Legítima defensa (José Alfredo Peris, Paraula)
Noticia publicada el
lunes, 14 de marzo de 2022
En estos momentos tan trágicos de la humanidad no encuentro otra manera de expresar el profundo dilema en que nos hallamos: nuestros hermanos ucranianos no tienen sólo el derecho sino la obligación de defenderse de los ataques de aquellos que siguen siendo sus/nuestros hermanos rusos pero que está obrando perversamente, poniendo en marcha la inicua maquinaria de la guerra, y deben ser repelidos, también por su propio bien. Estoy firmemente convencido de que la apelación a la fraternidad universal, en la que tanto insiste el papa Francisco y a la que proféticamente ha dedicado su última encíclica, Fratelli Tutti, es la perspectiva que debemos mantener de manera irrenunciable.
Nos encontramos no ante una guerra bilateral, sino ante el ejercicio inexcusable de la legítima defensa por parte de un Estado soberano reconocido como tal por la comunidad internacional que está siendo invadido y masacrado por el ataque militar de otro. Si por “Stop War” entendiéramos que los ucranianos deben dejan de defenderse, estaríamos promoviendo una gravísima inmoralidad de todo punto injustificable. Es el ejército ruso el que debe deponer su acción de agresión. Sin paliativos.
La responsabilidad de su máximo mandatario es completa. Pavorosamente se dan todos los puestos que justifican una legítima defensa militar por parte de los ucranianos, tal y como los ha sostenido la doctrina tradicional de la “guerra justa” y que puntualmente recoge el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2309):
a) Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.
b) Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces.
c) Que se reúnan las condiciones serias de éxito.
d) Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar.
Para mayor claridad y profundo espanto, se está produciendo por parte de los agresores una abominable situación, a la que ya se refería el Concilio: “Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de amplias regiones con sus habitantes, es un crimen contra Dios y contra el hombre mismo, que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones” (GS 80).
Sin embargo, el poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema, dado el riesgo de que el conflicto devenga una guerra nuclear que comprometería el futuro de la entera familia humana.
Unas amenazas que explícitamente se reiteran desde el Kremlin.
Y un virus todavía más peligroso si cabe puede extenderse entre nosotros: el odio que lleva a legitimar la guerra porque no ve en el otro un hermano, sino un enemigo a destruir. Todo lo contrario a la legítima defensa, que no deja de ver en el otro un hermano al que se debe corregir.
Frente estos riesgos tan graves sólo tenemos un camino: llamad al buen sentido de las personas y de los gobiernos y rezar confiados a Jesucristo, Príncipe de la Paz, para que mueva en todos los corazones el más decidido deseo de fraternidad y de renuncia a la violencia.
Que la guerra nunca secuestre nuestros deseos de hacer el bien.