Las semillas del reino de Dios
Noticia publicada el
domingo, 27 de noviembre de 2016
Celebramos el pasado domingo la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. La Palabra de Dios nos muestra el porqué de esta realeza de Jesucristo: Él es el sentido de la vida y de la historia, criterio y medida de todo, Juez de todo, por el amor, la misericordia y el perdón. Testigo de la verdad, para esto ha venido al mundo, para dar testimonio de la Verdad. Y la verdad es Él mismo: revelador de la verdad de Dios y la verdad del hombre; la verdad de Dios que es amor, amor apasionado por el hombre. La verdad del hombre amado por Dios con verdadera pasión, hasta el punto de sufrir la pasión por él y con él. Su reino no es de aquí, es más, su reino es amor, es servicio, es rebajamiento, es hacerse esclavo de todos, dando la vida por todos. Qué distinta realeza a la que los hombres nos forjamos!; pero esto es lo que hace a un mundo y una humanidad nuevos, ahí está la salvación, la vida eterna, la gloria verdadera, la verdad que nos hace libres, la esperanza, ahí está Dios, del que es inseparable el hombre.
Hoy estamos sufriendo, con Él, esa pasión de Dios por el hombre, en los hombres que han sido asesinados en tantos y tantos terribles atentados que ocurren con frecuencia, en los miles y miles que mueren en el Mediterráneo buscando otra tierra donde se encuentre algo mejor que el infierno en que viven en sus países, en la mujeres maltratadas y asesinadas por la violencia machista, en la cantidad de jóvenes que están atrapados por la droga. Ahí, en ellos, en tanta sinrazón y sinsentido, en tanto odio fratricida, Dios sigue la pasión del hombre, pasión de Dios. Su amor infinito es su ‘No más’ total a los horribles hechos en los que se pone de manifiesto el odio y la violencia, el reinado del odio, la guerra y la violencia, instigados por el príncipe de la mentira, que ya ha sido vencido por Jesucristo, Rey, que trae la paz, porque es Testigo de la verdad que se realiza en la caridad, el amor Sin límites.
En esta fiesta, nosotros, con la Iglesia desde los tiempos antiguos, proclamamos a Jesucristo Rey y Señor de todo lo creado. Como en los tiempos antiguos y en tiempos no lejanos, cuando ideales sin amor se imponían o trataban de imponerse, fascinaban o intentan fascinar a nivel de Absoluto, con la Iglesia, renovamos la proclamación de Jesucristo Rey y Señor. Renovamos el ¡Viva Cristo rey!, con el que morían proclamando nuestros mártires del siglo pasado en España, o en México, o en tantos lugares de la tierra a lo largo de los siglos. Ese grito es proclamación de que nuestra esperanza está en Él, en Jesucristo, en quien está el amor, la vida, la misericordia, el perdón, vencedor del odio y de la muerte, alianza en su sangre, la de Dios con la humanidad.
Nuestro honor y gozo es reconocer como único Señor a quien así ama a los hombres, sin límites, y les enseña a amar y perdonar, y promete la gloria y el paraíso que es la felicidad suprema: estar junto a Dios. Al reconocer a Jesucristo “Rey y Señor”, como los antiguos cristianos, aspiramos a un mundo más humano gracias a su divina y universal Presencia, que es amor y misericordia.
Necesitamos a Jesucristo para que haya paz, para que alcancemos misericordia, para que se establezca un reinado de la verdad, y del amor. Reconocemos al Señor, Jesucristo, realmente presente en el sacramento del altar. Postrándonos ante Él, adorándole, lo proclamamos Señor y Rey de todo lo creado, sólo en Él está la salvación, en Él, Dios con nosotros, encontramos, reconocemos y adoramos la eterna misericordia de Dios.
Reconocerle como Señor es adorar, como hacemos en la santa Misa y prolongaremos en el tiempo de oración ante el Santísimo; y adorar, de alguna manera, es entregarse a Él, es reconocer que somos de Él y para Él, es ofrecerse a Él; es dejar que Él viva en nosotros y sea nuestro Dueño y Señor; es abrir el corazón de cada uno y de la Iglesia a Jesús, para que Él, su perdón, su gracia, y su redención que tanto necesitamos entre en nuestra casa, en nuestras personas, en nuestras vidas, y viva ahí, tome posesión; adorar es estar dispuesto a que, unidos completamente a Jesucristo, nuestro querer, pensar y vivir, estén dentro del querer, pensar y vivir de Cristo que se revelan plenamente en la cruz, y sea Él quien viva en nosotros, actúe en nosotros, piense en nosotros, imprima sus criterios de juicio y actúen, para que vivamos como Él vivió, que por su amor misericordioso y redentor, ha hecho nuevas todas las cosas. Así, en la eucaristía y en la adoración eucarística, expresamos nuestra cercanía, solidaridad con las víctimas y sus familiares, con los pueblos que sufren la violencia del yihadismo blasfemo y asesino.
Jesucristo es Rey y Señor, muestra su realeza, y hace presente en medio de nosotros su Reino –Reino de la verdad y de la gracia, reino de la paz y de la justicia, reino del amor, Reino de Dios que es Amor–, rebajándose, despojándose de su rango, tomando la condición de esclavo, haciéndose pequeño y ocultándose, como en la Encarnación, obedeciendo al Padre, ofreciéndose en oblación, hasta la muerte y una muerte de Cruz. Por nosotros, los hombres y por nuestra salvación y reconociendo que Dios es Dios, amor y fuente de misericordia y perdón. Jesucristo reina desde el madero de la Cruz, perdonando, ofreciendo salvación al que la pide y busca, dando su vida, sirviendo, amando a los hombres hasta el extremo. Ahí, en la Cruz, está toda la verdad, de la que Cristo es el fiel testigo: la verdad de cómo Dios ama sin límite a los hombres, y la verdad del hombre tan engrandecido y exaltado que de esta manera ha sido y es amado por Dios. Esto acontece en el misterio eucarístico, se hace realmente presente y permanece. El Reino de Dios es Cristo, es la Eucaristía misma que celebramos cada día.
Contemplamos y vemos ese Reino en el rostro de Cristo, en la persona de Cristo, en la cruz de Cristo, en el misterio eucarístico: al contemplarlo y gustarlo en sus sufrimientos y muerte, en el misterio eucarístico, podemos reconocerlo y así lo proclamamos de manera clara y sin complejo, el amor sin límite de Dios por nosotros: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16): Es la carne de Cristo, el pan de vida que se entrega por nosotros. El amor de Dios, su Reino, ha encontrado su expresión más profunda en la entrega que Cristo hizo de su vida por nosotros en la Cruz, en ese amor con que ahí nos ama sin límites, y que se renueva incesantemente en el misterio eucarístico. Ahí tenemos a nuestro Dios, Dios único y universal: Señor crucificado, identificado con los que sufren tanto, no espectador de las humillaciones, escarnios, injusticias, violencias y pobrezas, sino sufriéndolas en su propia carne, que es también la nuestra.
La proclamación de Jesucristo Rey, la adoración de Jesús en el santísimo sacramento del altar, la oración ante Él, nuestra plegaria que se presenta ante Dios por medio de Él, el ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Jesús sacramentado! que brota de lo más hondo y mejor de nuestro corazón, ese grito, que es plegaria y confesión de fe, que estuvo en los labios de tantos mártires, que fue consuelo ante tanta destrucción de vidas, que fue testimonio de que Dios es Dios, es Amor, misericordia, perdón y reconciliación, esa proclamación y esa adoración no es un gesto devocional ni un grito vacío, es el gesto, que, expresa nuestra entrega al Señor. Es contenido y núcleo de la experiencia cristiana, es motor de la vida cristiana como testimonio de Dios vivo, Dios que es Amor, perdón y misericordia, redención y salvación, gloria y llamada a dejarse transformar por Dios y su infinita bondad para con nosotros, haciendo del amor la seña de identidad y el móvil de nuestras vidas en todo, anticipo de gloria donde sólo reinará el Amor, Dios que es Amor. Nosotros hoy, al celebrar la Eucaristía, renovamos nuestra silenciosa adoración que al sólo y único Señor cabe tributar, como Realidad última, como Fundamento de todo, como Principio y Fin de todo, como hontanar inagotable de vida y de gracia; y, así mismo, nos abre a vivir del amor, de la misericordia, de todo cuanto está en el Santísimo Sacramento del Altar.
Este gesto de culto y adoración debe ayudarnos a recordar y vivir incesantemente que Él ha cargado voluntariamente con el sufrimiento de los hombres, por los hombres y por mí. Con esta adoración no sólo, pues, reconocemos con gratitud el amor de Dios, sino que seguimos abriéndonos a este amor de manera que nuestra vida quede cada vez más modelada por Él; acogemos el amor de Dios, nos acogemos a Él, para amar con ese amor que hemos recibido y comunicarlo a los demás y así establecer un reino de paz, en un pueblo reunido por la sangre de Cristo.
La celebración de la Eucaristía, sacrificio de Cristo que se ofrece al Padre por la salvación de los hombres, y que es el Sí más grande que pueda darse al hombre, a todo hombre, y el No más absoluto a toda violencia y destrucción del hombre por el hombre, nos invita y compromete a acoger este amor, que es el Reino de Cristo, acoger a Dios mismo y entregarnos a Él.
Quien acepta el amor de Dios interiormente queda plasmado por él. El amor de Dios experimentado es vivido por el hombre como una ‘llamada’ a la que tiene que responder. La mirada dirigida al Señor que ‘tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades’, nos ayuda a prestar más atención al sufrimiento y a la necesidad de los demás. La confesión de fe en Jesucristo, en la Eucaristía, Señor y Rey del Universo desde la Cruz, nos sensibiliza ante la voluntad salvífica de Dios, nos abre a esta voluntad salvífica, a la misericordia y el perdón, para vivir desde ella y haciéndola realidad viva en el perdón y en las obras de misericordia, caridad y amor. Nos hace capaces de confiar en su amor salvífico y misericordioso, y, al mismo tiempo, nos refuerza en el deseo de participar en su deseo de salvación, dejando voluntariamente que Él actúe en nosotros y por nosotros, convirtiéndonos en sus instrumentos.
Que Dios nos conceda poder escuchar y gozar de las mismas palabras que el Buen Ladrón escuchó y gusta ya de Jesús; que nos conceda, por la gracia, el signo de su señorío, estar para siempre con Él en el Paraíso. A la luz de esta fe y esperanza que proclamamos, nos adentramos más y más, en la página del Evangelio del juicio final en el que seremos juzgados del amor y que todos recordamos, y ateniéndonos a las indiscutibles palabras de aquel Evangelio, conocemos y vemos que en la persona de los que sufren, los pobres y no amados, hay una presencia especial suya, que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos. Mediante esta opción, se testimonia el estilo de amor de Dios, su providencia, su misericordia y, de alguna manera, se siembran todavía en la historia aquellas semillas del reino de Dios que Jesús mismo dejó en su vida terrena atendiendo a cuantos recurrían a Él para toda clase necesidades espirituales y materiales.
+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia