Michael Sandel y la soberanía nacional del Estado de Derecho (David Guillem-Tatay, Las Provincias)
Noticia publicada el
domingo, 21 de abril de 2019
Michael Sandel nos ha enseñado a reflexionar sobre la justicia a partir de ejemplos de la vida cotidiana. Y tomándole como referencia ha acontecido en mi trabajo una situación relativamente habitual pero que da que pensar. Me explico: los dos grupos a los que imparto clase en este segundo semestre me pidieron trasladar a otro día sendas sesiones por determinadas circunstancias bastante sensatas. Por mi parte, pedí permiso a los Decanatos respectivos y la petición fue autorizada.
Esta situación, lejos de ser anecdótica, refleja más de lo que parece, mutatis mutandis, cómo funciona la soberanía nacional en un Estado de Derecho.
En efecto, el alumnado podía barajar varias opciones: 1) No ir a clase sin avisar y de común acuerdo. 2) Avisarme y comunicarme que no vendrían. 3) Avisarme y yo dar el permiso. 4) La elección por la que se apostó: pedirme permiso y, por mi parte, acudir al órgano legítimamente encargado para autorizarlo.
Mi objetivo es analizar las diversas opciones, ver el sustrato jurídico que hay detrás de ellas y argumentar por qué se apostó por la más democrática.
En el primer caso nos encontraríamos con un anarquismo, también con lo que hoy se llama movimiento anti-sistema, así como, por su parte, con la democracia totalmente directa. Obedece al axioma según el cual si Democracia significa gobierno del pueblo, el pueblo es el poder. Todo lo demás queda sujeto a su sometimiento. El problema que tiene esta opción es confundir qué significa Democracia, concepto que va más allá de un análisis lingüístico, pues la desliga del concepto Estado de Derecho entendido, por ejemplo, como lo hace Elías Díaz, que luego se verá.
En cuanto a la segunda opción, poco se diferencia de la primera (de hecho está íntimamente relacionada con la misma), salvo por dos matices: por un lado el comportamiento educado de avisarme pero, por otro, demostrarme quién manda. También se parece a una democracia directa.
La tercera situación de las posibles tiene algo de Derecho como norma a la que está sometida el alumnado. Me piden permiso y yo lo doy. Pero contiene dos equivocaciones importantes: una es que ciertamente tengo libertad de cátedra, pero no es absoluta sino que está limitada a aquella esfera en la que entra dicho derecho, es decir, la académica, no la que, y esta es la segunda equivocación, por organización, por funciones y por los sujetos implicados (que van más allá del alumnado y del profesor) no me corresponde. En pocas palabras: como autoridad puedo dictar normas, pero aquellas que entran dentro de mi competencia, no las que son superiores a la misma y, por ende, están fuera de ella.
La cuarta opción fue la elegida y era la más democrática de entre todas ellas, puesto que de manera sencilla, casi rutinaria, se estaba manifestando la íntima relación que hay entre la soberanía nacional y el Estado de Derecho. ¿Por qué?
Los alumnos llegaron a un acuerdo pero sabían que, partiendo de ellos la iniciativa, no son sin embargo la norma absoluta, sino que también están sujetos a la ley y, por mi parte, sabía que yo no tenía la competencia para autorizar la petición, sino que tenía que acudir a quien tiene la ostenta (además de que hay una norma en la Universidad que prevé el supuesto de hecho del que se parte).
Pues bien, recordando la tesis de Elías Díaz, antes citado, el Estado de Derecho es el Estado sometido al Derecho, es decir, al imperio de la ley o principio de legalidad (artículo 9, entre otros, de nuestra Constitución). Ahora bien, esa ley debe de cumplir dos requisitos: 1) ser expresión de la voluntad general y 2) distribuir equitativamente derechos, deberes y libertades entre todos. Caso contrario, es decir absolutizar el Estado o el pueblo, vulnera derechos: puede que de alguno o algunos no, discriminando a los demás, pero no respeta los derechos de todos.
Por otra parte pero relacionado con lo anterior, la soberanía nacional reside en el pueblo español (artículo 1.2 de nuestra Constitución) pero, como afirma Pérez Luño, la misma se ejerce a través de la ley, al menos en una Democracia representativa (si bien nuestra Constitución deja espacios para la democracia directa). Y dicho autor explica: “Para recuperar el sentido y la funcionalidad de la soberanía popular es preciso conectarla con los principios inspiradores y el techo emancipatorio del Estado de Derecho de orientación democrática” (2010, p. 2016).
Esas son las dos razones por las que los alumnos pidieron permiso, es decir, tenían libertad pero sabían que necesitaban de una norma dictada por un órgano legitimado para ello porque garantizaba con seguridad jurídica sus derechos y libertades (y los de los demás).
De otro lado, bien por la hiperlegislación dictada por algunos Gobiernos y/o bien por la desobediencia de otros, se le ha perdido el respeto a la ley, cuando la ley como expresión de la voluntad general y dictada por el órgano legitimado para ello (el Parlamento) en un Estado social y democrático de Derecho como es el nuestro, es el criterio que intenta aclarar y, como hemos dicho, aplicar al caso concreto la distribución de derechos, deberes y libertades de todos, no de unos pocos, de ahí la importancia de la unidad como valor constitucional, pues hace referencia a la libertad junto con la igualdad de todos. Por eso su incumplimiento, que vulnera esa distribución, puede acarrear sanción. Y respecto al caso que nos ocupa, para evitar la posible colisión de normas en un ordenamiento jurídico complejo, unas leyes son superiores a otras hasta llegar a la fundamental, que en nuestro caso es la Constitución Española. Es decir, en nuestro ejemplo, no era yo quien debía dar la autorización, sino la persona que ostenta la posición jerárquica superior y que está legitimada para ello: así se evitan antinomias a la par que se respetan los derechos de todo el alumnado implicado (y no sólo de ellos).
Esos son los motivos, entre otros, por los que la opción elegida fue la más democrática.
Sí que está bien leer a Michael Sandel… y cumplir las normas, sobre todo para evitar confundir derechos, concretamente los que la norma recoge, de lo que no lo son: las consecuencias no son las mismas.
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