Llamados a ser santos (Cardenal Arzobispo Antonio Cañizares, La Razón)
Noticia publicada el
miércoles, 11 de abril de 2018
Acaba de hacerse pública la nueva exhortación apostólica del Papa Francisco Gaudete et Exsultate [Alegraos y regocijaos] sobre la llamada a la santidad en el mundo actual.
Algunos se han sorprendido (me comentaban hoy mismo: «Este Papa siempre nos sorprende»), porque no se imaginaban que el Papa Francisco, al que en palabras y hechos parece que se le encasilla, saliese por ahí, por la santidad. Yo me atrevo a decir, por el contrario, que esta exhortación apostólica es lo que mejor refleja a este Papa.
Así es Francisco, un Papa que vive la esencia de la vocación cristiana y de la Iglesia: la santidad. Un Papa que ha entrado en lo más nuclear y renovador del Concilio Vaticano ll, que es el último capítulo de la constitución Lumen Gentium sobre la vocación de la Iglesia a la santidad; pero eso ya se nos había olvidado, de eso no se ha hablado tras el Concilio ni se lo ha vuelto a mencionar apenas después. Y además el Papa Francisco subtitula «sobre la llamada a la santidad en el mundo actual»: subrayo y destaco «en el mundo actual», es decir, no saliéndose del mundo real, de la normalidad, de la vida de cada uno y de la totalidad de la «santa» Madre Iglesia que cobija y da calor a sus hijos pecadores, llamados también a ser santos en su seno materno.
Hoy más que nunca es necesario hacer hincapié en esta urgencia, que es fundamento de toda la vida y obra de la Iglesia. Sin esto todo se desmorona, nada tiene consistencia. El Concilio Vaticano ll –nos recuerda el Papa– recordó y proclamó la vocación de todos los fieles cristianos en la Iglesia a la santidad. Aspecto fundamental que nos recuerda San Pablo: «Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación».
El capítulo V de la constitución Lumen Gentium, centro de la enseñanza y de la renovación conciliar, recuerda la vocación universal a la santidad en la Iglesia: porque la Iglesia es un misterio o sacramento de Cristo, debe ser considerada como signo e instrumento de santidad. Todos los fieles cristianos, todos los bautizados, sin excepción alguna, estamos llamados a ser santos. Con todo derecho podéis y debéis reclamar que vuestro obispo viva con gozo esta común vocación a la santidad y que impulse una pastoral de santidad, como tantas veces os he recordado a todos, a mí el primero.
En los momentos cruciales de la Iglesia, han sido siempre los santos quienes han aportado luz, vida y caminos de renovación. También hoy, que vivimos un tiempo crucial. necesitamos ofrecer modelos de santidad, gente cercana, de al lado nuestro, normales, vecinos. Necesitamos convencernos de que ser cristiano es vivir la santidad que ya hemos recibido en el bautismo; ser santo en la vida ordinaria es lo normal, o debiera ser lo común y normal. El santo es el que, auxiliado por la gracia divina que a nadie se le niega, vive la vida de las bienaventuranzas y actúa por la caridad; ser cristiano es identificarse con Cristo, vivir su vida, ser discípulo de Cristo, aprender de Él, parecerse a Él.
¿Cuál es el autorretrato que Jesús nos dejó de sí mismo, si no el que nos dejó en las bienaventuranzas? Por eso este camino es el más ordinario y común para vivir como cristiano; hemos idealizado este camino, como si fuese un camino sagrado, sublime, extraordinario, cuando es lo ordinario: ser cristiano, vivir la vida nueva de hijo de Dios recibida en el bautismo, es vivir la confianza de hijos, y eso son las bienaventuranzas, eso es ser hijo de Dios: lo más común, que es lo que corresponde a ser bautizado.
Eso es lo que nos dice el Papa, con la sencillez de un padre que quiere a sus hijos. Francisco viene a decirnos con esta exhortación apostólica que sigamos este camino sin miedo y temores, sin complejos. La vida entera de la comunidad eclesial, la de las familias cristianas, de los obispos, de los sacerdotes, de los laicos de cualquier clase o condición debe ir en esta dirección: la que lleva a la plenitud de la vida humana y a la perfección del amor, la conduce a ser y vivir como hijo con la sencillez de la confianza puesta en Dios.