promueve la Doctrina social de la Iglesia y que ha tenido en Laudato si’ un punto de llegada, no puede faltar la experiencia de lo bello como elemento imprescindible. Peguntaba San Agustín a sus amigos al poco de su conversión: “¿Amamos por ventura algo fuera de lo hermoso?”[5]. La búsqueda y la experiencia de la belleza están activas en todos los pasos que el hombre da en este mundo. Lo bello orienta su camino en la vida, sea o no consciente de ello, y en esta hora en que el paradigma de ecología integral de la fe cristiana exige integrar la lucha por la justicia y el cuidado de la creación, la recuperación de la contemplación de la belleza es un elemento necesario para alentar la lucha por la justicia y la protección de la casa común. Nada más hermoso que la justicia y en ésta, para que no sea expresión de una seca racionalidad voluntarista, también para que no sea justicia justiciera, ha de brillar su propia hermosura con toda su gratuidad. A la postre, nada hay más feo que la pobreza, la miseria, la insolidaridad, la guerra. ¿Hay en las parábolas de Jesús –sino en todo el evangelio- algún personaje menos atractivo, más repelente, de menor belleza humana, que el rico Epulón, campeón de la indiferencia y la insolidaridad más soberbia? (Lc 16, 19-30)[6].
7. Las referencias a la belleza presentes en la encíclica de Francisco no terminan en lo que hemos examinado aquí. Tienen el mayor interés las observaciones desde la clave estética sobre las ciudades de los números 148, 150, 151 y 152 que muestran la preocupación del Papa por el urbanismo en la perspectiva de la justicia, la dignidad y la mejor convivencia humana. No examinamos esos pasos del documento en esta ocasión. Terminamos mencionando la referencia a la belleza en la conclusión de la Encíclica. Si desde el comienzo, en el nº 1, introducía lo bello como instancia necesaria en el cuidado de la creación, la plegaria con que concluye (nº 246), Oración por nuestra tierra, no puede no invocar la fuerza del amor divino para que los hombres cuidemos la vida y la belleza, para rogar más adelante al Dios Uno y Trino que nos enseñe a contemplarle en la belleza del universo que nos habla de Él.
Gonzalo Tejerina Arias
Facultad de Teología
Universidad Pontificia de Salamanca
“Gran libro la misma belleza de la creación”, San Agustín, “Sermón” 126, 6, en Obras, vol. VII, edición BAC, Madrid 1950, p. 25. Santo Tomás de Villanueva hablará repetidamente del “libro de la naturaleza”, así llamado por la propia Escritura, ponderando como en él se puede descubrir la sabiduría, el poder, la bondad, la grandeza y la hermosura del Creador: “Conción 266, en la Natividad de la Bienaventurada Virgen María”, en Obras Completas, edición BAC., vol. VII, Madrid 2013, pp. 71, 75.77.
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Nota sobre las imágenes: