"Las graves consecuencias de la apostasía de Europa serán más patentes en el futuro"

Enrique Bonete, catedrático de Filosofía Moral

"Las graves consecuencias de la apostasía de Europa serán más patentes en el futuro"

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"Las graves consecuencias de la apostasía de Europa serán más patentes en el futuro"

El Instituto Universitario de Investigación en Filosofía Edith Stein de la Universidad Católica de Valencia (UCV) y la Sociedad de Filósofos Cristianos (SOFIC) celebraron recientemente un ciclo de conferencias sobre cuatro destacadas filósofas: María Zambrano, Adela Cortina, Elizabeth Anscombe y la propia Edith Stein. Uno de los participantes en el ciclo fue Enrique Bonete (Valencia, 1959), catedrático de Filosofía Moral de la Universidad de Salamanca (USAL), que analizó en su intervención el trasfondo cristiano de la ética de Cortina.

Además de impartir clase e investigar en la considerada como universidad más antigua de España, Bonete ha sido profesor visitante en centros universitarios de EE. UU., Canadá, Alemania o Dinamarca. Filósofo y autor prolífico de libros y ensayos, ha disertado sobre cuestiones tan diversas como el pensamiento político, el mal, la neuroética, el marxismo, o los conflictos éticos de los medios audiovisuales. Su última obra es muy distinta, sin embargo, a todo lo que ha escrito antes; no por las ideas que en ella expresa sino por la aparición de un nuevo protagonista: él mismo. El abrazo velado (BAC, 2022) constituye el testimonio cristiano de un filósofo, el relato intimista de lo que sucede en la vida de un hombre cuando descubre, sorprendido, que existe un salvador. También para los catedráticos.      

Don Enrique, ¿es usted un cristiano filósofo o un filósofo cristiano? ¿O el orden de los factores no altera el producto?

En mi caso te diría que lo primero fue ser cristiano, tener un encuentro personal con Cristo cuando era estudiante; lo narro precisamente en ese libro. Posteriormente me dediqué muy a fondo, dentro de mis limitadas capacidades, a la filosofía en el ámbito académico, sobre todo a la ética, enseñando en la Universidad de Salamanca e investigando sobre aquellas cuestiones que la vida misma ha ido suscitando en mi interior. Diría de mí mismo que soy un cristiano que, al profundizar en lo que nos “desvela” la revelación de Dios, me he sentido impulsado a repensar problemas morales y teóricos que la existencia humana nos plantea.

Una de sus primeras obras, La faz oculta de la modernidad (Tecnos, 1995), está cerca de cumplir los treinta años. Desde la posmodernidad, hablaba usted sobre el periodo histórico inmediatamente anterior, fundamental para comprender el mundo de entonces y de hoy. ¿Qué sombras cree que ha proyectado la modernidad sobre el ser humano?

En aquellos lejanos años me propuse sacar a la luz lo que algunos sociólogos y filósofos estaban señalando respecto de una serie de dimensiones del proceso de modernización que originaban problemas morales y existenciales profundos. Por ejemplo: el olvido de la finitud, de la mortalidad, de la experiencia comunitaria, del sentido de la vida que aportan las religiones, la amenaza del relativismo moral, la banalización de lo divino... Y, por otro lado, esa misma modernidad ha absolutizado la autonomía personal, el yo individual, el proceso de burocratización institucional o el control de las vidas personales, entre otras cosas.

Le pregunto, entonces, ¿se puede hablar también de una faz oculta de la posmodernidad? ¿Qué pasos cruciales se han dado a nivel filosófico para que hablemos de una nueva era, ya separada de la modernidad en sí?

Por supuesto, la posmodernidad, entendida como un proceso cultural en el que no existe ninguna referencia trascendente al ser humano, el sujeto vive instalado en el presente, sin abrirse al futuro, sin concebir ningún tipo de valor “absoluto”, ya sea moral, religioso, estético o político, por ejemplo. En ella también resaltan aspectos ocultos y oscuros que suelen generar un profundo malestar: numerosas personas se encuentran sin raíces y sin esperanzas, buscando con frenesí experiencias placenteras que puedan llenar el vacío existencial o superar el hastío que les invade… Se carece ya de proyectos y de compromisos duraderos vinculados a principios éticos provenientes de la modernidad y, sobre todo, al menos en Occidente, de la cultura cristiana. 

Y esa nueva era a la que usted se refiere ya no es propiamente la posmodernidad, que algunos autores han vinculado a filósofos como Nietzsche o Heidegger, sino que nos encontramos cada vez más confusos, inmersos un cierto caos moral, sobre todo en Europa: cualquier perspectiva ética se percibe como relativa, subjetiva y carente de valor universal más allá del propio sujeto que la asuma. Estaríamos viviendo, en términos políticos y culturales, en una especie de dictadura del relativismo, a la que se refería el papa Benedicto XVI, y que marca los pasos de una nueva era que se distancia tanto de la modernidad como de la cultura cristiana: en ambas predominaban principios éticos universales, valores morales capaces de unificar a los ciudadanos y otorgarles identidad comunitaria europea y cristiana, cuyo núcleo consistía en la defensa de la dignidad de cada persona.

En la Jornada Mundial de la Juventud de 1989, celebrada en España, Juan Pablo II exhortó a Europa a escapar, desde su identidad histórica, de ese caos que usted menciona: “Desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes”. En 2023, parece que ese reencuentro es aún más difícil que entonces.

Es evidente que en Europa estamos muy lejos de lo que Juan Pablo II proclamó como un deseo con pleno sentido histórico: reavivar las raíces cristianas de Occidente, que han ofrecido durante siglos, y pueden seguir ofreciendo, una identidad cultural y moral al continente que ha sido clave para el desarrollo de la humanidad entera. Hoy da la impresión de que los líderes políticos europeos se han empeñado en alejarse cada vez más de lo que ha supuesto la cristiandad durante siglos como fenómeno cultural, moral, político y religioso. Es más, me atrevería a decir que lo que se percibe en muchos países europeos es algo así como una cierta cristofobia, un rechazo visceral a todo lo cristiano. En muchos casos, este responde a un lamentable desconocimiento de lo que, por ejemplo, ha aportado la ética derivada del Evangelio en la protección y defensa de los sujetos más vulnerables de la sociedad. 

Tengo la impresión de estar contemplando en Europa una especie de apostasía respecto del cristianismo. Quienes la fomentan no se percatan de las graves consecuencias políticas, morales y culturales que ello está originando ya y que en un futuro serán más patentes. Se está construyendo una Unión Europea que solo cuenta con lazos económicos y comerciales, sin los fuertes vínculos culturales identitarios que ha aportado secularmente la cultura moral cristiana. Sin tales vínculos, como aseveraban los padres fundadores de la Unión, los estadistas De Gasperi, Adenauer y Schuman -en exceso hoy olvidados-, difícilmente podrá mantenerse unida Europa. 

Por cierto, recuerdo muy bien que Schuman llegó a afirmar que “a Europa la distingue que está formada por democracias que deben su existencia al cristianismo, el primero que enseñó la igualdad de naturaleza de todos los hombres, hijos de un mismo Dios”. Me temo, y es una pena, que quienes gobiernan hoy las instituciones europeas no valoran en absoluto las raíces cristianas de las democracias occidentales, que era algo obvio para los padres fundadores. 

En esa línea, el 28 de octubre de 2010 Benedicto XVI lanzó un mensaje muy claro dirigido a todo el mundo, pero especialmente a esas democracias occidentales, que causó cierto revuelo mediático: “Cuando los proyectos políticos contemplan, abierta o veladamente, la descriminalización del aborto o de la eutanasia, el ideal democrático –que solo es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda la persona humana– es traicionado en sus bases”. Esta afirmación podría ser un buen punto de partida para reflexionar con alumnos de filosofía actuales, muchos de los cuales contemplan estos graves problemas éticos como un avance social; actos de bondad, nada menos. ¿Qué le parece?

Sí, sin duda. Esas palabras del papa Benedicto XVI son muy oportunas para comprender, por un lado, cuál es la función del poder político, y, por otro, cuándo dicha función se pervierte y se convierte en un amparo legal de la absolutización de la propia voluntad. Lo primero es clave: la auténtica democracia es aquella en la que se garantiza la dignidad de las personas, los derechos humanos, y especialmente el derecho a la vida de los más frágiles y vulnerables, entre ellos, sin duda, se encuentra el nasciturus, que se está gestando en el seno de una madre, pero también el enfermo o anciano que se aproxima a la muerte. 

Por esa razón, cuando el poder político, por muy democrático que sea, ampara legalmente en el caso del aborto la destrucción de un ser humano en desarrollo, sin buscar el equilibrio entre la autonomía de la madre para decidir y la protección jurídica de la vida humana en gestación, o sea, el derecho del niño a nacer, algo se está pervirtiendo en términos políticos y éticos: se consagra legalmente el poder absoluto de una libertad suprema (individual, social, legislativa) que aplasta a quien carece de poder, al nasciturus que se está gestando, y no tiene ni voz ni voto: al niño. 

Sobre la eutanasia…

Antes de que pase a hablar de la eutanasia, déjeme resaltar, para que el lector lo sepa, que usted ha dedicado varios ensayos y libros a la reflexión filosófica sobre la muerte. Podríamos casi decir que es una suerte de experto en la materia; así que, continúe, por favor.

El problema ético y legislativo de la eutanasia es muy complejo, pero siguiendo el hilo anterior, cabe indicar que el poder político en las democracias está constituido para garantizar derechos, entre ellos el de una muerte digna, que en sentido estricto implica morir sin tormentos, dolores inútiles y sufrimientos psíquicos angustiosos, recibiendo las atenciones y cuidados pertinentes por parte del personal sanitario. Por eso, me parece, no es correcto pensar que la muerte digna remite solo a la capacidad de cada sujeto de decidir cuándo desea morir. Lo más digno es morir con los mínimos dolores y sufrimientos posibles, en vez de pedir que me maten ya porque lo que imagino que me espera es más terrible que la vida. 

Por eso, debería demandarse con insistencia y mayor exigencia a políticos y legisladores no principalmente leyes eutanásicas, sino más bien el derecho a cuidados paliativos con los que alcanzar a vivir bien el propio morir, tanto en centros hospitalarios como en domicilios: que nadie muera padeciendo dolores tremendos y situaciones desoladoras, evitables con la atención médica y psicológica propia de estos cuidados. 

¿Qué opina, en concreto, acerca de la ley de eutanasia española, recientemente aprobada?

Si nos ceñimos a nuestra legislación, el preámbulo de la ley de marzo de 2021 indicaba que existía una demanda social significativa en favor de esta que urgía legislar al respecto y yo tengo mis dudas de que así fuera. Más bien lo que ha habido en nuestro país son casos concretos que se han difundido mediáticamente como si fueran muy numerosos. Como he dicho antes, es mucho más urgente, a mi juicio, generalizar los cuidados paliativos en el sistema sanitario de nuestro país. 

Otro aspecto que no me convence de la ley es que, si en principio la eutanasia se ha ido articulando en el debate ético y jurídico para que la llegada de la muerte sea lo menos dolorosa posible, en esta ley lo que se busca, como se afirma literalmente en el preámbulo, es “legislar para respetar la autonomía y voluntad de poner fin a la vida de quien está en una situación de padecimiento grave, crónico e imposibilitante o de enfermedad grave e incurable, padeciendo un sufrimiento insoportable que no puede ser aliviado en condiciones que considere aceptables”. 

Es decir, no se trata de que el sujeto esté ya en una fase terminal, derivada de una enfermedad incurable que le va a llevar irremediablemente a la muerte, sino que cualquier persona con alguna enfermedad grave o crónica que le imposibilite una vida normal –hace el signo de comillas con las manos-, y que le ocasione sufrimiento, podría solicitar que algún médico acabe directamente con su vida; o él mismo se suicide con ayuda médica. 

Una visión bastante derrotista sobre las posibilidades de lo humano incluso en situaciones tan duras, ¿no?

Así es. En realidad, este tipo de leyes lo que suscitan, a mi juicio, es la difusión de una idea general según la cual lo mejor es que aquellas personas que padecen enfermedades graves y dolorosas dejen de existir. Lo que el Estado y la cultura moral debería difundir es que se invierta dinero, y recursos técnicos y sanitarios con el objetivo de que las personas no lleguen a desear desesperadamente morir al verse solas y sin medios paliativos. Considero muy iluminador que los médicos expertos en cuidados paliativos han señalado desde hace años que no es necesaria una ley de la eutanasia, sino sobre todo una mayor investigación en los controles de los dolores y sufrimientos que producen determinadas enfermedades graves e incapacitantes.

El verdadero respeto a la dignidad de la persona se mide por las atenciones recibidas cuando nos afectan enfermedades graves. Por otro lado, también hay en dicha ley aspectos más técnicos, administrativos, hospitalarios y médicos que generan justificadas dudas en los profesionales sanitarios sobre el modo concreto de aplicar la ley. No podemos entrar en ello ahora, pero sirva de ejemplo la obligación de tener un registro de objetores de conciencia o que las muertes producidas directamente por la intervención del médico se computen como muerte natural.

Ya que estamos hablando del final de la vida humana, vayamos a una de las obras en las que reflexiona acerca de este asunto, El morir de los sabios (Tecnos, 2019). Muestra en ella cómo enfrentaron la muerte grandes filósofos de distintas épocas, así como la concepción que tienen de ella notables pensadores clásicos y actuales. A eso lo llama usted “tánato-ética”. Se intuye el significado, pero aclárenos la idea, por favor.

La palabra griega ‘thánatos’ nos remite a la muerte; de ahí proviene, como es claro, el término “tanatorio”, lugar donde, en nuestras sociedades, se vela y se despide a los muertos antes de ser enterrados. Pues bien, en la tánato-ética que he ido elaborando con el paso de los años distingo dos niveles, uno ético-filosófico, y el otro moral-práctico. 

El primero versa sobre el impacto del hecho de la mortalidad humana en el pensamiento moral y en el modo de enfrentarse cada uno a la propia existencia. Por ejemplo, cuestiones como la felicidad, la virtud, el deber, el sentido de la vida, la libertad, el sufrimiento, adquieren una nueva perspectiva desde la constatación de nuestro ineludible final. 

En el segundo nivel analizo las dimensiones morales que suscita el proceso de morir en el ámbito hospitalario o familiar: el suicidio médico asistido, la analgesia, la eutanasia, la muerte por compasión, la obstinación terapéutica, los cuidados paliativos, la sedación en la agonía o la muerte cerebral, entre otros. Así pues, distingo entre lo que llamo ética de la muerte, que es más filosófica, y ética del morir, que es más práctica. En esta segunda se suscitan complejas tensiones entre el personal sanitario, la familia y el propio sujeto muriente, los tres agentes que han de tomar decisiones morales durante el proceso de morir, de dejar de ser.

“Dejar de ser”; esta última expresión pone un nudo en la garganta. Si no hay Dios que lo evite, la consciencia de que, antes o después, llegará el «The End» a nuestra película personal, y de que no habrá secuela, constituye el sentimiento trágico de la vida del que hablaba Unamuno y nos deja en manos del sinsentido más absoluto. Digo esto porque en Con una mujer cuando llega el fin (BAC, 2021) defiende usted que para un ser humano es imposible “asumir con coherencia el absurdo total”. Algunos opinan que intentarlo llevó al suicidio a Sartre, desde luego, pero ¿por qué cree que no es posible?  

A mi juicio, el absurdo total es incompatible con seguir viviendo. Mientras uno permanece en la existencia es debido a que encuentra en ella algo de valor, de sabor, de sentido gracias a los cuales sigue realizando acciones. Por ejemplo, el propio filósofo ateo Jean-Paul Sartre, al que te refieres, afirmó que “el hombre es una pasión inútil”. Eso es una mera frase. Él mismo se dedicó en cuerpo y alma a escribir obras filosóficas, novelas, teatro. ¿Para qué? Si todo es absurdo e inútil, ¿qué sentido tiene escribir miles de páginas sobre pensamientos, personajes, diálogos teatrales con los que se transmiten a los lectores reflexiones antropológicas o éticas? Pues, porque no es posible vivir realmente en el absurdo total. 

A pesar de las frustraciones y penalidades que experimentamos con el paso de los años, en términos generales la vida posee tal grado de atracción que nos impulsa a mantenernos en ella, a valorar lo que hacemos, nuestra relación con los demás, a realizar pequeños proyectos que nos ilusionan o entusiasman, a buscar el bien del otro, a gozar de la cotidianidad, de la luz del sol…

En una entrevista sobre Con una mujer cuando llega el fin dijo que el no creyente que lea el libro “con esmero” podrá reconocer al menos que la propuesta del “Eterno Viviente”, de Dios, “mantiene una especial fuerza de seducción, que no es algo absurdo y fantasioso, sino que hay una cierta base histórica de que algo extraño debió acontecer en aquel judío tras ser colgado de la cruz, que ha marcado la historia de la humanidad”. ¿Podría explicarnos un poco más esta idea?

Bueno, desde un punto de vista racional, filosófico, me he planteado muchas veces si hoy sabríamos algo de Jesús de Nazaret, que acabó su vida colgado de una cruz, como tantos miles de condenados por Roma en numerosos rincones del imperio. Está claro que no solo fue un hombre especial, con sabiduría poco común, un maestro de moral, un rabino o un crítico de algunos aspectos del judaísmo. Es evidente que realizó algunas señales ante grupos de seguidores que abrían la posibilidad de creer que el Dios de Israel estaba actuando a través de su persona para hablar a su pueblo y a la humanidad entera. Pero todo esto se hubiera apagado a los pocos años de su paso por la tierra si algo extraño no hubiera acontecido: la experiencia de su resurrección por parte de varios grupos de personas tras haber sido torturado y crucificado a las afueras de Jerusalén. 

En términos racionales, es poco probable que todo fuera una fantasía, que los seguidores se inventasen su resurrección, máxime cuando, según los diversos relatos del evangelio, Jesús se apareció vivo en primer lugar a unas mujeres temerosas que fueron las primeras que dieron testimonio de tan especial acontecimiento; cuando en aquella época la validez del testimonio de las mujeres era nulo. Lo que quiero decir es que existe una esperanza razonable de que la muerte, la aniquilación total, no sea lo que aguarda a los humanos tras el último aliento en este mundo, de que con la incineración o inhumación no entramos en la nada, en el vacío, en la desaparición absoluta de cada sujeto personal. 

Hay indicios muy probables de que aquel Jesús, torturado y crucificado, con sus palabras y obras, con su pasión y muerte, y, sobre todo, con lo sorprendente de su resurrección, nos ha dado señales de algo esencial que afecta al destino de la humanidad entera: creamos o no en él nos encontraremos todos con Dios, el Eterno Viviente, tras atravesar cada uno la puerta estrecha de la muerte. 

Una reflexión muy oportuna ahora que hemos entrado ya en la Cuaresma, camino de la Pascua.

Pues es verdad, sí. 

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