La verdad en la comunicación política (Ginés Marco, Las Provincias)

La verdad en la comunicación política (Ginés Marco, Las Provincias)

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“Una de las características más notorias de la herencia cultural de la modernidad, y que experimentamos en el momento presente, es su alto grado de ambigüedad”. Con esta tesis los profesores Montoya Camacho y Giménez Amaya inician su obra Encubrimiento y verdad.

Gran parte de esa ambigüedad no se debe a la mera complejidad, que puede ser entendida por cualquier persona con una cierta formación; sino a la falta de veracidad: hoy se miente, se engaña, como quizá nunca antes se haya hecho en la historia: masivamente. Los medios de comunicación, las redes sociales, incluso la “prensa libre” está imbuida de sesgos voluntarios, de fake news, que no hay que achacar tan solo a los grupos de poder o a los lobbies, sino a la acción política de una minoría.

La verdadera misión del político, desde mi punto de vista, no es que se equivoque: todos nos equivocamos; y que esa equivocación cueste incluso millones de euros. La verdadera tragedia es que mienta y no le demos importancia. La famosa frase de “puedo prometer y prometo” es quizá un aserto juvenil o incluso infantil si tenemos en cuenta el nivel de engaño que ahora sufrimos. De un político no se pretende que lo haga todo perfecto: por eso chirrían los oídos (y las mentes) cuando un político no solo no hace autocrítica, sino que todo son autobombos de lo bien que lo ha hecho: a ese jamás le votaría. El deber del político es el deber de decir la verdad: yo sí que me fío de alguien que dice que no lo ha hecho bien. Aunque eso le suponga el cargo. En cambio, los partidos se llenan de personajes y personajillos que están a lo que manda el jefe como si de una banda mafiosa se tratase. Ya decía san Agustín, y poco hemos cambiado desde entonces, que un Estado sin justicia sería una banda de ladrones.

El cardenal Ratzinger afirmó a propósito de esta frase agustiniana que los criterios constitutivos de una banda de ladrones son esencial y puramente pragmáticos. Una comunidad sólo existe si interviene la justicia, que no se mide en virtud del interés de un grupo, sino en virtud de un criterio universal (el bien común). Y la justicia no se logra sin veracidad. Los ladrones han de engañar por necesidad; y reducir la verdad a la “opinión de la mayoría” que lógicamente manipulan. Hoy se puede lograr cambiar las mayorías si tienes el suficiente poder como para emitir un único mensaje a través de los mass media y acallas a los opositores: son los populismos que estamos viendo en países como Venezuela, Nicaragua, Argentina y otros parecidos, amén de la cuestión rusa o de la superpotencia china. Todos acribillados a mentiras y agujereados de cobardía.

¿Qué debemos pedir con urgencia y fortaleza a un político? Que diga la verdad, que no disimule, que no eche balones fuera, que no cargue sobre los otros sus propios errores. ¿Es difícil? A la vista está: casi imposible. Porque lo que conoce el político, por su posición privilegiada de mandar sobre la colectividad, no es algo que solo le compete a él: es un deber que ha de comunicar a los ciudadanos, porque a ellos corresponde el gobierno en una democracia; y porque tienen todo el derecho a conocer la verdad, por incómoda que sea para el gobernante. Sin este requisito, toda sociedad volvería a la autocracia y, más o menos pronto, a la anarquía, por la ineficiencia que radica cuando se ejerce el control sin confianza.

Desde estas páginas quisiera abogar por una reinvención a gran escala de la comunicación política, que contribuya a generar una revitalización de la acción política con un calado ético: decir la verdad. Y tomar como horizonte de reflexión el bien común, superando el pragmatismo rutilante, pero carente de sustancia, que nos inunda, y que genera rechazo y animadversión, porque en el fondo lo que importa al político es él mismo. Lo que genera la ambivalencia de la que señalaba al principio: por una parte, suscita que los candidatos políticos o los cargos electos a los que se asesora pronuncien largas peroratas que terminan provocando un inevitable hastío entre los electores; y por otra, propicia un silencio deliberado en relación con ciertos temas controvertidos, que por ser considerados “políticamente incorrectos”, en un momento dado, o bien porque pueden ser “tóxicos” para el propio liderazgo hay que excluirlos del debate público mediante el acallamiento o la cancelación del contrario.

Quienes actúan de este modo cuanto menos interesado y en ocasiones incluso sectario, privan a la opinión pública del juicio que pudieran merecer determinadas decisiones políticas y, al mismo tiempo, cercenan el derecho a la legítima discrepancia política; derecho, conviene recordar, cuya titularidad recae en los ciudadanos.

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