Piedras mascota (Carola Minguet, Religión Confidencial)

Piedras mascota (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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El otro día me llamó la atención una noticia: en Corea del Sur cada vez más personas tienen una piedra a la que ponen un nombre, “hablan”, “visten”, preparan un lugar para “dormir” ...  como si se tratase de una mascota.

Mi primera reacción fue de sorpresa. Pintar piedras es una actividad divertida para proponer en un campamento o a tus hijos durante una larga tarde de lluvia, pero tratarlas como mascotas es, cuanto menos, ridículo. Ahora bien, bajo la premisa de que no conviene asomarse a una cultura con las propias lentes, me interesé por el tema y se ve que en Asia no resulta extraño personificar seres inertes (hay una película que ganó el Óscar el año pasado, ‘Todo a la vez en todas partes', donde madre e hija son piedras en una realidad alternativa). Concretamente, este fenómeno deriva del “suseok” o roca del erudito, famoso durante la dinastía Joseon, y ahora está triunfando porque se ofrece como un recurso para afrontar el estrés laboral y la soledad. Según el informe de abril de 2023 del Ministerio de Igualdad de Género y Familia, aproximadamente el 3,1 por ciento de los coreanos de entre 19 y 39 años están clasificados como jóvenes solitarios. En este contexto, las piedras mascota están triunfando porque, según afirman, proporcionan una conexión reconfortante.

Ahora bien, más allá de costumbres orientales y de una explicación que no convence (en qué cabeza cabe que tener piedras ayuda a hacer frente a una sociedad cada vez más digitalizada y aislada), si uno hace el esfuerzo de sacarle punta descubre en esta práctica un signo de los tiempos contemporáneos.

Y es que el fenómeno da que pensar acerca de cómo llamamos a las cosas, que no es en absoluto baladí. Una mascota es un animal que hace compañía; una piedra no es animal ni hace compañía. ¿Quieres decir que tu piedra es una mascota? Pues tienes que entrar en una ficción, en algo que no es real. Hemos llegado a un punto de no distinguir la naturaleza de una piedra de la de un perro, como tampoco reconocemos la naturaleza humana. A alguien le puede provocar risa que un adolescente o un empresario diga que una piedra es su mascota (a mí, desde luego, no), pero en España está pasando que un señor con barba vaya a la administración pública y asegure que es una mujer en un formulario oficial.

Quizás haya quien piense que es una exageración lo que apunto y que se trata sólo una moda como los tamagotchi que se vendían como churros en los quioscos cercanos a los colegios hace unos años o los inquietantes muñecos reborn. De hecho, las piedras mascota ya han sido inventadas: hace cincuenta años se comercializaron en Estados Unidos con el nombre de ‘pet rocks’ y dieron mucho dinero a Gary Dahl, el redactor publicitario que las creó. Ahora bien, si sólo implica esto, ya sería una señal de alarma, pues habla de una sociedad infantilizada con la que se puede hacer caja con productos que, por cierto, recuerdan también a los objetos de apego (una mantita, un peluche) que algunos padres proporcionan a sus niños pequeños cuando tienen que ir a trabajar.

Peor aún es que, por razón de una inmadurez patológica, no sólo no sepamos relacionarnos, sino que hayamos renunciado a la relación, y es lo que, en el fondo, está detrás de esta tendencia. En El Principito, el drama del zorro es que nadie se ha ocupado de él (recuerden el famoso fragmento: –Ven a jugar conmigo –le propuso el principito–. ¡Estoy tan triste!... –No puedo jugar contigo –dijo el zorro–. No estoy domesticado…). Igualmente, Saint-Exupéry​ desvela por qué preocupa tanto al protagonista su flor (–Para mí no eres todavía más que un muchachito semejante a cien mil muchachitos. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más que un zorro semejante a cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo… –Empiezo a comprender –dijo el principito–. Hay una flor… Creo que me ha domesticado…).

Una piedra no es un ser vivo, no necesita cuidados, sólo hay que adaptarse a ella si plantas una tienda de campaña y debes retirarla para no clavártela en la espalda a la hora de dormir. No molesta, no pide pan. No necesita ser domesticada. Así pues, al margen de tendencias culturales chocantes, de la oportunidad de montar un negocio a costa de clientes infantiles, frívolos o desesperados, incluso del grave problema del nominalismo (que apenas he sabido esbozar), este fenómeno es una imagen, una alegoría, de una derrota.

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